Recuerdos del Camp Nou
Los que nacimos en 1957 presumimos de haber venido a este mundo el mismo año en que se inauguró el Camp Nou, el día de la Mercè, con una vistosa ceremonia en la que no faltó la celebración de la Santa Misa, oficiada por el arzobispo monseñor Modrego ,tíode Nicolau Casaus, responsable de los actos de celebración, y muestras del folclore catalán. El correspondiente desfile de todos equipos del club y de las ‘penyes’, con sus estandartes, dieron también relieve al acto.
El estadio se llenó en sus 95.000 localidades, el de mayor aforo de Europa, con la disputa de un partido entre el Barça, entrenado por Domènec Balmanya, y una selección de Polonia, con victoria de los anfitriones por 4-2, con un primer gol obra de Eulogio Martinez, que según relataba el entrenador blaugrana, se pactó con los polacos la noche anterior que lo debía marcar el Barça.
Aquel día mi padre, acompañado de Jaume, el hermano mayor, pudieron ocupar las dos asientos de madera de la tribuna principal, por el que llevaba tantos años suspirando desde que el viejo campo de Les Corts no admitió más reformas de ampliación.
A partir de aquel día en casa se estableció un turno rotatorio entre los hermanos y hermanas, para poder acompañar a nuestro progenitor al fútbol. Yo era el cuarto por orden cronológico y para ello se debía de tener una cierta edad, por lo que tuve que esperar a tener cinco años para que se cumpliera mi turno. Hasta que, por fin, llegó el gran día. Era la jornada 11 de la Liga 62-63, el nueve de diciembre, un Barça errante entrenado por Kubala recibía al Atlético de Madrid y la verdad fue que mi bautizó como culé no pudo ser más decepcionante, porque el partido acabó con un deslucido 0-0, en aquel marcador de madera verde que se apoyaba en diagonal sobre la baranda de la primera fila de la lateral baja. Por si vale de algo la alineación del Barça fue: Pesudo, Foncho, Garay, Gracia, Silveira, Vergés, Cubilla, Pereda (mi ídolo), Kocksis, Fusté y Camps. Eran los tiempos que nos tocó transitar a los de mi generación, con 14 años sin ganar la Liga, y que cada dos o tres temporadas, se veía endulzada con alguna Copa del Generalísimo, como la del 1968 ganada al Madrid, en que se apodó como la final de las botellas, o tres años más tarde la del 1971 contra el Valencia, en un emocionante duelo culminado en la prórroga por 3-4 con un gol de Alfonseda.
Pero retornando a los recuerdos todavía guardados de aquel primer día, no se olvida el intenso aroma a puro habano que desprendía el estadio cuando entrabas en su interior. La mirada te llevaba hasta la parte alta de la lateral de donde colgaban las banderas de los entonces dieciséis equipos de Primera División, con la blanca del Real Madrid encabezando la clasificación y la blaugrana, de segundón, como el Poulidor de la Liga española. Entre medio, el escudo con luces de neón del Barça, que tenía su máximo esplendor en los partidos nocturnos, que todavía le otorgaban mayor majestuosidad al estadio, y que fue en aumento cuando a primeros de los setenta se inauguró, con motivo de la final de la Recopa Glasgow Rangersdynamo de Moscú, una nueva iluminación, apta para las transmisiones en color.
Siendo niño, era obligado saborear el “chupón caramelo” que ofrecían vociferantes los vendedores ambulantes que hacían equilibrios entre las gradas alzando en una mano el cesto de mimbre repleto de todo un arsenal de golosinas, con cacahuetes incluidos. Y como colofón, aquellas pesadas almohadillas que se lanzaban al final del partido desde las gradas, con la intención de hacerle saltar la gorra de plato a los grises que desafiantes rodeaban el rectángulo de juego, y la noche del “gurucetazo” tiñeron de rojo el verde césped que con tanto esmero cuidaba Ramón Clariana .Conla salvedad de las áreas pequeñas en que una fina arena, parecida a la tierra batida, las cubrían para paliar el desgaste de tanto pisoteo y algún que otro piscinazo