El bello y el emperador
mundo, y con él iba a recorrer la vida desde el concepto griego de la pederastia: él sería el
el hombre maduro que enfoca sabiduría y sentimientos hacia el erómenos, el hermoso adolescente que se convertirá en una persona perfecta.
Su vida juntos sería una panacea existencial. Es de suponer, pues no se conocen detalles. Sí se sabe que el joven bitinio, un esmerado atleta, compartía con el Emperador el entusiasmo por la caza, actividad que al parecer era frecuente en sus jornadas de ocio, en las que seguro también abundaba el disfrute del arte y la cultura. El tema de comilonas, festejos y bacanales se queda para el calenturiento imaginario popular, pues todo hace pensar que la suya fue una vivencia más bien íntima y dis- creta. Poco pudieron comentar los romanos capitalinos sobre Antínoo durante el tiempo que este pasó en Roma, aunque sin duda fue esperado con expectación por las lenguas viperinas. Ahí estaba, resplandeciente, bello como un espejismo, quieto e inexpresivo, pero por mucho que afinaron el oído los chismosos, nadie le oyó decir nada que indicara manipulación de la voluntad del Emperador. eso sí. Si bien nadie podía contar cómo era la vida de aquella relación mientras se sucedían los días de celebraciones públicas o de jornadas privadas en Villa Adriana, las batallas y los muchos viajes. En uno de ellos llegaron a Egipto y allí, un día de octubre del año 130, se acabó todo cuando Antínoo murió ahogado en las aguas del gran río. “Él cayó al Nilo”, dicen que dijo Adriano sentida y escuetamente tras la muerte de su amado, que aún sigue siendo un misterio. La versión más reiterada la describe como resultado de un mero accidente: Antínoo resbaló, cayó al río y se ahogó ante la mirada horrorizada de Adriano. Pero también pudiera ser que el joven, impresionado por las magias y la estética del viejo país del Nilo, se hubiera sacrificado para, según el mito egipcio, hacer que los dioses le otorgasen más años de vida al Emperador. Acaso un complot urdido por Vibia Sabina y los cortesanos. Acaso Antínoo, en plan Dorian Grey, temía envejecer y perder su prodigiosa belleza…
Sea como fuere, lo cierto es que el maravilloso efebo ya no estaba en este mundo, y cuen- tan que el dolor de Adriano a punto estuvo de volverle loco. Quiso matarse y seguir a su amado en el viaje a la eternidad, pero, a pesar de tanto pesar, el Emperador nunca había dejado de ser un conspicuo político; y tal responsabilidad fue lo que le empujó hacia adelante. No sin antes dejar bien claro que Antínoo, ser inmaterial del otro mundo, siempre hermoso, lo merecía todo, incluso ser deificado. La pena inmensa la diluyó Adriano en un larguísimo ritual post mortem, que comenzó con el embalsamamiento del cadáver al más puro estilo egipcio. No se sabe dónde fue finalmente enterrado. Podría ser la reliquia del fastuoso templo que presidió Antinoópolis, la ciudad que el afligido mandatario ordenó construir en el lugar de la orilla del Nilo donde su efebo había hallado la muerte. Aunque hay quien lo pone en duda y da por muy posible que el Emperador se negase a abandonar Egipto sin los restos de su amado.
Con Antínoo ya en los altares, surgieron templos y estatuas del nuevo y hermoso dios por doquier, los egipcios acataron su culto de buena gana, pues había quien decía que su sacrificio en el río había sido en pos de la bonanza; los griegos lo aceptaron también, pero les costó más a los romanos, aunque siglos después todavía quedaban en Roma algunos de sus seguidores.
En los ocho años que Adriano sobrevivió a Antínoo, el soberano se volvió más huraño en su vida personal y mucho más duro en sus quehaceres políticos, como bien dejó ver en la represión contra los judíos, tras derrotarlos en Bettir en 135. Finalmente se retiró a su fabulosa villa romana, donde se dedicaría sobre todo a escribir sus memorias y a seguir diseñando estatuas de su enamorado. Allí miraría el cielo de la noche y buscaría la estrella llamada Antínoo, por haberse descubierto el mismo día de la muerte del joven y porque su brillo sólo podía ser el de su alma inmortal.