Del suicidio como arma letal
Cuando, el 7 de diciembre de 1941, el teniente Fusata Iida picó su caza Zero sobre un hangar de la base estadounidense de Pearl Harbor, en Hawái, no era consciente de iniciar las acciones kamikazes de la II Guerra Mundial. A mediados de 1944 eran ya tan frecuentes, que se crearon las unidades de Ataque Especial, en las que miles de voluntarios entregaron su vida para defender Japón. Representaban el carácter de la sociedad nipona, dispuesta a sacrificar al individuo por la comunidad y donde la idea del suicidio no resultaba tan antinatural como en Occidente. Pero los kamikazes japoneses no fueron los únicos en utilizar la vida como arma de destrucción; lo hicieron otros participantes en la contienda. Los alemanes crearon su propia fuerza kamikaze, el Escuadrón Leónidas, y emprendieron acciones como la Operación Roble para rescatar a Mussolini, a mayor gloria del fatuo Skorzeny, que la aprovechó para su autopromoción. Los italianos lanzaron a sus “torpedos humanos” contra acorazados ingleses en el puerto de Alejandría. Este tipo de operaciones no decidieron el resultado de la guerra, pero fueron muy efectivas para elevar la moral del país protagonista: pura propaganda.