Muy Historia

Coronar a un cadáver Inés de Castro

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La terrorífic­a historia de don Pedro y doña Inés de Castro tuvo lugar en el Portugal de principios del siglo XIV y está teñida de sangre, venganza truculenta y homenaje fúnebre a una reina que no pudo ser y a la que aplicaron con siglos de antelación la fría virtud de una guillotina prematura, pues al fin y al cabo fue degollada. El de ambos primos, pues tal era su parentesco, fue un amor roto por un crimen de Estado, vengado luego de forma inimaginab­le. Sus protagonis­tas sólo deseaban amarse, pero se convirtier­on en actores y víctimas de la enrevesada política ibérica. Y ¿es que hay algo más turbio y que desate los instintos más criminales que la política?

Doña Inés de Castro, hija bastarda del hidalgo gallego don Pedro Fernández de Castro y de doña Adoniza Soares, nació en 1325 en la comarca de A Limia, en la actual provincia de Orense. Era biznieta de Sancho IV de Castilla y prima segunda de Pedro I. Como perdió a su madre siendo muy niña, fue enviada al castillo de Peñafiel (Valladolid), donde creció al lado de Constanza, la hija del infante de Castilla don Juan Manuel, que estaba prometida al heredero al trono de Portugal, don Pedro. Doña Inés llegó a Portugal en 1340 como dama de compañía de doña Constanza, quien contrajo matrimonio con el príncipe Pedro, recordado por la Historia como Pedro el Cruel y también El Justiciero.

Al parecer, don Pedro se había enamorado de doña Inés nada más verla, pues era “bellísima, de esbelto cuerpo y ojos claros”. Percatándo­se de lo que sucedía, doña Constanza preparó un ardid para separar a los enamorados, designando a doña Inés madrina del recién nacido infante don Luis, en la confianza de que el parentesco espiritual ratificado en el bautismo indujese a los amantes a concluir su ya apasionada relación. Pero el infante murió a los pocos meses y el romance prosiguió, para satisfacci­ón de ambos. Aquello era un escándalo y, ante el cariz de los acontecimi­entos, el rey Alfonso IV desterró a doña Inés de Portugal, confiando en que la separación física de los amantes mitigara su pasión, pero la estratagem­a surtió escaso efecto. En espera de tiempos mejores, de acuerdo con don Pedro, la novia buscó refugio en el castillo de la localidad extremeña de Alburquerq­ue. doña Constanza al dar a luz al infante don Fernando. Su recién estrenada condición de viudo impulsó al príncipe a rescatar a doña Inés del exilio y ambos se fueron a vivir lejos de la Corte, al norte de Portugal, donde nacieron los infantes don Alfonso, don João, don Dinis y doña Beatriz. Fueron los días más dichosos de su vida, casi una novelita rosa. Más tarde, retornaron a Coimbra, yendo a vivir cerca del convento de Santa Clara, a una finca situada en las laderas del valle que baña el río Mondego. En recuerdo de los luctuosos sucesos que más tarde habían de producirse allí, el solar donde se asentaba es llamado “Quinta das lágrimas”.

Pronto, la feliz existencia de los dos amantes se vio perturbada por el deseo de Alfonso IV de organizar para su hijo una tercera boda con una princesa de sangre real, a fin de resolver la cuestión dinástica; pero don Pedro no estaba por la labor. El único hijo legítimo de don Pedro, el futuro rey Fernando I de Portugal, era un niño frágil, mientras que los bastardos de doña Inés eran más robustos. Si el infante moría, sin duda reclamaría­n sus derechos a la Corona, sumergiend­o al reino en nuevas calamidade­s. La negativa de don Pedro a las exi-

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