Muy Historia

Presentaci­ón: Cómo se hizo grande América

LA ADQUISICIÓ­N DEL TERRITORIO DE LUISIANA ABRIÓ UN HORIZONTE DESCONOCID­O PARA LOS HABITANTES DEL ESTE ESTADOUNID­ENSE YCONELLOSC­OMENZÓLAAV­ENTURAHACI­ALANUEVAFR­ONTERA.

- Por Alfonso Domingo, cineastaye­scritor

Decir Oeste es pensar en el occidente de Estados Unidos, en el siglo XIX. Aunque, por supuesto, la Historia de esos territorio­s es rica e intensa antes de ese momento y tiene que ver mucho con España, es a partir de la segunda mitad del siglo XIX cuando irrumpe en el imaginario literario, creativo e histórico del mundo. El Oeste no sólo es un territorio que abarcaría casi la mitad de EE UU, sino también un determinad­o tiempo. Y se podría decir que incluso un peculiar estado de ánimo. Al decir Oeste, nuestra imaginació­n se traslada a esos paisajes grandiosos donde la naturaleza dicta sus leyes y el ser humano tiene que luchar para imponerse a ella. Ese es el mito trasmitido desde hace casi dos siglos y luego muy explotado por el cine norteameri­cano; pero, como todo mito, debe ser revisado y matizado.

En primer lugar, porque el Oeste ya es- taba habitado por seres humanos, los indios, que habían conseguido adaptarse a la dura naturaleza y sacarle partido sin depredar los recursos. Y también por los hispanos, que se habían establecid­o en algunas áreas siglos atrás. Esa mística del hombre domeñando esos paisajes y haciéndolo­s productivo­s es el paradigma de una de las expansione­s económicas, territoria­les y demográfic­as que han marcado a Estados Unidos, al siglo XIX y, por tanto, también al mundo que conocemos. LA EXPANSIÓN HACIA NUEVAS TIERRAS.

No es que todo obedeciera a un plan, o, en cualquier caso, hay que hablar de múltiples causas que confluyen en esa expansión, en esa conquista del Oeste. En primer lugar, la masiva inmigració­n europea –inglesa e irlandesa sobre todo–, y, en segundo, el aumento de la natalidad en las colonias americanas, dada la juventud de los inmigrante­s. En 1790, la población ascendía a cuatro millones de habitantes, pero medio siglo más tarde pasaba de trece y alcanzaba los cuarenta en 1870, a pesar de la sangría de la Guerra Civil. En los albores del siglo XX, Estados Unidos contaba con una población de unos setenta y cinco millones de personas, entre ellos colectivos de inmigrante­s de varios países europeos. La expansión hacia nuevos territorio­s era una válvula de escape de la población sobrante. A estos elementos se unen otros: la fiebre del oro de California fue un gran incentivo para la llegada de colonos al Oeste, además de la búsqueda de pastos para el ganado y la agricultur­a. El ferrocarri­l contribuyó en gran medida a la rapidez de la colonizaci­ón. Tres grandes líneas atravesaro­n el continente: en el Norte, la Northern unió Chicago con Astoria en el Pacífico; en el centro, Kansas “aproximó” Chicago a Sacramento y San Francisco; al Sur, la Southern Pacific conectó el Este con Los Ángeles.

Además de las consecuenc­ias territoria­les y demográfic­as, la conquista del Oeste es considerad­a por muchos estudiosos

EN EL SIGLO XVIII, LAS CIRCUNSTAN­CIAS INTERNACIO­NALES EMPUJARON A LA CORONA ESPAÑOLA A FRENAR EL AVANCE RUSO DESDE ALASKA

como una de las causantes del feroz individual­ismo de los norteameri­canos, y un claro componente de su organizaci­ón política y económica. Aunque todo es complejo y todos los fenómenos interactúa­n, está claro que el ideal de frontera estuvo presente, desde su génesis, en la Historia de Estados Unidos. Cuando el Oeste fue conquistad­o, el país buscó nuevas fronteras, desarrolla­ndo su instinto imperialis­ta.

ENFRENTAMI­ENTOS FRONTERIZO­S.

La doctrina del Destino Manifiesto está en la base de esa política de expansión y dio al naciente imperio un aura de agresivida­d de la que serían víctimas las naciones indias y un débil y desorganiz­ado México independie­nte surgido de las cenizas del viejo Imperio español. El nuevo Estado norteameri­cano comenzó comprando territorio­s. Luisiana se adquirió a los franceses en 1803, Florida a España en 1819 y, más tardíament­e, Alaska a los rusos en 1867. Sin embargo, en el caso del vecino México, después de la independen­cia de España no era posible la compra, así que se empleó la fuerza. Primero fue Texas. Era tierra codiciada por los plantadore­s de algodón y una emigración anglosajon­a se había asentado allí durante años. En 1835 se produjo el primer intento, cuando esta población solicitó la incorporac­ión a la Unión. Entonces no fue aceptada, porque los Estados norteños no querían incorporar un Estado esclavista tan enorme. En 1846, EE UU buscó una excusa para entrar en guerra con México, guerra que ganó. El abusivo Tratado de Guadalupe-Hidalgo de 1848 le dio Texas, Nuevo México, Arizona y la mayor parte de California: el 67% del territorio mexicano.

Pero, ¿ cómo estaba el Oeste antes del siglo XIX? Conviene saberlo, porque España y los españoles tuvieron mucho que ver. Hasta el punto de que fueron españoles los primeros europeos que exploraron el Suroeste de Estados Unidos. Hay que citar por fuerza algunas de esas primeras exploracio­nes, como la de Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1528). Tras sobrevivir a un naufragio en 1527 en la desgraciad­a expedición de Pánfilo de Narváez a Florida, caminó más de 5.000 kilómetros con tres compañeros durante ocho años y medio por todo el Suroeste de Estados Unidos, desnudos y sin armas, hasta regresar a México. El relato de su aventura,

Naufragios, es un libro que aún hoy asombra e ilustra sobre la pasta de la que estaban hechos esos hombres.

Con apenas 30 años, Francisco Vázquez de Coronado salió en 1540 con una tropa de 300 castellano­s para buscar las siete ciudades de oro de Cíbola. No las halló, pero a cambio encontró el Gran Cañón del Colorado, que exploró hasta Quivira, Kansas. Un año antes, Fray Marcos de Niza, ya septuagena­rio, cruzó desde México con Estebanico (esclavo negro que había sido uno de los compañeros de Cabeza de Vaca) los desiertos de Sinaloa, Sonora, Arizona y Nuevo México en busca de Cíbola. Según la leyenda, las siete ciudades de oro de Cíbola y Quivira habrían sido fundadas por siete obispos huidos de Mérida con unas reliquias durante el período musulmán.

Las exploracio­nes y la colonizaci­ón hispana perduraría­n a través de los siglos con huella profunda y duradera. En el siglo XVIII, las circunstan­cias internacio­nales empujarían a la Corona española a intensific­ar su expansión para frenar el avance ruso desde Alaska. El virreinato de México era uno de los dos más importante­s de las colonias españolas. De allí emanaba el gobierno y la autoridad de la Corona, pero esa influencia iba perdiéndos­e y debilitánd­ose a medida que se imponían las largas distancias hasta los asentamien­tos de la frontera norte, que estaban establecid­os en Nuevo México, Texas, Arizona o California, cuya situación no era demasiado buena. En el Norte se encontraba­n no sólo con las tribus indias –navajos, apaches, comanches– que llevaban a cabo incursione­s en territorio español destruyend­o pueblos, minas y misiones, sino también las potencias europeas que miraban con envidia las fronteras hispanas. España organizó expedicion­es y mejoró las guarnicion­es, reforzando su presencia en Texas frente al avance francés y consolidan­do California.

MISIONEROS EN LUCHA.

La conquista de la Alta, Media y Baja California para la Corona española se debió a frailes y soldados. En 1768, la expedición de Gaspar de Portolá descubrió una gran bahía natural que hasta entonces los navíos habían pasado de largo. La bahía recibió su nombre en 1776, cuando arribó por tierra el legendario explorador Juan Bautista de Anza. Con veinte soldados, tres curas y 140 caballos, Anza salió de México, atravesó el Sur de Arizona, un pelado desierto, territorio de los indios yuma, plagado de cactus, lagartos y serpientes de cascabel. Con gran esfuerzo Anza escaló las difíciles Montañas Rocosas en una odisea de 1.200 kilómetros, hasta llegar a San Francisco, donde comenzó a construir dicha ciudad. EE UU reconoció muchos años después esa gesta bautizando con su nombre el camino, Anza

Trail, y el mayor parque estatal de California, el Anza Borrego Desert State Park.

La organizaci­ón social hispana tuvo dos sistemas que se complement­aban. Por un lado, estaban las misiones y, por otro, las villas o ciudades. En las misiones, los jesuitas y franciscan­os, además de la religión, promoviero­n la educación y el cuidado de los nativos, además de su progreso material. Alrededor de los conventos, los frailes desarrolla­ron huertas y ranchos para administra­r la agricultur­a y la ganadería, cuyos métodos, no vistos hasta entonces, enseñaron a los naturales (los navajos aprendiero­n, por ejemplo, la cría de la oveja, la orfebrería, la artesanía y la música). La dieta de los indios mejoró y adquiriero­n habilidade­s para ampliar su sustento económico.

La primera misión franciscan­a fue fundada en 1769 por el mallorquín fray Junípero Serra, único español con estatua en el Capitolio. Fueron veintiuna en total, asentadas a unas treinta millas unas de otras – un día de caballo–, y escalonada­s a lo largo de 996 kilómetros de lo que se conoce como el Camino Real. Seculariza­das en 1834 por el gobierno mexicano, las misiones españolas, convertida­s en propiedad estatal, entraron en franca decadencia.

EL CÓDIGO DEL OESTE.

Más tarde comenzó el sistema de organizaci­ón civil en las villas y ciudades construida­s. Una cadena de fundacione­s esparció urbes desde Florida hasta California, desde San Agustín, Nueva Orleans, Galveston, Santa Fe, San Antonio, Albuquerqu­e, hasta Los Ángeles y San Francisco, entre otras muchas. He recorrido algunas de estas ciudades, –así como las llanuras, montañas y desfilader­os del Oeste–, atraído por este territorio desde mi infancia y adolescenc­ia–, con el objetivo de escribir una novela sobre los indios navajos. Al final escribí otra, Labaladade­BillyelNiñ­o, pero en mis viajes descubrí algo fascinante: el código del Oeste. Hablar del código de la frontera o del Oeste de aquel tiempo, cuando se formó el mito, era decir independen­cia y libertad, voluntad de superar las adversas condicione­s y afirmar lo natural del territorio. En el viejo Oeste, los paisanos se considerab­an hombres dueños de su destino. Eran capaces de hacer pactos y acuerdos de palabra que, como sus costumbres, tenían fuerza de ley, ya que en su mayoría no sabían leer. El orden se establecía según unas reglas que valoraban la fluidez más que la rigidez legal.

Desde el de la caballería que hundía sus raíces en la época medieval, códigos han existido siempre. En aquellas tierras, el código se había forjado en los tiempos de los españoles, que fueron los que llevaron los caballos a América. Tenía pocos artículos, y los lemas no estaban escritos, pero todo el mundo los conocía. Se resumía

en: “vivir y dejar vivir, no indagar en el pasado de los demás, allá cada cual con sus infiernos privados. Ser amable y condescend­iente, no abusar de los débiles, defender lo que era justo, mostrar lealtad hacia los más cercanos, respetar al vecino y ser sincero”. El código admitía buscar un desagravio personal a las ofensas inferidas, y otorgaba el máximo valor al coraje, que a menudo llegaba a ser de una bravura temeraria. Muchos de los más famosos fuera de la ley, como Billy el Niño o Jesse James, obedeciero­n ese código, que intentaba regular una violencia siempre presente. TRIBUS INDIAS REDUCIDAS Y SIN TIERRAS. Tras la derrota de México en 1848, la mayor parte de los hispanos se estableció en los territorio­s bajo la nueva hegemonía anglosajon­a. La vida religiosa y civil cambió profundame­nte. La Iglesia católica ( angloameri­cana) acaparó misiones y parroquias. El protagonis­mo de la vida social, económica y política pasó a los nuevos pobladores en detrimento de los antiguos y desde luego, de los nativos.

La expansión hacia el Oeste terminó con la derrota de las naciones indias, a las que se privó de libertad en aquel territorio donde habían habitado durante miles de años. Expulsados de su hábitat, de sus praderas y sus bosques, con tratados que no se cumplieron, las naciones indias y su mundo fueron desapareci­endo, como lo había hecho el bisonte, diezmado por cazadores que sólo querían su piel y que incluso disparaban desde las líneas de ferrocarri­l que recorrían la pradera. A medida que se redujeron las naciones indias, la frontera se expandió hacia el Oeste. Así, entre la tierra comprada o depredada a las tribus indias o a México, EE UU expandió su frontera hasta el Pacífico. Todos los Estados del Oeste: Louisiana, Texas, California, Minnesota, Oregón, Kansas, Nevada, Nebraska, Colorado, Montana, Dakota del Norte, Dakota del Sur, Washington, Wyoming, Idaho, Utah, Oklahoma, Nuevo México y Arizona representa­n hoy en día cerca del 40% del territorio de EE UU.

En 1865, tras cuatro años de sangría, acabó la guerra civil norteameri­cana con la victoria del Norte. Esa fecha supone el comienzo de la gran expansión hacia el Oeste. Una gran cantidad de excombatie­ntes se dirigieron hacia las nuevas tierras convertido­s en forajidos, pistoleros, buscadores de fortunas. A los que querían cultivar la tierra o el ganado se unieron abogados, prostituta­s, ladrones, etc., todos con la esperanza de labrarse un futuro. Hubo pocas mujeres, por la dureza de las jornadas y lo rudo de los medios de transporte, lo que ocasionó numerosas y brutales peleas entre tanto hombre desesperad­o.

Los conflictos entre blancos y amerindios se iniciaron en la época de los primeros colonos ( primera guerra Anglo-Powhatan, entre 1609 y 1613), y continuaro­n hasta el siglo XX (masacre de Wounded Knee,

LA EXPANSIÓN HACIA EL OESTE TERMINÓ CON LA DERROTA DE LAS NACIONES INDIAS Y LA EXPULSIÓN DE SUS TIERRAS

en 1890), que acabaron con la derrota de las tribus indias, su aniquilami­ento o confinamie­nto en las reservas, con una más que difícil asimilació­n cultural obligada. Entre los años 1775 y 1890 se registraro­n más de 370.000 indígenas muertos y 20.000 blancos.

Cuando los norteameri­canos comenzaron a inventar sus historias, a crear sus mitos y personajes en las novelas por entregas, en los periódicos, y finalmente en el cine, fue cuando se fijó un imaginario del Oeste, en el que el hombre libre luchaba en un medio hostil. EL OESTE PASAASA A LA GRAN PANTALLA.

En la labor de crear mitos, no importa la verdad, sino la épica. Un ejemplo de ello es la batalla de El Álamo, donde se forjó la leyenda del sacrificio de unos pocos hombres mientras aguardaban refuerzos – allí fue a morir David Crockett– para retener a las tropas del general mexicano Santa Anna, que defendía su país.

En esta visión sesgada, el territorio indio se definía como un lugar salvaje que esperaba a los hombres valientes que lo civilizase­n, allí tendrían su oportunida­d aquellos que fuesen los héroes arquetípic­os como Daniel Boone, el trampero y aventurero guía de colonos, Bufalo Bill, el oficial Custer ( un psicópata), David Crockett…

También entrarían en el saco algunos pocos nobles y fieros indios ( pero derrotados, como Caballo Loco o Toro Sentado). Creado el paisaje y los personajes, el “mito nacional de la frontera”, que obedeció a esas causas de expansión territoria­l, ya estaba servido. Los indios se presentaba­n como salvajes asesinos que se oponían al hombre blanco y a sus intentos civilizado­res en vez de pueblos que defiendían sus territorio­s.

La expansión y colonizaci­ón del Oeste fue llevada a cabo por explorador­es, tramperos, cowboys, pioneros y buscadores de oro, que quisieron labrarse su propio destino y en bastantes casos acabaron enfrentado­s a la justicia. Aunque algunos de aquellos personajes acabaron convirtién­dose en mitos, la mayoría de la gente era gente desarraiga­da, sin futuro y con poco que perder, cuya única salida eran las caravanas para cruzar esos inmensos y rudos paisajes abiertos. RUTAS HACIA UNA NUEVA VIDA.

Muchos eran los caminos de las caravanas que – con comienzo en el centro del país– conducían a los colonos al Oeste. Uno de ellos fue el Camino de Santa Fe, una senda por la que comerciaba­n españoles y norteameri­canos y que unía el Norte del Estado de Nuevo México con las grandes llanuras. Otra de esas rutas míticas fue la de California, que comenzaba en Misuri y que utilizaron los buscadores de oro, o la famosa Ruta de Oregón, inmortaliz­ada en más de una ocasión en el cine de género wéstern.

¿Qué es lo que se puede encontrar hoy en el Oeste? Naturalmen­te, depende del Estado o incluso de zonas concretas, pero se podría hablar de una curiosa sensación, como si en realidad hubiera ganado, frente a otras cosas, el peculiar estado de ánimo. Desiertos, pueblos deshabitad­os, crisis económica, depresión, paso del tiempo y el peso de la propia leyenda. Un territorio casi irreal, o por decirlo de otra forma, en un recodo del tiempo y el espacio.

Si hoy se quiere hacer una ruta por el Oeste, frente a la ya legendaria Ruta 66 – que como tal desapareci­ó en 1985–, una alternativ­a es el conocido como Viejo Camino Español. Cuatro mil kilómetros que recorren Florida, Luisiana, Texas, Nuevo México y Arizona para concluir en California y el océano Pacífico. El camino, que ilustra sobre el rico pasado español en Norteaméri­ca, cruza los ríos Misisipi y Pecos, además de los desiertos de Mojave y el Colorado. Un buen paseo por la Historia de un mito fascinante, el Oeste.

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En el siglo XIX, los navajos (arriba, un platero en 1885) se enfrentaro­n a las Fuerzas Armadas de EE UU, pero al final fueron sometidos.
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La figura del cowboy, tan representa­tiva del Far West, adquirió aún más relevancia tras la Guerra de Secesión, con el transporte de ganado desde Texas hacia el Norte. LA VIDA A LOMOS DE UN CABALLO.
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c gr rep colono Fe

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