Las Guerras Indias
LAEXPANSIÓNHACIAELOESTEPUSOENPRIMER PLANOEL“PROBLEMAINDIO”.HABÍAUNAENORME NECESIDAD DE TIERRAS, PERO ÉSTAS PERTENECÍAN A TRIBUS CUYA FORMA DE VIDA ERA INCOMPATIBLE CONLADELAFLORECIENTESOCIEDADAMERICANA. LASALTERNATIVAS:DOBLEGARSEOCOMBATIR.
Las primeras décadas del siglo XIX fueron una época dorada para las distintas tribus de la parte central de Estados Unidos, la enorme franja que va de Montana, Dakota y Minnesota, en el norte, a Arizona, Nuevo México y Texas, en el sur –siempre al oeste del Misisipi–. El país no tenía aún la forma que conocemos ahora y los indios seguían con su modo de vida ancestral, convertidos en formidables culturas ecuestres desde la introducción del caballo por los europeos en el siglo XVII.
Los indios son por lo general nómadas, guerreros y cazadores. Se mueven con las estaciones, siempre en busca de tierras con mejores pastos para los animales, y pelean encarnizadamente entre ellos por el territorio. A diferencia de lo que suele creerse, no forman grupos homogéneos. Los sioux, por ejemplo, se dividen en tres grandes ramas –dakota, lakota y nakota–, y éstas tienen distintas subdivisiones que, a su vez, se fraccionan en grupos más pequeños. Lo mismo ocurre con los apaches, que pueden ser chiricahuas, jicarilla, mescaleros y muchos más. Por eso, aunque a veces haya figuras de gran importancia e influencia, como Toro Sentado, Gerónimo o Quanah Parker, la realidad es que los indios se organizan en multitud de bandas con una notable variedad de líderes y jefes.
ENTRE EL EXTERMINIO Y LOS TRA
TADOS DE PAZ. A partir de los años cuarenta, este panorama se vio profundamente alterado. Estados Unidos experimentó un enorme y continuado aumento de población –de diecisiete millones de habitantes en 1840 a más de cincuenta en 1880–, y esto supuso una imperiosa necesidad de nuevas tierras. La región antes llamada ominosamente Gran Desierto Americano, un lugar que sólo se consideraba apto para salvajes, empezó de pronto a parecer atractiva. Con la anexión de Texas ( 1845), el Tratado de Oregón ( 1846) y la victoria sobre México (1848), Estados Unidos ganó inmensos territorios en el sur y el oeste. Pero se trataba de un país todavía sin unir –el centro aún no había sido coloreado en el mapa–, una tarea que se llevaría a cabo en las décadas siguientes. Esa empresa de construcción nacional, inspirada en la doctrina del Destino Manifiesto, tuvo muchos actores y muchos escenarios: los pioneros, el Ejército, la Guerra de Secesión, el ferrocarril, las distintas versiones del cristianismo, los cazadores de búfalos, los buscadores de oro... En ese esfuerzo por empujar la frontera hacia el oeste hasta hacerla desaparecer en el Pacífico, los únicos que sobraban eran los indios.
A lo largo del siglo XIX, el gobierno estadounidense siguió con respecto a los
indios una política en la que la firma de tratados y el internamiento en reservas se combinaban con estrategias encaminadas directamente al exterminio, tanto por la vía militar, aprovechando la abrumadora superioridad tecnológica –ametralladoras Gat
ling contra arcos y flechas–, como por la de dejarles sin recursos –matanzas de búfalos– o valiéndose de enfermedades contra las que no tenían protección (entre otros muchos casos, las terribles epidemias de cólera de 1849).
El problema de los tratados fue que, por un motivo u otro, rara vez se cumplieron. En 1851 el jefe Pequeño Cuervo firmó los tratados de Traverse des Sioux y Mendota, en los que cedía las tierras ancestrales de caza de su grupo de sioux dakota y aceptaba trasladarse con su gente a una reserva a cambio de una compensación periódica en dinero y bienes. Pequeño Cuervo era partidario de la paz con el hombre blanco e hizo grandes esfuerzos por adaptarse a sus condiciones –lo que le trajo no pocos problemas con los suyos–, pero los supuestos beneficios de esa postura nunca llegaron a materializarse porque el senado estadounidense se negó a ratificar el acuerdo y rebajó sustancialmente lo que se les concedía.
EN GUERRA PARA NO MORIR DE HAMBRE. En 1858, vestido de occidental, Pequeño Cuervo viajó a Washington como cabeza de una delegación sioux para intentar mejorar sus condiciones de vida. El viaje fue un fracaso. No sólo no obtuvo nada, sino que les recortaron todavía más las tierras y, peor aún, tampoco consiguió que mejorase uno de los problemas más acuciantes de la vida en la reserva: los constantes retrasos en el pago de las compensaciones, que además no se entregaban directamente a los indios, sino a los comerciantes que les proporcionaban los bienes.
La negativa de estos a dar alimentos a crédito y la imposibilidad de cazar como antaño acabaron en tragedia. Ante la indiferencia general, los dakota llegaron a una situación de hambre extrema. Uno de los comerciantes responsables del trato con los indios, Andrew Myrick, pronunció una famosa frase: “Si tienen hambre, que coman hierba; o su propia mierda”. Un simple robo de huevos en una granja terminó con la muerte de una familia de granjeros y derivó en un levantamiento para echar a todos los blancos del lugar. En esa rebelión los indios mataron a más de 800 colonos (Myrick fue uno de los primeros en caer; lo encontraron con la boca llena de hierba). El episodio se conoce como la Matanza de Minnesota y fue el inicio de la Guerra Dakota de 1862, que duró de agosto a diciembre de ese año.
Al final de la guerra, 303 dakota fueron condenados a muerte en juicios sumarios –menos de cinco minutos– celebrados bajo el principio de “culpable a menos que demuestre lo contrario”. El asunto provocó una enorme polémica en todo el país, y al final intervino el presidente Lincoln, que revisó personalmente las actas procesales e hizo rebajar las condenas a 38 (sólo los que habían cometido atrocidades contra civiles). Aun así, fue la mayor ejecución colectiva de la Historia de Estados Unidos.
TRAICIÓN AL JEFE APACHE. Entre indios y blancos había un enorme choque cultural. Para los indios, el saqueo era una forma normal de vida; esencialmente guerreros y cazadores, pensaban que cultivar la tierra era cosa de mujeres. La sociedad que avanzaba desde el este, en cambio, tenía al granjero temeroso de Dios como modelo y apenas consideraba a los nativos seres humanos. Las relaciones entre ambos se basaban en una profunda desconfianza mutua que parecía, además, justificada. Véase, si no, este episodio clave de las guerras apaches.
En 1863, el jefe Mangas Coloradas fue invitado a un encuentro con militares para hablar de paz. El indio se fio y acudió solo, con bandera blanca, y fue recibido en el Fuerte McLane por el general West, que, en vez de negociar, dio orden de que se le ejecutara de inmediato. Los soldados lo torturaron durante toda la noche. Luego le cortaron la cabeza, la hirvieron y le enviaron el cráneo al frenólogo neoyorquino Orson Squire Fowler para que lo estudiase.
TRAS LA GUERRA DAKOTA DE 1862, SE CONDENÓ A MUERTE EN JUICIOS SUMARIOS A 38 SIOUX: LA MAYOR EJECUCIÓN COLECTIVA DE LA HISTORIA DE EE UU
Esta traición determinó la huida del jefe Cochise y los chiricahuas a las montañas Dragoon, donde mantuvieron una guerra de una década contra el ejército y los blancos. En 1872, cansado de luchar, Cochise firmó un tratado de paz por el cual se creaba una reserva en los Montes Chiricahua, donde vivirían. Pero la tregua sólo duró hasta 1874, cuando murió Cochise y los chiricahuas fueron enviados a la espeluznante reserva de San Carlos, un lugar insalubre, infestado de mosquitos y conocido como “los cuarenta acres del infierno”. Este fue el comienzo de la leyenda de Gerónimo, que huyó con su banda y mantuvo en jaque al Ejército durante los doce años siguientes.
ENGAÑOS Y BRUTALES MATAN
ZAS. Otro problema de los tratados era que muchas veces los indios no entendían lo que firmaban o se les engañaba. Es lo que ocurrió con el de Fort Wise (1861), en el que una serie de jefes cheyenes y arapaho cedieron todas sus tierras a cambio de una pequeña reserva en el río Arkansas sin tener conciencia de lo que hacían, porque ninguno sabía leer. Sí dejaron claro, en cambio, que sólo podían hablar por las bandas que lideraban y no por la totalidad de la población. El jefe cheyene Tetera Negra, otro firme partidario de la paz, se encontró luego con la oposición de gran parte de su tribu, especialmente del líder Nariz Romana y su sociedad de guerreros de élite, los Dog Soldiers.
El intento de doblegar a Nariz Romana y otros descontentos para que aceptaran el Tratado de Fort Wise llevó a la Guerra de Colorado (1863-65), durante la cual se produjo la brutal masacre de Sand Creek (1864). El coronel Chivington, famoso por su odio a los indios y sus tendencias genocidas, al mando de un grupo de casi setecientos voluntarios, atacó el campamento de Tetera Negra, compuesto fundamentalmente de mujeres, niños y ancianos. Tetera Negra había aceptado todos los requisitos impuestos para garantizar su seguridad. Se encontraban en el sitio designado por el Ejército, y en el campamento ondeaban una bandera blanca y otra de Estados Unidos. Aun así, Chivington y sus hombres mataron, sin que mediase provocación alguna, a cerca de 150 personas. Luego las mutilaron brutalmente y desfilaron por las calles de Denver exhibiendo partes humanas como trofeos ( especialmente, cabelleras y órganos sexuales). Sólo después de varios días trascendió que la lucha no había sido contra cientos de fieros guerreros, como Chivington había contado –allí no había Dog Soldiers de ningún tipo–, sino contra un grupo de indios
indefensos partidarios de la paz. POLÍTICA DE TIERRA QUEMADA. La experiencia de la Guerra Civil ( 1861- 1865) tuvo gran influencia en la derrota final de los indios, ya que el Ejército puso en práctica la política de tierra quemada que tan buenos resultados le había dado. Los ideólogos de esta estrategia fueron los generales Sheridan y Sherman (el primero había dirigido una devastadora campaña por el valle Shenandoah; el segundo había destrozado todo tipo de infraestructuras en su “Marcha hacia el Mar”, en Georgia). Por eso, cuando el capitán McKenzie fue a combatir a los temibles comanches quahadi, más que en buscar la batalla, se centró en
dejarles sin ganado, caballos ni provisiones para el invierno. Este fue el modo en el que, entre 1874 y 1875, se libró la Guerra del Río Rojo, un enfrentamiento con pocas víctimas en el que el extraordinario guerrero Quanah Parker (mestizo de blanca e indio) y su grupo de comanches acabaron rindiéndose porque simplemente no podían sobrevivir.
El elemento clave de esta política fue el deliberado exterminio de las manadas de búfalos que constituían el principal medio de vida de los indios. La magnitud de esta matanza es difícil de exagerar: a mediados de siglo, había treinta millones de búfalos vagando libremente por las llanuras; a finales de los años ochenta, quedaban apenas 300 o 400 ejemplares. El ejército alentó esa cacería como arma de guerra –“Cada búfalo muerto es un indio menos”, dijo, en 1867, el coronel Dodge– y encontró un aliado formidable en el ferrocarril. Las compañías ferroviarias organizaban concursos en los que los viajeros disparaban desde el tren, con armas de gran precisión, hasta quedarse sin municiones. Un ciudadano de Kansas consiguió el récord de matar 120 búfalos en 40 minutos.
LA MALDICIÓN DEL ORO. Una de las constantes de la conquista del Oeste es que el descubrimiento de oro siempre supone una catástrofe para los nativos. El ejemplo más conocido es el de California, donde los indios fueron aniquilados o convertidos en esclavos gracias a una ley irónicamente llamada la Ley para el Gobierno y Protección de los Indios, pero ocurrió también en muchas otras partes del país.
Entre 1866 y 1868 tuvo lugar la Guerra de Nube Roja, en la que los sioux lakota, cheyenes y arapaho lucharon por el control del río Powder, en Wyoming, e intentaron evitar el uso de la llamada ruta Bozeman –el camino más corto a las minas de oro de Montana, que destrozaba la caza y la vida en la región–. La paz se firmó en el Tratado de Fort Laramie de 1868, por el cual se creaba la Gran Reserva Sioux, que incluía las Colinas Negras, un territorio rico en recursos que los sioux consideraban sagrado.
Prácticamente desde el primer momento, el gobierno se dio cuenta de que era un lugar muy valioso y empezó a presionar para recuperarlo. En 1874, envió al general Custer al mando de un contingente de mil hombres que pasó todo el verano recorriendo la reserva con dos objetivos: uno declarado de encontrar un sitio en el que construir un fuerte y otro secreto consistente en averiguar si en las Colinas Negras había oro. Cuando Custer confirmó que, efectivamente, era así, la noticia se difundió a nivel nacional y el resultado fue una invasión de aventureros de colosales dimensiones ( fue bautizada como la Fiebre del Oro de las Colinas Negras).
EL ÚLTIMO COMBATE DEL GENERAL CUS
TER. En 1875, los jefes Nube Roja, Cola Moteada y Cuerno Solitario viajaron a Washington para entrevistarse con el presidente Ulysses S. Grant e intentar convencerlo de que cumpliera con las condiciones del Tratado, pero una vez más la respuesta no pudo ser más decepcionante. El gobierno no tenía la menor intención de frenar la búsqueda de oro en las Colinas Negras. Todo lo contrario. Ofreció pagarles 25.000 dólares por las tierras y trasladarlos al sitio denominado Territorio Indio, en Oklahoma, un lugar situado a 1.500 kilómetros al sur en el que había ido colocando a las distintas tribus con las que no sabía muy bien qué hacer (allí estaban los cheroquis del Sendero de Lágrimas y muchos otros indígenas trasladados a la fuerza).
El rechazo a esas nuevas condiciones desembocó en la Gran Guerra Sioux, que se libró entre 1876 y 1877. Fue un enfrentamiento controvertido para los propios indios, puesto que a esas alturas muchos de ellos dudaban de la utilidad de seguir enfrentándose a Estados Unidos en el campo de batalla. Ninguno de los tres grandes jefes que fueron a Washington participó, por ejemplo, pero los sioux tenían a los cheyenes como aliados y contaban además con dos formi-
EN 1887, LA LEY DAWES OTORGÓ LA NACIONALIDAD A LOS INDIOS QUE ACEPTASEN CONVERTIRSE EN GRANJEROS, LA MUERTE EN VIDA PARA LOS ORGULLOSOS GUERREROS
dables y míticos líderes: Toro Sentado y Caballo Loco.
Entre el 25 y el 26 de junio de 1876 tuvo lugar la famosa batalla de Little Bighorn, en la que fueron aniquiladas cinco compañías del Séptimo de Caballería junto con su jefe, el celebérrimo y extravagante general Custer. En total, 275 hombres. La derrota se produjo el día en que se conmemoraba el centenario de la Independencia americana y causó una profunda conmoción. Custer y sus hombres fueron elevados a la categoría de héroes, si bien la figura del general y la estrategia que les condujo al desastre son, aún hoy, muy discutidas. Pero lo más importante es que Little Bighorn supuso un punto de no retorno en la decisión de acabar con los indios, que, al infligir al Ejército una derrota tan aplastante y humillante, aceleraron su propia caída.
A partir de ese momento, el gobierno puso sobre el terreno todos los recursos militares necesarios y, a lo largo de 1877, los distintos jefes sioux y cheyenes – Nariz Romana, Toca las Nubes, Cuchillo Desafilado– fueron cayendo con sus grupos uno a uno. Caballo Loco se rindió en mayo y murió en septiembre cuando intentaba escapar para volver a la batalla. Toro Sentado huyó a Canadá y aguantó sin entregarse hasta 1881, cuando, convencido de que la vida que habían conocido era ya cosa del pasado, claudicó al fin.
GERÓNIMO, EL RENEGADO. En los años ochenta, las comunidades indias ya no eran más que una triste sombra de lo que fueron. De los grandes jefes, sólo quedaba libre el renegado Gerónimo –convertido en una especie de enemigo público número uno–, cuyo empeño en resistir lo había enfrentado incluso a su propio pueblo. Pero incluso él acabaría cediendo, si bien engañado por el general Miles sobre los términos de la rendición. En 1886 Gerónimo se entregó y, junto a otros 500 chiricahuas –en gran parte mujeres y niños–, fue enviado como prisionero de guerra a Florida, donde decenas de ellos murieron en los meses siguientes debido a enfermedades que jamás habían padecido. En contra de lo prometido, a Gerónimo nunca se le permitió volver a su tierra natal.
También en esa década cambió la política estatal en relación a los indios. En 1887 se aprobó la Ley Dawes, que buscaba acabar con las reservas – esa tierra ahora también se necesitaba– y concedía la nacionalidad americana a aquellos que aceptasen una pequeña parcela para cultivar. Los indios habían dejado de ser una amenaza y ahora se les quería convertir en granjeros, algo que para cualquier orgulloso guerrero de las planicies equivalía a una especie de muerte en vida.