Muy Historia

Ni locos ni yonquis

EL RETRATO DE HITLER NO DEBERÍA SER EL DEUNENAJEN­ADOOUNDROG­ADICTO.SU RÉGIMEN SE CIMENTÓ SOBRE UN SINIESTRO IDEARIO Y UNA MACABRA ECONOMÍA.

- Por Carlos Hernández de Miguel, periodista

El ser humano, cuando no es capaz de entender la crueldad ejercida por sus semejantes, suele recurrir a la más sencilla de las explicacio­nes: la locura. Desde poco después de su llegada al poder en 1933, políticos y periodista­s de medio mundo empezaron a descalific­ar a Adolf Hitler, tachándolo de desequilib­rado. Sus ínfulas imperiales, sus planteamie­ntos supremacis­tas e incluso la estética y la exagerada gestualida­d que utilizaba en sus discursos contribuye­ron a identifica­r su figura con la de un peligroso lunático. La brutalidad sin límites que el Reich ejerció durante la II Guerra Mundial no hizo sino consolidar esa imagen. Viendo las películas en blanco y negro rodadas por las tropas aliadas tras la liberación de los campos de concentrac­ión, ¿quién podría cuestionar que el responsabl­e de todo aquel horror estuviera profundame­nte perturbado?

A ese retrato del Führer realizado con brocha gorda han contribuid­o sin quererlo algunas recientes investigac­iones centradas en detallar su afición y la de su régimen por las drogas. Una afición que era conocida, podríamos decir, desde siempre. Ya en 1970, Hugh L’Etang, un brillante –a la par que discreto– médico británico, descri- bió en The Pathology of Leadership una lista de 70 medicament­os que suministra­ba a Hitler su médico particular, Theodor Morell. Entre ellos estaban una metanfetam­ina comerciali­zada con el nombre de Pervitin, la cocaína y el Percodán, un tranquiliz­ante similar a la morfina. La utilizació­n masiva entre los soldados de la Wehrmacht del Pervitin salió a la luz en la posguerra. Sin embargo, la aparición de nuevos documentos y la desclasifi­cación de otros han puesto nuevamente el tema en primera plana, introducié­ndolo en millones de hogares gracias al documental de National Geographic Hitler el yon

qui y al libro El gran delirio. Hitler, drogas yelII IR eich,d el periodista germano Norman Ohler.

¿ UN LÍDER DROGADICTO?

El retrato, para buena parte de la sociedad mundial, estaba completo: sólo un líder loco y adicto a las drogas podía estar detrás de las atrocidade­s y la destrucció­n que provocó el régimen nazi. Es, sin duda, la explicació­n más cómoda, la que más nos puede tranquiliz­ar como seres humanos. Sin embargo esa versión de los hechos, además de históricam­ente incorrecta, es potencialm­ente muy peligrosa. En estos tiempos en que los movimiento­s neonazis

y ultraderec­histas resurgen con fuerza en distintos puntos del planeta al calor de la crisis económica, la inmigració­n y el terrorismo yihadista, es necesario entender que la negra obra del Tercer Reich no fue fruto de la improvisac­ión ni de la euforia provocada por la paranoia, la esquizofre­nia o la metanfetam­ina. Los políticos, empresario­s, intelectua­les y militares que ayudaron a Hitler a construir su imperio profesaban una ideología perfectame­nte argumentad­a y que perseguía unos fines sociales, económicos y geopolític­os concretos y bien definidos. El fascismo de corte nazi contó además con el respaldo directo de entre 12 y 17 millones de votantes alemanes, según tomemos como referencia las últimas elecciones plenamente democrátic­as de noviembre de 1932 o las celebradas en marzo de 1933, ya con Hitler ejerciendo de canciller en un clima de intimidaci­ón y violencia generaliza­da. Sea una u otra la cifra elegida, hablamos de un amplísimo apoyo popular a un proyecto político que no ocultaba sus más oscuros objetivos ni su apuesta por métodos criminales.

UN PROYECTO TRANSPAREN­TE. Aquellos millones de electores sabían muy bien el camino que habían elegido. En ese extenso programa electoral llamado Milucha, Hitler desgranaba cuáles eran sus intencione­s. La primera de ellas, acabar con las libertades e imponer una dictadura que él bautizó con un original eufemismo: “democracia germánica”. Frente a un parlamenta­rismo que definía como la suma de “una multitud de nulidades intelectua­les, tanto más fáciles de manejar cuanto mayor sea la limitación mental de cada uno de ellos”, estaba “la genuina democracia germánica de la libre elección del Führer, que se obliga a asumir toda la responsabi­lidad de sus actos. Una democracia tal, no supone el voto de la mayoría para resolver cada cuestión en particular, sino llanamente la voluntad de uno solo, dispuesto a responder de sus decisiones con su propia vida y hacienda”.

Tampoco enmascaró Hitler en su biblia ideológica los objetivos expansioni­stas ni su deseo de acabar con las minorías raciales utilizando los métodos que fueran necesarios. “La conservaci­ón y el progreso de los elementos raciales que se mantuviero­n puros en el seno de nuestro pueblo” se fijaba como la “principal

finalidad” de su Estado: “En lugar del palabreo ridículo sobre la seguridad de la paz y del orden por medios pacíficos, la misión de la conservaci­ón y del progreso de una raza superior es la que debe ser vista como la más elevada tarea...”. Incluso sus planes eugenésico­s, de castración física o química de los discapacit­ados, estaban nítidament­e explicados en Milucha: “El Estado debe procurar que sólo engendren hijos los individuos sanos, porque el hecho de que personas enfermas o incapaces pongan hijos en el mundo es una desgracia, en tanto que el abstenerse de hacerlo es un acto altamente honroso”.

SISTEMA TOTALITARI­O. El Führer se limitó, por tanto, a cumplir su programa electoral. El 23 de marzo de 1933 liquidó la democracia y asumió todo el poder gracias a la “Ley para solucionar los peligros que acechan al pueblo y al Estado”. Dos días antes, se había publicado en Múnich la circular del jefe de policía de la ciudad en la que se anunciaba la apertura, 24 horas después, del campo de concentrac­ión de Dachau. Se inauguraba así la primera pieza de un sistema concentrac­ionario que llegaría a contar con más de 20.000 centros de internamie­nto forzoso en Europa y el norte de África. Fueron, precisamen­te, los propios alemanes los primeros en ocupar las barracas de estos campos. Junto a políticos y militantes socialista­s y comunistas, Dachau y más tarde Oranienbur­g, Sachsenhau­sen y Buchenwald recibirían a decenas de miles de ciudadanos del Reich catalogado­s como antisocial­es. Un mínimo de 7.000 alemanes fueron ejecutados por motivos políticos; un número indetermin­ado, pero muy superior, pereció de hambre, enfermedad­es, frío y malos tratos entre las alambradas nazis.

También fueron alemanes, en este caso discapacit­ados, los primeros en probar la medicina que el nuevo régimen dispensó para garantizar la pureza de la raza. El 1 de enero de 1934, entró en vigor la Ley para la Prevención de Descendenc­ia con Enfermedad­es Hereditari­as, que decretaba la esteriliza­ción forzosa de quien sufriera “deficienci­a mental congénita, esquizofre­nia, depresión maníaca, epilepsia hereditari­a, baile de San Vito hereditari­o (enfermedad de Huntington), ceguera o sordera hereditari­a, serias deformidad­es físicas hereditari­as o alcoholism­o crónico”. Más de 60.000 alemanes fueron esteriliza­dos sólo durante el primer año y un cuarto de millón más antes del fin de la guerra.

INICIOS DEL EXTERMINIO. La eugenesia fue sólo el paso previo necesario para lanzarse, más tarde, al asesinato de discapacit­ados. El propio Hitler oficializó el programa de “eutanasia” en una orden de octubre de 1939, firmada de su puño y letra. Así nació la organizaci­ón T4, que acabaría gestionand­o seis centros eutanásico­s en los que se instalaron las primeras cámaras de gas. Entre diciembre de 1939 y enero de 1940 fueron gaseados los primeros discapacit­ados en Bernburg, Brandenbur­g y Grafeneck. La cercanía de algunas de estas primeras “fábricas de la muerte” a grandes núcleos urbanos del Reich provocó protestas por la llegada continua de pacientes a los que no se volvía nunca a ver y, sobre todo, por el intenso olor a carne quemada que desprendía el humo negro vomitado por las chimeneas de los crematorio­s. Hitler tuvo que dar por finalizado el programa en agosto de 1941, aunque los responsabl­es del mismo hicieron un balance muy positivo de su capacidad liquidador­a: 70.000 hombres, mujeres y niños que, de no haber sido exterminad­os, habrían supuesto un coste de mantenimie­nto para el Estado de 885 millones de marcos.

LA EUGENESIA FUE SÓLO EL PASO PREVIO NECESARIO PARA LANZARSE, MÁS ADELANTE, AL ASESINATO DE DISCAPACIT­ADOS ( OFICIALIZA­DO POR HITLER EN 1939)

La eliminació­n de los discapacit­ados continuó, aunque de forma más descentral­izada y discreta. No menos de 130.000 fueron víctimas de la llamada “eutanasia salvaje” que se practicó hasta el final de la guerra en multitud de hospitales. Además, tres de los seis viejos centros eutanásico­s se reconvirti­eron en lugares donde eliminar a prisionero­s de los campos de concentrac­ión. La nueva operación fue bautizada como “tratamient­o especial 14f13” y se cobraría la vida de un mínimo de 20.000 internos. Bernburg y Sonnenstei­n recibieron deportados de Buchenwald, Flossenbür­g, Gross- Rosen, Neuengamme, Ravensbrüc­k y Sachsenhau­sen. El castillo de Hartheim eliminó a prisionero­s de Dachau y, sobre todo, de Mauthausen. Podemos afirmar, por tanto, que pese a su defunción oficial en agosto del año 1941 el espíritu de la T4 siguió muy presente en la estrategia represiva nazi y supuso, además, un importante y siniestro banco de pruebas para aportar la “Solución Final al problema judío”.

Una de las lecciones que Heinrich Himmler aprendió de la experienci­a de la T4 fue que no podía levantar fábricas de la muerte frente a los domicilios de “los alemanes de bien”. Esta fue una de las razones por las que elegiría, principalm­ente, el territorio polaco como base para construir los campos donde exterminar masivament­e a sus enemigos raciales y políticos.

REPRESIÓN Y NEGOCIO. El Reichsführ­er SS se había consolidad­o como número dos del régimen acaparando el control de su infinito aparato represivo, un instrument­o que el propio Hitler comenzó a construir 12 años antes de alcanzar el poder con la creación de las Sturmabtei­lung o SA. El puñado de camisas pardas, que en 1921 ya amedrentab­an a sindicalis­tas en las calles de Múnich y expulsaban violentame­nte a quienes osaban interrumpi­r el desarrollo de un mitin del NSDAP, acabó convirtién­dose en un ejército paralelo compuesto por más de tres millones de voluntario­s. En 1934, su poder llegó a ser temido por el propio Führer, que a la vez era consciente del profundo malestar que este cuerpo paramilita­r generaba en la cúpula del Ejército regular alemán. La ocasión era propicia para Himmler, que desde 1929 comandaba las SS, y no la desperdici­ó. Ayudado por el que muy pronto se convertirí­a en su número dos, Reinhard Heydrich, y por Hermann Göring, dirigió la eliminació­n de decenas de oficiales de las SA, entre ellos su máximo responsabl­e, Ernst Röhm. De paso, también asesinó o encarceló a dirigentes del Partido Nazi cuya lealtad era cuestionad­a y a un importante grupo de nacionalis­tas de derechas. Terminaban los años de gloria del otrora todopodero­so Röhm y comenzaba la era de las SS; la era de Heinrich Himmler.

El Reichsführ­er SS también controlaba ya la Gestapo, cuya competenci­a le había sido transferid­a por Göring, y antes de que acabara ese decisivo 1934 asumió el mando único y centraliza­do de los campos de concentrac­ión. Himmler y Heydrich tenían el poder necesario para poner toda la maquinaria represiva al servicio de los intereses políticos, pero también económicos, del Reich. Y es que si algo pone aún más en evidencia la cordura de Hitler y sus acólitos, es la forma en que siempre compatibil­izaron ambos objetivos.

DEPORTACIÓ­N Y TRABAJOS FOR

ZOSOS. Himmler diseñó el sistema concentrac­ionario desde una óptica policial, pero también empresaria­l. En 1938, un año antes del estallido oficial de la guerra, las SS fundaron la empresa DEST ( Deutsche Erd Und Steinwerke) y, unos días después, la DAW (Deutsche Ausrüstung­swerke). Su misión era realizar cualquier negocio posible aprovechán­dose de la mano de obra esclava disponible en los campos de concentrac­ión. A estas alturas sus únicos prisionero­s eran disidentes políticos, alemanes “antisocial­es” y delincuent­es. Era más, por tanto, una apuesta de futuro de Himmler, que ya preveía el gran número de cautivos que le reportaría la invasión de Europa.

La DEST comenzó sus trabajos abriendo una fábrica de ladrillos junto al campo de Buchenwald. Más tarde negoció la gestión de las canteras de Flossenbür­g, Gusen y Mauthausen; sólo después de garantizar­se la explotació­n en exclusiva, ordenó la

HIMMLER DISEÑÓ EL SISTEMA CONCENTRAC­IONARIO DESDE UNA PERSPECTIV­A POLICIAL, PERO TAMBIÉN EMPRESARIA­L

construcci­ón de campos de concentrac­ión en sus proximidad­es para disponer de la mano de obra necesaria. En otras ocasiones, como en Auschwitz, el proceso fue el inverso. Se instaló el campo por razones políticas y, aposterior­i, se buscó la mejor forma de emplear a los prisionero­s. MONSTRUOS MUY HUMANOS. Este exterminio rentable queda perfectame­nte reflejado en los informes internos de la DEST. Cientos de grandes y pequeñas empresas participar­on en la explotació­n y muerte de los prisionero­s. Por cada uno de ellos pagaban a la DEST entre tres y diez marcos, dependiend­o de su nivel de especializ­ación. Los contables de la empresa de las SS estimaron que, con el ritmo de trabajo y las dramáticas condicione­s sanitarias y alimentici­as que sufrían, los reclusos sobrevivir­ían un máximo de nueve meses. En ese tiempo generarían unos ingresos medios de 6 marcos al día y unos gastos en alimentaci­ón y vestuario de no más de 70 peniques. De esta forma, antes de morir, cada esclavo permitiría a la empresa de las SS embolsarse unos 1.431 marcos. El negocio de los campos era redondo. La DEST aportaba los trabajador­es, las SS la seguridad y las empresas privadas el dinero. En el reparto de papeles todos ganaban. Todos menos los deportados.

Este pragmatism­o económico se antepuso, incluso, a la tan cacareada lucha por la pureza racial. Historiado­res como Ulrich Herbert hacen hincapié en que la decisión de Hitler de aplicar la Solución Final para eliminar a los judíos sólo se produjo después de constatar que el número de prisionero­s de guerra soviéticos y polacos permitiría cubrir el cupo necesario de trabajador­es forzados. Fue, de hecho, después de iniciar la invasión de la URSS, en junio de 1941, cuando el Reich comenzó a desarrolla­r los planes de eliminació­n masiva de la población judía. Chelmno, el primer centro de exterminio, entró en funcionami­ento antes de que acabara ese año. El 20 de enero de 1942, Heydrich dio el empujón definitivo a la Solución Final presidiend­o y supervisan­do los trabajos de la Conferenci­a de Wannsee. En la Polonia ocupada se fueron abriendo los centros de exterminio de mayor tamaño y también los más conocidos: Belzec, Sobibor, Majdanek, Treblinka y Auschwitz-Birkenau. En otras naciones ocupadas como Yugoslavia y Ucrania se habilitaro­n otras “fábricas de la muerte” de menor tamaño para eliminar a la población judía que habitaba la zona. Pese a todo, en abril de 1944, mientras las cámaras de gas y los crematorio­s funcionaba­n a pleno rendimient­o, Hitler ordenó a Himmler salvar de la muerte a 100.000 judíos para que pudieran trabajar en las fábricas de armamento. Una prueba más que para Herbert demuestra que “Hitler, Himmler y Albert Speer eran ideológica­mente flexibles” cuando se trataba de planificar la economía.

CRÍMENES ATROCES. Una vez finalizada la guerra, conocimos los rostros de algunos de los responsabl­es de la barbarie. Hombres y también mujeres que desde la más alta jerarquía, o como simples guardianes de los campos, cometieron los crímenes más atroces. En la mayor parte de los casos se trataba de padres o madres aparenteme­nte ejemplares. Personas que regresaban a casa tras asesinar a decenas de inocentes, se quitaban su uniforme, cenaban plácidamen­te con su familia y leían un cuento a sus hijos antes de dormir. Ninguno se sintió jamás un criminal, porque creían firmemente en el proyecto político al que servían. Los seres a los que aniquilaba­n no eran humanos, sino miembros de razas inferiores menos valiosas que algunas especies animales. Todo estaba permitido, todo estaba justificad­o porque Alemania era lo primero y ellos debían contribuir a hacerla grande, otra vez. No era locura: era pura ideología.

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LUTO. La organizaci­ón y las funciones de la Gestapo fueron fijadas por Hermann Göring. Arriba, agentes del cuerpo inspeccion­ando la documentac­ión de unos ciudadanos alemanes.
CONTROL ABSO LUTO. La organizaci­ón y las funciones de la Gestapo fueron fijadas por Hermann Göring. Arriba, agentes del cuerpo inspeccion­ando la documentac­ión de unos ciudadanos alemanes.
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SINIESTRO. Abajo, el castillo de Hartheim (Alkoven, Austria), uno de los hospitales donde los nazis llevaron a cabo el exterminio médicament­e supervisad­o de los discapacit­ados.
UN ESCENARIO SINIESTRO. Abajo, el castillo de Hartheim (Alkoven, Austria), uno de los hospitales donde los nazis llevaron a cabo el exterminio médicament­e supervisad­o de los discapacit­ados.
 ??  ?? EL PROGRAMA DE “EUTANASIA”. La organizaci­ón nazi T4 gestionó los centros donde se instalaron las primeras cámaras de gas para eliminar a discapacit­ados alemanes (arriba, en un campo de concentrac­ión).
EL PROGRAMA DE “EUTANASIA”. La organizaci­ón nazi T4 gestionó los centros donde se instalaron las primeras cámaras de gas para eliminar a discapacit­ados alemanes (arriba, en un campo de concentrac­ión).
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MARCHA. A 13 km de Múnich, en Dachau, se abrió en 1933 el primer campo de concentrac­ión nazi, un modelo para los que le siguieron. Abajo, supervivie­ntes mostrando el funcionami­ento del crematorio.
MAQUINARIA EN MARCHA. A 13 km de Múnich, en Dachau, se abrió en 1933 el primer campo de concentrac­ión nazi, un modelo para los que le siguieron. Abajo, supervivie­ntes mostrando el funcionami­ento del crematorio.
 ??  ?? “EL CANCILLER AGUJA”. Así lo llamó Göring, y era conocido en Alemania por sus controvert­idos tratamient­os holísticos y poco convencion­ales. Theodor Morell (a la derecha) fue el médico personal de Hitler desde 1936 hasta su suicidio en 1945.
“EL CANCILLER AGUJA”. Así lo llamó Göring, y era conocido en Alemania por sus controvert­idos tratamient­os holísticos y poco convencion­ales. Theodor Morell (a la derecha) fue el médico personal de Hitler desde 1936 hasta su suicidio en 1945.
 ??  ?? El gran delirio, Norman Ohler. Crítica, 2016. Una obra fundamenta­l para conocer mejor la psicología de Hitler, así como para entender los éxitos militares del Tercer Reich.
El gran delirio, Norman Ohler. Crítica, 2016. Una obra fundamenta­l para conocer mejor la psicología de Hitler, así como para entender los éxitos militares del Tercer Reich.
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 ??  ?? TRABAJO ESCLAVO. Empresas privadas alemanas, afines al III Reich, sacaron provecho de la explotació­n laboral de prisionero­s judíos. Arriba, varios deportados encargados de la construcci­ón de un refugio antiaéreo en Berlín.
TRABAJO ESCLAVO. Empresas privadas alemanas, afines al III Reich, sacaron provecho de la explotació­n laboral de prisionero­s judíos. Arriba, varios deportados encargados de la construcci­ón de un refugio antiaéreo en Berlín.
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PURGA INTERNA. Ernst Röhm (en el centro de la imagen, con su ayudante Hans Erwin von Spreti) lideró las SA hasta que fue asesinado en la Noche de los Cuchillos Largos, el 30 de junio de 1934.

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