Ni locos ni yonquis
EL RETRATO DE HITLER NO DEBERÍA SER EL DEUNENAJENADOOUNDROGADICTO.SU RÉGIMEN SE CIMENTÓ SOBRE UN SINIESTRO IDEARIO Y UNA MACABRA ECONOMÍA.
El ser humano, cuando no es capaz de entender la crueldad ejercida por sus semejantes, suele recurrir a la más sencilla de las explicaciones: la locura. Desde poco después de su llegada al poder en 1933, políticos y periodistas de medio mundo empezaron a descalificar a Adolf Hitler, tachándolo de desequilibrado. Sus ínfulas imperiales, sus planteamientos supremacistas e incluso la estética y la exagerada gestualidad que utilizaba en sus discursos contribuyeron a identificar su figura con la de un peligroso lunático. La brutalidad sin límites que el Reich ejerció durante la II Guerra Mundial no hizo sino consolidar esa imagen. Viendo las películas en blanco y negro rodadas por las tropas aliadas tras la liberación de los campos de concentración, ¿quién podría cuestionar que el responsable de todo aquel horror estuviera profundamente perturbado?
A ese retrato del Führer realizado con brocha gorda han contribuido sin quererlo algunas recientes investigaciones centradas en detallar su afición y la de su régimen por las drogas. Una afición que era conocida, podríamos decir, desde siempre. Ya en 1970, Hugh L’Etang, un brillante –a la par que discreto– médico británico, descri- bió en The Pathology of Leadership una lista de 70 medicamentos que suministraba a Hitler su médico particular, Theodor Morell. Entre ellos estaban una metanfetamina comercializada con el nombre de Pervitin, la cocaína y el Percodán, un tranquilizante similar a la morfina. La utilización masiva entre los soldados de la Wehrmacht del Pervitin salió a la luz en la posguerra. Sin embargo, la aparición de nuevos documentos y la desclasificación de otros han puesto nuevamente el tema en primera plana, introduciéndolo en millones de hogares gracias al documental de National Geographic Hitler el yon
qui y al libro El gran delirio. Hitler, drogas yelII IR eich,d el periodista germano Norman Ohler.
¿ UN LÍDER DROGADICTO?
El retrato, para buena parte de la sociedad mundial, estaba completo: sólo un líder loco y adicto a las drogas podía estar detrás de las atrocidades y la destrucción que provocó el régimen nazi. Es, sin duda, la explicación más cómoda, la que más nos puede tranquilizar como seres humanos. Sin embargo esa versión de los hechos, además de históricamente incorrecta, es potencialmente muy peligrosa. En estos tiempos en que los movimientos neonazis
y ultraderechistas resurgen con fuerza en distintos puntos del planeta al calor de la crisis económica, la inmigración y el terrorismo yihadista, es necesario entender que la negra obra del Tercer Reich no fue fruto de la improvisación ni de la euforia provocada por la paranoia, la esquizofrenia o la metanfetamina. Los políticos, empresarios, intelectuales y militares que ayudaron a Hitler a construir su imperio profesaban una ideología perfectamente argumentada y que perseguía unos fines sociales, económicos y geopolíticos concretos y bien definidos. El fascismo de corte nazi contó además con el respaldo directo de entre 12 y 17 millones de votantes alemanes, según tomemos como referencia las últimas elecciones plenamente democráticas de noviembre de 1932 o las celebradas en marzo de 1933, ya con Hitler ejerciendo de canciller en un clima de intimidación y violencia generalizada. Sea una u otra la cifra elegida, hablamos de un amplísimo apoyo popular a un proyecto político que no ocultaba sus más oscuros objetivos ni su apuesta por métodos criminales.
UN PROYECTO TRANSPARENTE. Aquellos millones de electores sabían muy bien el camino que habían elegido. En ese extenso programa electoral llamado Milucha, Hitler desgranaba cuáles eran sus intenciones. La primera de ellas, acabar con las libertades e imponer una dictadura que él bautizó con un original eufemismo: “democracia germánica”. Frente a un parlamentarismo que definía como la suma de “una multitud de nulidades intelectuales, tanto más fáciles de manejar cuanto mayor sea la limitación mental de cada uno de ellos”, estaba “la genuina democracia germánica de la libre elección del Führer, que se obliga a asumir toda la responsabilidad de sus actos. Una democracia tal, no supone el voto de la mayoría para resolver cada cuestión en particular, sino llanamente la voluntad de uno solo, dispuesto a responder de sus decisiones con su propia vida y hacienda”.
Tampoco enmascaró Hitler en su biblia ideológica los objetivos expansionistas ni su deseo de acabar con las minorías raciales utilizando los métodos que fueran necesarios. “La conservación y el progreso de los elementos raciales que se mantuvieron puros en el seno de nuestro pueblo” se fijaba como la “principal
finalidad” de su Estado: “En lugar del palabreo ridículo sobre la seguridad de la paz y del orden por medios pacíficos, la misión de la conservación y del progreso de una raza superior es la que debe ser vista como la más elevada tarea...”. Incluso sus planes eugenésicos, de castración física o química de los discapacitados, estaban nítidamente explicados en Milucha: “El Estado debe procurar que sólo engendren hijos los individuos sanos, porque el hecho de que personas enfermas o incapaces pongan hijos en el mundo es una desgracia, en tanto que el abstenerse de hacerlo es un acto altamente honroso”.
SISTEMA TOTALITARIO. El Führer se limitó, por tanto, a cumplir su programa electoral. El 23 de marzo de 1933 liquidó la democracia y asumió todo el poder gracias a la “Ley para solucionar los peligros que acechan al pueblo y al Estado”. Dos días antes, se había publicado en Múnich la circular del jefe de policía de la ciudad en la que se anunciaba la apertura, 24 horas después, del campo de concentración de Dachau. Se inauguraba así la primera pieza de un sistema concentracionario que llegaría a contar con más de 20.000 centros de internamiento forzoso en Europa y el norte de África. Fueron, precisamente, los propios alemanes los primeros en ocupar las barracas de estos campos. Junto a políticos y militantes socialistas y comunistas, Dachau y más tarde Oranienburg, Sachsenhausen y Buchenwald recibirían a decenas de miles de ciudadanos del Reich catalogados como antisociales. Un mínimo de 7.000 alemanes fueron ejecutados por motivos políticos; un número indeterminado, pero muy superior, pereció de hambre, enfermedades, frío y malos tratos entre las alambradas nazis.
También fueron alemanes, en este caso discapacitados, los primeros en probar la medicina que el nuevo régimen dispensó para garantizar la pureza de la raza. El 1 de enero de 1934, entró en vigor la Ley para la Prevención de Descendencia con Enfermedades Hereditarias, que decretaba la esterilización forzosa de quien sufriera “deficiencia mental congénita, esquizofrenia, depresión maníaca, epilepsia hereditaria, baile de San Vito hereditario (enfermedad de Huntington), ceguera o sordera hereditaria, serias deformidades físicas hereditarias o alcoholismo crónico”. Más de 60.000 alemanes fueron esterilizados sólo durante el primer año y un cuarto de millón más antes del fin de la guerra.
INICIOS DEL EXTERMINIO. La eugenesia fue sólo el paso previo necesario para lanzarse, más tarde, al asesinato de discapacitados. El propio Hitler oficializó el programa de “eutanasia” en una orden de octubre de 1939, firmada de su puño y letra. Así nació la organización T4, que acabaría gestionando seis centros eutanásicos en los que se instalaron las primeras cámaras de gas. Entre diciembre de 1939 y enero de 1940 fueron gaseados los primeros discapacitados en Bernburg, Brandenburg y Grafeneck. La cercanía de algunas de estas primeras “fábricas de la muerte” a grandes núcleos urbanos del Reich provocó protestas por la llegada continua de pacientes a los que no se volvía nunca a ver y, sobre todo, por el intenso olor a carne quemada que desprendía el humo negro vomitado por las chimeneas de los crematorios. Hitler tuvo que dar por finalizado el programa en agosto de 1941, aunque los responsables del mismo hicieron un balance muy positivo de su capacidad liquidadora: 70.000 hombres, mujeres y niños que, de no haber sido exterminados, habrían supuesto un coste de mantenimiento para el Estado de 885 millones de marcos.
LA EUGENESIA FUE SÓLO EL PASO PREVIO NECESARIO PARA LANZARSE, MÁS ADELANTE, AL ASESINATO DE DISCAPACITADOS ( OFICIALIZADO POR HITLER EN 1939)
La eliminación de los discapacitados continuó, aunque de forma más descentralizada y discreta. No menos de 130.000 fueron víctimas de la llamada “eutanasia salvaje” que se practicó hasta el final de la guerra en multitud de hospitales. Además, tres de los seis viejos centros eutanásicos se reconvirtieron en lugares donde eliminar a prisioneros de los campos de concentración. La nueva operación fue bautizada como “tratamiento especial 14f13” y se cobraría la vida de un mínimo de 20.000 internos. Bernburg y Sonnenstein recibieron deportados de Buchenwald, Flossenbürg, Gross- Rosen, Neuengamme, Ravensbrück y Sachsenhausen. El castillo de Hartheim eliminó a prisioneros de Dachau y, sobre todo, de Mauthausen. Podemos afirmar, por tanto, que pese a su defunción oficial en agosto del año 1941 el espíritu de la T4 siguió muy presente en la estrategia represiva nazi y supuso, además, un importante y siniestro banco de pruebas para aportar la “Solución Final al problema judío”.
Una de las lecciones que Heinrich Himmler aprendió de la experiencia de la T4 fue que no podía levantar fábricas de la muerte frente a los domicilios de “los alemanes de bien”. Esta fue una de las razones por las que elegiría, principalmente, el territorio polaco como base para construir los campos donde exterminar masivamente a sus enemigos raciales y políticos.
REPRESIÓN Y NEGOCIO. El Reichsführer SS se había consolidado como número dos del régimen acaparando el control de su infinito aparato represivo, un instrumento que el propio Hitler comenzó a construir 12 años antes de alcanzar el poder con la creación de las Sturmabteilung o SA. El puñado de camisas pardas, que en 1921 ya amedrentaban a sindicalistas en las calles de Múnich y expulsaban violentamente a quienes osaban interrumpir el desarrollo de un mitin del NSDAP, acabó convirtiéndose en un ejército paralelo compuesto por más de tres millones de voluntarios. En 1934, su poder llegó a ser temido por el propio Führer, que a la vez era consciente del profundo malestar que este cuerpo paramilitar generaba en la cúpula del Ejército regular alemán. La ocasión era propicia para Himmler, que desde 1929 comandaba las SS, y no la desperdició. Ayudado por el que muy pronto se convertiría en su número dos, Reinhard Heydrich, y por Hermann Göring, dirigió la eliminación de decenas de oficiales de las SA, entre ellos su máximo responsable, Ernst Röhm. De paso, también asesinó o encarceló a dirigentes del Partido Nazi cuya lealtad era cuestionada y a un importante grupo de nacionalistas de derechas. Terminaban los años de gloria del otrora todopoderoso Röhm y comenzaba la era de las SS; la era de Heinrich Himmler.
El Reichsführer SS también controlaba ya la Gestapo, cuya competencia le había sido transferida por Göring, y antes de que acabara ese decisivo 1934 asumió el mando único y centralizado de los campos de concentración. Himmler y Heydrich tenían el poder necesario para poner toda la maquinaria represiva al servicio de los intereses políticos, pero también económicos, del Reich. Y es que si algo pone aún más en evidencia la cordura de Hitler y sus acólitos, es la forma en que siempre compatibilizaron ambos objetivos.
DEPORTACIÓN Y TRABAJOS FOR
ZOSOS. Himmler diseñó el sistema concentracionario desde una óptica policial, pero también empresarial. En 1938, un año antes del estallido oficial de la guerra, las SS fundaron la empresa DEST ( Deutsche Erd Und Steinwerke) y, unos días después, la DAW (Deutsche Ausrüstungswerke). Su misión era realizar cualquier negocio posible aprovechándose de la mano de obra esclava disponible en los campos de concentración. A estas alturas sus únicos prisioneros eran disidentes políticos, alemanes “antisociales” y delincuentes. Era más, por tanto, una apuesta de futuro de Himmler, que ya preveía el gran número de cautivos que le reportaría la invasión de Europa.
La DEST comenzó sus trabajos abriendo una fábrica de ladrillos junto al campo de Buchenwald. Más tarde negoció la gestión de las canteras de Flossenbürg, Gusen y Mauthausen; sólo después de garantizarse la explotación en exclusiva, ordenó la
HIMMLER DISEÑÓ EL SISTEMA CONCENTRACIONARIO DESDE UNA PERSPECTIVA POLICIAL, PERO TAMBIÉN EMPRESARIAL
construcción de campos de concentración en sus proximidades para disponer de la mano de obra necesaria. En otras ocasiones, como en Auschwitz, el proceso fue el inverso. Se instaló el campo por razones políticas y, aposteriori, se buscó la mejor forma de emplear a los prisioneros. MONSTRUOS MUY HUMANOS. Este exterminio rentable queda perfectamente reflejado en los informes internos de la DEST. Cientos de grandes y pequeñas empresas participaron en la explotación y muerte de los prisioneros. Por cada uno de ellos pagaban a la DEST entre tres y diez marcos, dependiendo de su nivel de especialización. Los contables de la empresa de las SS estimaron que, con el ritmo de trabajo y las dramáticas condiciones sanitarias y alimenticias que sufrían, los reclusos sobrevivirían un máximo de nueve meses. En ese tiempo generarían unos ingresos medios de 6 marcos al día y unos gastos en alimentación y vestuario de no más de 70 peniques. De esta forma, antes de morir, cada esclavo permitiría a la empresa de las SS embolsarse unos 1.431 marcos. El negocio de los campos era redondo. La DEST aportaba los trabajadores, las SS la seguridad y las empresas privadas el dinero. En el reparto de papeles todos ganaban. Todos menos los deportados.
Este pragmatismo económico se antepuso, incluso, a la tan cacareada lucha por la pureza racial. Historiadores como Ulrich Herbert hacen hincapié en que la decisión de Hitler de aplicar la Solución Final para eliminar a los judíos sólo se produjo después de constatar que el número de prisioneros de guerra soviéticos y polacos permitiría cubrir el cupo necesario de trabajadores forzados. Fue, de hecho, después de iniciar la invasión de la URSS, en junio de 1941, cuando el Reich comenzó a desarrollar los planes de eliminación masiva de la población judía. Chelmno, el primer centro de exterminio, entró en funcionamiento antes de que acabara ese año. El 20 de enero de 1942, Heydrich dio el empujón definitivo a la Solución Final presidiendo y supervisando los trabajos de la Conferencia de Wannsee. En la Polonia ocupada se fueron abriendo los centros de exterminio de mayor tamaño y también los más conocidos: Belzec, Sobibor, Majdanek, Treblinka y Auschwitz-Birkenau. En otras naciones ocupadas como Yugoslavia y Ucrania se habilitaron otras “fábricas de la muerte” de menor tamaño para eliminar a la población judía que habitaba la zona. Pese a todo, en abril de 1944, mientras las cámaras de gas y los crematorios funcionaban a pleno rendimiento, Hitler ordenó a Himmler salvar de la muerte a 100.000 judíos para que pudieran trabajar en las fábricas de armamento. Una prueba más que para Herbert demuestra que “Hitler, Himmler y Albert Speer eran ideológicamente flexibles” cuando se trataba de planificar la economía.
CRÍMENES ATROCES. Una vez finalizada la guerra, conocimos los rostros de algunos de los responsables de la barbarie. Hombres y también mujeres que desde la más alta jerarquía, o como simples guardianes de los campos, cometieron los crímenes más atroces. En la mayor parte de los casos se trataba de padres o madres aparentemente ejemplares. Personas que regresaban a casa tras asesinar a decenas de inocentes, se quitaban su uniforme, cenaban plácidamente con su familia y leían un cuento a sus hijos antes de dormir. Ninguno se sintió jamás un criminal, porque creían firmemente en el proyecto político al que servían. Los seres a los que aniquilaban no eran humanos, sino miembros de razas inferiores menos valiosas que algunas especies animales. Todo estaba permitido, todo estaba justificado porque Alemania era lo primero y ellos debían contribuir a hacerla grande, otra vez. No era locura: era pura ideología.