Manuela Sáenz
una orfandad precoz y un vivo compromiso político. Nació en 1797 en Quito (Ecuador), hija ilegítima de la criolla María Joaquina de Aizpuru, amante del hombre de negocios español Simón Sáenz Vergara, que se encargó de su educación después de la muerte de la madre. En 1817 se casó con James Thorne, un adinerado comerciante inglés 20 años mayor que ella. Para entonces ya había UM ÁLB
desarrollado una personalidad inquieta y apasionada –algunos la tacharon de exhibicionista–, que los estrechos muros de un convencional matrimonio anglosajón no podían contener. Abandonó a Thorne en Lima y regresó con su padre a Quito. Al iniciar su relación con Bolívar, informó a su marido que reclamaba su regreso: “Como hombre, U. es pesado. Allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está reservada a su nación (…) Formalmente y sin reírme; con toda la seriedad, verdad y pureza de una inglesa, digo que no me juntará más con U.”.
Que el romance distó de ser un flechazo
lo prueba el que después de conocerla, Bolívar mantuvo relaciones con Joa- quina Garaycoa. Pero siempre terminaba volviendo a Manuela, que combinaba un acentuado carácter erótico con un genuino interés por la causa de la independencia, algo que sus otras amantes nunca mostraron. “La amable loca”, la llamaba él, y en efecto, la discreción nunca fue para ella: según testimonios de la época “a veces era una gran señora; a veces una ñapanga (pueblerina)”. Sabía cabalgar y disparar, e iba a todas partes con séquito propio, en el que nunca faltaban las dos esclavas negras que conocía desde su infancia, Natán y Jonatás, una de las cuales, siempre vestida de soldado, cogió fama de ser su amante, algo que la propia Manuela jamás se molestó en desmentir.
En años posteriores, cuando el poder de su amado comenzó a tambalearse, ella misma se vistió de uniforme para visitar los cuarteles y exigir a los soldados lealtad al Libertador. De ahí pudo surgir la leyenda de que combatió a su lado, aunque la ayuda que le prestó tuvo un carácter más práctico: trabajó para él como secretaria y se ocupó del mantenimiento de sus archivos, que consiguió poner a salvo de sus enemigos. El 25 de septiembre de 1828, Manuela salvó algo más que los archivos, cuando se produjo una de las diversas conspiraciones para asesinarle. Este pasaba la noche con Manuela en el Palacio de San Carlos. Despertado por el ruido del ataque, quiso enfrentarse a los conspiradores, pero Manuela le convenció de que escapara por la ventana, mientras ella les plantaba cara, espada en mano. Fue maltratada y golpeada, pero Bolívar pudo huir. Arrestados los conspiradores y restablecido el orden, a partir de esa noche Manuela cobró una nueva posición convirtiéndose desde entonces, según la definió él mismo, en la “libertadora del Libertador”.
Estaría a su lado tiempo des- pués para despedirle en Bogotá, cuando Bolívar emprendió el viaje hacia el norte de donde no habría de volver, sucumbiendo a la tuberculosis a los 47 años de edad. Aunque intentó suicidarse tras recibir la noticia, Manuela le sobreviviría aún 26 años, muchos de los cuales transcurrieron en una muerte en vida: desterrada y arruinada por los enemigos de Bolívar, se refugió en un pueblecito de Perú donde falleció en una epidemia de difteria en 1856. Fue enterrada en una fosa común y todas sus posesiones, incineradas. Seis años antes había entregado a Daniel O’leary, lugarteniente de Bolívar, buena parte de su correspondencia. Gracias a esas cartas, y a la reivindicación de su figura emprendida en el siglo XX, se han podido conocer los detalles de un romance tan tumultuoso como los tiempos en que transcurrió, y como la personalidad de sus dos protagonistas.