Unas pirápirámides demasiado colosales
El Templo del Gran Jaguar de la ciudad de Tikal es un gran reclamo
turístico.
Las grandes pirámides mayas no sólo eran los templos y palacios residenciales de la casta dirigente y morada de los mismos dioses. Eran también la prueba visible y plástica de su gran poder y tenían, por consiguiente, la importantísima misión de amedrentar con su simple presencia a todas las gentes que las contemplaban, recordándoles siempre quién mandaba. Igualmente eran plataformas de observación de las estrellas, por lo que jugaron un papel decisivo en los estudios astronómicos y en la elaboración de su calendario. Pero, cuando llegaron las crisis alimenticias, los dirigentes mayas pensaron que podían agradar a los dioses y conjurar así las sequías, levantando mayores y más esbeltos templos y pirámides. De esta manera se construyeron edificaciones colosales sin ver los terribles costes que ello suponía. Cada vez fueron necesarios más obreros para su construcción, gentes que eran obligadas a abandonar el trabajo en los campos pero a las que también era preciso alimentar, y en cantidad suficiente, para que pudiesen realizar los enormes esfuerzos físicos que suponía transportar desde las canteras, arrastrar y levantar las miles de toneladas de piedra que requería cada nueva obra. Sin respuesta. Obviamente, las colosales edificaciones no atenuaron las sequías y las hambrunas por lo que, ante el fracaso que supusieron, el desprestigio de la élite dominante no hizo más que aumentar, contribuyendo a subvertir el orden social y a que los campesinos mayas dejasen de creer en la utilidad de aquellas fastuosas edificaciones. Por ello no es casualidad que su abandono coincida, precisamente, con la época de mayor fiebre constructiva.