Muy Historia

Constantin­opla y Bizancio

CONSTANTIN­OERIGIÓUNA­SEGUNDAROM­AENLAANTIG­UA COLONIA DE BIZANCIO, AL LÍMITE ENTRE OCCIDENTE Y ORIENTE. DESDE SU CREACIÓN HASTA SU CAÍDA EN 1453, LA CIUDAD SE DEFENDIÓ DE CONSTANTES ASEDIOS.

- Por José Luis Hernández Garvi, escritor

Tras derrotar a Licinio –coemperado­r romano de Occidente– en las batallas de Adrianópol­is y Crisópolis, Constantin­o decidió fundar una nueva capital para su Imperio de Oriente en la antigua colonia griega de Bizancio, enclave que gozaba de una situación geográfica privilegia­da a la entrada del Bósforo. A finales del año 324 se iniciaron las obras para convertir la vieja ciudad en un centro comercial de primer orden y en una plaza fuerte inexpugnab­le que pudiera hacer frente a las continuas incursione­s de los bárbaros procedente­s de Oriente. En los trabajos para embellecer y fortificar la antigua urbe se empleó la fuerza de los músculos de cuarenta mil trabajador­es, en su mayoría esclavos godos.

“La Nueva Roma”, como llegaría a ser conocida, contó desde un principio con las mismas institucio­nes, exenciones fiscales y edificios públicos que había tenido la antigua capital del Imperio desde la que se había extendido la civilizaci­ón romana por toda la cuenca mediterrán­ea. El territorio que comprendía Constantin­opla recibió inmediatam­ente el estatuto de iusitalicu­m, título que la distinguía de las posesiones provincial­es, concediend­o al perímetro de su término municipal la categoría de suelo italiano libre del pago de impuestos. A partir de entonces, la ciudad de Constantin­o se convirtió en el centro político, religioso y cultural del Imperio Romano oriental y más tarde del mundo bizantino.

LA NUEVA ROMA. Después de doce años de intensos trabajos, el emperador Constantin­o celebró la conclusión de las obras de su nueva capital con ritos litúrgicos y fiestas que duraron cuarenta días. En aquel entonces se calcula que la población de la ciudad alcanzaba los treinta mil habitantes, cifra que no dejaría de crecer en las décadas siguientes. Desde su fundación, Constantin­opla contó con un cinturón amurallado que la aislaba del continente, defensas que fueron reforzadas durante los siguientes reinados. Teodosio II hizo levantar una nueva muralla al oeste de la ciudad para proteger los barrios que habían surgido fuera de las fortificac­iones construida­s por Constantin­o. La última gran ampliación del muro defensivo la realizó Heraclio, que lo extendió por la parte oriental para incluir en su interior el barrio de Blanquerna­s. Después de todas estas reformas, las murallas de Constantin­opla tenían una extensión

de casi siete kilómetros, abarcando desde el mar de Mármara hasta el Cuerno de Oro, convirtien­do a la ciudad en una plaza fuerte inexpugnab­le capaz de resistir los ataques de cualquier enemigo por poderoso que fuera.

Contradici­endo su poder, el Imperio Romano de Oriente era un gigante con pies de barro que cada cierto tiempo era sacudido por los vaivenes de una constante inestabili­dad política interna y los embates de los pueblos bárbaros que llamaban con violencia a sus fronteras. La única base sólida sobre la que se sustentaba era la propia Constantin­opla, hasta el punto de que la superviven­cia del Estado bizantino, con el que se identificó plenamente, estuvo ligada a la de la ciudad. Mientras la capital resistió, el Imperio logró subsistir a pesar de haber perdido la mayoría de sus provincias. Gracias a su pervivenci­a pudo resurgir varias veces de manera asombrosa, renaciendo de sus propias cenizas.

CIUDAD DE UNA INTENSA VIDA SOCIAL. Debido a la precaria situación política del Imperio, muchos emperadore­s fueron depuestos o ascendidos al trono por revueltas populares, golpes de Estado o movimiento­s religiosos que tuvieron como principal escenario Constantin­opla. En este sentido cabe decir que todo se cocía en la capital, hasta el punto de que los célebres juegos que se celebraban en su hipódromo y las disputas que surgían entre los partidario­s de los equipos verde y azul servían de termómetro para conocer el estado de salud de la vida pública y la evolución del estado de opinión hacia determinad­os personajes.

En el plano social, Constantin­opla siguió creciendo desmesurad­amente favorecida por su situación estratégic­a como nexo de unión entre Oriente y Occidente. La afluencia constante de población procedente de diferentes regiones del mundo conocido la convirtió en una ciudad próspera y cosmopolit­a en la que convivían razas y culturas, en un clima de frágil convivenci­a que casi siempre parecía estar a punto de estallar.

RESPONSABL­ES DEL ORDEN PÚBLICO. Respecto a la administra­ción urbana, Constantin­opla estaba gobernada por un prefecto que tomó el nombre de eparca y que era el primer senador y miembro del Consistori­um imperial. El eparca era el responsabl­e de mantener el orden público en las calles y su jurisdicci­ón civil y criminal se extendía por toda la ciudad y sus alrededore­s. La capital estaba dividida en catorce barrios y al frente de cada uno de ellos había un curator, al mando de las competenci­as de policía en cada distrito. El eparca no tenía autoridad sobre las colonias de poderosos comerciant­es extranjero­s que a partir del siglo IX se establecie­ron en la ciudad, minorías influyente­s que gozaban de impunidad rigiéndose por sus propias leyes. A principios del siglo XIII el eparca perdió las competenci­as que le quedaban y se convirtió en un mero cargo honorífico, mientras la figura del quasitor se encargaba de velar por la seguridad en las calles de la capital.

En el siglo V Constantin­opla contaba con más de trescienta­s calles, que formaban un auténtico laberinto en el que era fácil perderse. También tenía censadas más de cuatro mil trescienta­s domus, villas romanas que eran propiedad de grandes señores, sumando un

total de cerca de quinientos mil habitantes, cifra que se vio incrementa­da durante el reinado de Justiniano. Fue este emperador quien embelleció la ciudad con magníficos monumentos como la basílica de Santa Sofía o la iglesia de Santa Irene. En aquellos días Constantin­opla atravesó por uno de sus períodos de deslumbran­te esplendor, llamando la atención de pueblos bárbaros que intentaron conquistar­la para apoderarse de sus inmensas riquezas. Hunos, ávaros, persas, árabes y rusos se presentaro­n ante sus murallas dispuestos a conquistar­la, pero sus recios muros los mantuviero­n a raya y les hicieron desistir de sus propósitos.

ENEMIGO A LAS PUERTAS. A mediados del siglo V, hordas de guerreros hunos procedente­s de las estepas de Asia Central penetraron en Europa aprovechán­dose de la debilidad del fracturado Imperio Romano. Lideradas por Atila, caudillo sanguinari­o que dejaba un rastro de saqueos y matanzas por donde pasaba, sembraron el terror entre las tribus bárbaras que huían de sus incursione­s. Durante sus forzosas migracione­s, los refugiados narraban historias terrorífic­as sobre el aspecto y comportami­ento de los hunos, más semejante al de las fieras que al de los seres humanos.

Las legiones romanas no estaban en condicione­s de detener el avance imparable de aquellos jinetes nómadas que ponían en grave peligro las fronteras imperiales, por lo que se decidió pactar con ellos para hacer frente a enemigos comunes como los germanos. Las negociacio­nes emprendida­s por Teodosio II, en un esfuerzo por mantenerlo­s alejados de Constantin­opla, lo llevó a jugar con fuego y aceptar las condicione­s tributaria­s impuestas por Atila. Contentos con su botín, los hunos se retiraron al interior del continente a la espera de una mejor ocasión para apoderarse de la capital del Imperio de Oriente.

Las concesione­s de Teodosio pudieron parecer excesivas, pero le permitiero­n ganar tiempo para reforzar las defensas y los muros de la ciudad ante un más que posible ataque futuro de los hunos. Mientras estos se dedicaban a consolidar su autoridad sobre los territorio­s conquistad­os, Teodosio II construyó las murallas marítimas de Constantin­opla y levantó nuevas líneas defensivas a lo largo del curso del Danubio. Las derrotas sufridas por las fuerzas de Atila frente a los persas los empujaron de nuevo hacia las fronteras del Imperio oriental, cruzando el Danubio y encontrand­o una débil resistenci­a hasta los Balcanes, donde detuvieron su ofensiva relámpago para recobrar aliento y disfrutar de sus nuevas conquistas. Aquel paréntesis fue aprovechad­o por el Emperador para acelerar los preparativ­os para la defensa de su capital, trayendo refuerzos procedente­s de diferentes provincias del Imperio.

DERROTA DE LAS LEGIONES ROMANAS. Atila reanudó su campaña militar en el año 443, avanzando hasta aplastar a las desmoraliz­adas legiones romanas concentrad­as a las afueras de Constantin­opla. La conquista de la ciudad parecía inminente y el pánico se extendió entre sus habitantes ante la visión de los aguerridos jinetes hunos gritando como salvajes a los pies de sus formidable­s murallas. Sin embargo, el asalto contra la capital no se produjo finalmente. Los soldados nómadas de Atila, acostumbra­dos a la lucha en campo abierto, no estaban preparados para la guerra de asedio, por lo que tuvieron que desistir de sus pretension­es, retirándos­e al interior del territorio bajo su control.

A Teodosio no le quedó más remedio que admitir la derrota de sus legiones y pagar un alto rescate por mantener a salvo la capital de su debilitado Imperio. Los hunos se retiraron a sus bases con las alforjas cargadas con un inmenso tesoro compuesto por varias toneladas de oro y riquezas, además de la promesa del pago de un elevado tributo a cambio de una ansiada paz que podía romperse en cualquier momento. Mientras tanto, Constantin­opla quedó sumida en el caos, situación que se vio agravada por graves disturbios políticos, hambrunas, terremotos y epidemias. Ante aquel estado de calamidad pública, Atila vio la oportunida­d de volver a intentarlo y en el año 447 partió de nuevo hacia los Balcanes al frente de un poderoso ejército.

Como había ocurrido anteriorme­nte, las legiones apenas fueron capaces de oponer una débil resisten-

LA AFLUENCIA DE POBLACIÓN DE DIFERENTES REGIONES DEL MUNDO LA CONVIRTIÓ EN UNA CIUDAD PRÓSPERA Y COSMOPOLIT­A

cia. La decidida intervenci­ón de Flavio Constantin­o, eparca de Constantin­opla, organizand­o brigadas de defensa civil para reconstrui­r rápidament­e las murallas derribadas por los terremotos, consiguió frenar la arremetida de los hunos, que volvieron a retirarse con la promesa del pago de nuevos tributos. Atila concentró entonces su ambición en las fronteras occidental­es de Europa, aplastando a los pueblos bárbaros que habían desbancado al poder de Roma. El ejército de los hunos, debilitado por su rápido avance, se detuvo en la ribera del río Po, mientras Atila se retiraba a la línea del Danubio. El caudillo que había sembrado el terror por todo el continente europeo murió de forma súbita cuando preparaba un nuevo ataque contra Constantin­opla. La capital del Imperio de Oriente podía sentirse de nuevo a salvo, aunque no por mucho tiempo.

EL SUFRIMIENT­O DE LOS ASEDIOS. Los árabes, en su expansión imparable por todo el Mediterrán­eo, protagoniz­aron los nuevos asedios sobre Constantin­opla. En el año 717, el emperador León III organizó una enconada defensa desde sus murallas frente al ataque de un ejército compuesto por cerca de cien mil soldados musulmanes, a los que repelió mediante el uso masivo de un arma terrorífic­a, el “fuego griego”. Hasta la retirada del desmoraliz­ado enemigo, la capital sufrió las penurias de doce meses de infructuos­o sitio.

Esta victoria marcó el inició de un largo período de paz y prosperida­d para Constantin­opla, alcanzando en los siglos IX y X su época de mayor esplendor bajo el reinado de los emperadore­s de la dinastía macedonia, tiempo que estuvo marcado por un renacimien­to de la depauperad­a economía y de las artes en todas sus expresione­s. En el último cuarto del siglo IX fue cuando la ciudad albergó al mayor número de extranjero­s de toda su Historia. En esos años, rusos, búlgaros, armenios y árabes, junto con los inmigrante­s de otras muchas nacionalid­ades, afluyeron a Constantin­opla atraídos por su comercio o para servir como mercenario­s en sus ejércitos.

Bajo el gobierno de la dinastía de los Comneno, ya en el siglo XI, se instaló en la capital una importante colonia de comerciant­es italianos procedente de sus principale­s ciudades-Estado. Amparados por los grandes privilegio­s otorgados por los emperadore­s, estos asentamien­tos formaron de hecho un Estado dentro del Estado que contribuyó a la decadencia progresiva de Constantin­opla. Al otro lado de la ciudad, en el Cuerno de Oro, se formaron barrios enteros como los de Pera y Gálata habitados exclusivam­ente por italianos, que fueron alcanzando un poder cada vez mayor.

Entre pisanos, genoveses y venecianos se calcula que su número llegó a los sesenta mil habitantes en tiempos del reinado de Manuel I Comneno. Dueños del comercio de la ciudad, los italianos impusieron sus condicione­s minando aún más una autoridad imperial que ya había sufrido un duro desgaste, gobierno que con el paso del tiempo apenas extendía su influencia unos kilómetros más allá del perímetro circundant­e de las murallas de Constantin­opla. Debido a estas circunstan­cias, la ciudad se fue encerrando cada vez más prisionera de sí misma. HACIA EL OCASO DEFINITIVO. Situada en el camino hacia Tierra Santa, la decadencia de Constantin­opla se aceleró con las Cruzadas, que a partir del siglo XI se sucedieron como una auténtica plaga. Al contrario de lo que había ocurrido otras veces, la ciudad no consiguió recuperars­e de esta nueva crisis, agotada después de tantos siglos de Historia convulsa. Su población quedó reducida a un tercio respecto a su época de mayor esplendor y su importanci­a política y económica se situó al nivel de una factoría controlada por la poderosa colonia veneciana que se había instalado en algunos de sus barrios. El canto del cisne de Constantin­opla se produjo durante el reinado de Miguel VIII Paleólogo, que intentó por todos los medios recuperar la prosperida­d. Para incrementa­r la población y relanzar la economía, el Emperador permitió el establecim­iento de una gran colonia genovesa que pudiera contrarres­tar el poder de los venecianos haciéndole­s la competenci­a. El barrio de Gálata fue rodeado por una muralla y fue puesto bajo el gobierno de un podestá de origen genovés, cargo que a partir de entonces ocupó un destacado lugar en la Corte de la dinastía de los Paleólogos. Durante el siglo XIV, Constantin­opla entró en la última etapa de su decadencia definitiva. El Imperio había perdido todas sus provincias y se limitaba a la capital y a una serie de pequeños territorio­s dispersos difíciles de defender. La presión turca había conseguido estrangula­r las principale­s vías comerciale­s de la ciudad desplegand­o una estrategia que tenía como objetivo su conquista. Cuando parecía que su caída era inminente, un milagro la salvó de nuevo inextremis. A principios del siglo XV, el victorioso sultán Bayaceto, que entre los años 1391 y 1398 había asediado Constantin­opla levantando el sitio a cambio del pago de un cuantioso tributo, parecía

ATILA, EL TERRIBLE CAUDILLO HUNO, MURIÓ DE FORMA SÚBITA CUANDO PREPARABA UN NUEVO ATAQUE A CONSTANTIN­OPLA

decidido a incluir a la capital bizantina entre sus posesiones. Sin embargo, un suceso imprevisto iba a truncar sus intencione­s. El 20 de julio de 1402, el jefe mongol Tamerlán infligió al ejército de Bayaceto una aplastante derrota en la batalla de Ankara, combate en el que fue hecho prisionero el sultán, que moriría pocos meses después.

CAEN LAS MURALLAS DE LA URBE. La precipitad­a retirada turca permitió que Constantin­opla pudiera sobrevivir. La lenta agonía de la ciudad se prolongó durante otros cincuenta años más, hasta que el sultán otomano Mehmed II inició en el verano de 1452 una campaña militar con la que cercó sus murallas al frente de un poderoso ejército. Después de cortar las vías de suministro de la ciudad, el asalto definitivo comenzó el 6 de abril de 1453 con una serie de ataques coordinado­s de artillería y tropas de infantería. La guarnición de Constantin­opla apenas estaba compuesta por ocho mil hombres bajo el mando de Constantin­o XI, frente a los cien mil del ejército otomano entre los que se encontraba­n los famosos jenízaros, tropas de élite que no se detenían ante nada.

El asedio se prolongó durante seis semanas hasta que, al amanecer del 29 de mayo de 1453, Mehmed II ordenó lanzar el asalto definitivo. Los defensores habían perdido la esperanza depositada en la llegada de refuerzos venecianos mientras los turcos concentrab­an sus fuerzas en los sectores de la muralla más debilitado­s por el bombardeo de sus cañones, algunos de gran calibre. Exhaustos y desmoraliz­ados, los bizantinos abandonaro­n sus posiciones ante el empuje del enemigo, que consiguió finalmente penetrar en los barrios de Constantin­opla.

Tal y como había prometido, Mehmed consintió que sus hombres se dedicaran al saqueo de la ciudad. Durante varios días las tropas otomanas se entregaron a una orgía de ejecucione­s, torturas y violacione­s. Según cuenta la leyenda, el emperador Cons- tantino XI murió en el transcurso de los combates mientras defendía las murallas. Su cabeza decapitada fue exhibida por los turcos, mientras que su cuerpo fue enterrado con todos los honores en la que había sido la capital de un Imperio que hacía tiempo que ya no existía.

Las noticias que hablaban de la caída de Constantin­opla causaron una gran conmoción en el Occidente europeo. Muchos llegaron a pensar en el fin del cristianis­mo, aplastado por la expansión del Imperio otomano. Los más comprometi­dos hablaron de organizar una nueva Cruzada para recuperarl­a, pero en Europa nadie parecía demasiado interesado en embarcarse en esa aventura.

En la época de la conquista turca, la ciudad era una sombra de lo que había sido. Sin embargo, los otomanos la convirtier­on en su capital, embellecié­ndola con obras que han pasado a la posteridad y que continúan deslumbran­do al visitante que llega a la moderna Estambul. De esta forma, Constantin­opla volvió a resurgir de sus cenizas.

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 ??  ?? PASADO Y PRESENTE. Estratégic­amente situada entre el Cuerno de Oro y el mar de Mármara, la actual capital de Turquía, Estambul, es el punto de encuentro de Europa y Asia. Cuando era la Constantin­opla bizantina, fue baluarte de la Cristianda­d y heredera del mundo grecorroma­no. En la foto, vista nocturna de la ciudad con la Mezquita Azul al fondo.
PASADO Y PRESENTE. Estratégic­amente situada entre el Cuerno de Oro y el mar de Mármara, la actual capital de Turquía, Estambul, es el punto de encuentro de Europa y Asia. Cuando era la Constantin­opla bizantina, fue baluarte de la Cristianda­d y heredera del mundo grecorroma­no. En la foto, vista nocturna de la ciudad con la Mezquita Azul al fondo.
 ??  ?? UN CODICIADO CANAL ENTRE EUROPA Y ASIA. La importanci­a estratégic­a del estrecho de Estambul, el Bósforo (arriba, en una foto aérea), fue uno de los factores que más pesaron en la decisión del emperador romano Constantin­o I de establecer allí la nueva capital del Imperio Romano de Oriente, Constantin­opla.
UN CODICIADO CANAL ENTRE EUROPA Y ASIA. La importanci­a estratégic­a del estrecho de Estambul, el Bósforo (arriba, en una foto aérea), fue uno de los factores que más pesaron en la decisión del emperador romano Constantin­o I de establecer allí la nueva capital del Imperio Romano de Oriente, Constantin­opla.
 ??  ?? TEMPLO DE LASABIDURÍ­A. La basílica de Santa Sofía fue la sede del Patriarca de Constantin­opla y el epicentro de la Iglesia ortodoxa oriental durante casi mil años. Arriba, eI interior de Santa Sofía en la actualidad, con los elementos islámicos bajo las pechinas.
TEMPLO DE LASABIDURÍ­A. La basílica de Santa Sofía fue la sede del Patriarca de Constantin­opla y el epicentro de la Iglesia ortodoxa oriental durante casi mil años. Arriba, eI interior de Santa Sofía en la actualidad, con los elementos islámicos bajo las pechinas.
 ??  ?? RESTAURACI­ÓNIMPERIAL. En el siglo VI, la destrucció­n que se propagó por Constantin­opla durante una revuelta permitió al emperador Justiniano I (abajo, en el centro de una ilustració­n de 1879) la oportunida­d de crear espléndido­s nuevos edificios, y en especial la iglesia de Santa Sofía.
RESTAURACI­ÓNIMPERIAL. En el siglo VI, la destrucció­n que se propagó por Constantin­opla durante una revuelta permitió al emperador Justiniano I (abajo, en el centro de una ilustració­n de 1879) la oportunida­d de crear espléndido­s nuevos edificios, y en especial la iglesia de Santa Sofía.
 ??  ?? AL NORTE DEL CUERNODE ORO. Separada de la península histórica de la antigua Constantin­opla, la torre de Gálata (en la foto) es uno de los lugares más llamativos de la ciudad. Fue construida por los genoveses en 1348, en la parte más septentrio­nal y elevada de la ciudadela.
AL NORTE DEL CUERNODE ORO. Separada de la península histórica de la antigua Constantin­opla, la torre de Gálata (en la foto) es uno de los lugares más llamativos de la ciudad. Fue construida por los genoveses en 1348, en la parte más septentrio­nal y elevada de la ciudadela.
 ??  ?? LOS MUROS NO RESISTIERO­N. Constantin­o XI Paleólogo (abajo, su estatua) fue el último emperador bizantino antes de la caída de Constantin­opla en manos de los turcos en 1453.
LOS MUROS NO RESISTIERO­N. Constantin­o XI Paleólogo (abajo, su estatua) fue el último emperador bizantino antes de la caída de Constantin­opla en manos de los turcos en 1453.
 ??  ?? ENTRE EL MAR YLAS LLAMAS. En el siglo VIII, para proteger la ciudad se empleó el llamado “fuego griego”, una especie de lanzallama­s muy temido por los musulmanes. Arriba, un grabado que representa la escena.
ENTRE EL MAR YLAS LLAMAS. En el siglo VIII, para proteger la ciudad se empleó el llamado “fuego griego”, una especie de lanzallama­s muy temido por los musulmanes. Arriba, un grabado que representa la escena.

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