La reina extraviada
El 12 de abril de 1555 moría en la torre de Tordesillas una mujer extraña. Allí había sido recluida por su padre, Fernando el Católico, después de soportar en otro tiempo que su marido, Felipe el Hermoso, ya fallecido, la encerrara en sus aposentos, y allí, en Tordesillas, había sido mantenida en cautiverio por su hijo Carlos, nada menos que el emperador Carlos I de España y V de Alemania. ¿A qué tanto encierro? La respuesta es sencilla: aquella mujer no estaba en sus cabales. En efecto, se trataba de una demente, de la reina Juana la Loca –nunca fue desposeída de sus títulos–, uno de los personajes más patéticos de la historia patria. Cuando falleció, los habitantes de la villa, castellanos que frisaban el medio siglo, apenas sabían quién era; les habían llegado, sí, los ecos de una lúgubre leyenda… Y es que esas gentes no habían venido aún al mundo cuando una Castilla perpleja había asistido al espectáculo macabro de una viuda desconsolada que, dominada por un amor obsesivo, mostraba su negativa a enterrar a su esposo, muerto en plena juventud. Cierto, aquellos castellanos no habían contemplado a la hija de los Reyes Católicos yendo de pueblo en pueblo por la áspera meseta, siempre de noche y siempre llevando consigo el féretro de Felipe el Hermoso, camino de Granada.
el místico, la princesa Juana, tercera hija de Isabel y Fernando, soñó con ser monja de clausura, mas sus padres acariciaban proyectos más ambiciosos: convertirla en la esposa del archiduque Felipe de Austria, hijo de Maximiliano I y María de Borgoña. El enlace se