Las misiones más arriesgadas
ACCIONES SUICIDAS DEL III REICH Y DEL BANDO ALIADO NO SÓLO LOS NI PONES PLANIFICABAN OPERACIONES KA MI KA Z ES. L AL UFTWAFF E–LA AVIACIÓNALEMANA–EMPLEÓESTETIPODE ATAQUES, AL IGUAL QUE EL EJÉRCITO ROJO.
En casi todas las guerras de la Historia se ha hablado de operaciones suicidas. Sin embargo, éstas son muy diferentes, ya que el concepto engloba un gran número de tipos y modalidades que es preciso distinguir. En la acepción coloquial significa, simplemente, acciones muy arriesgadas o irresponsables en las que es difícil la supervivencia, pero en una interpretación literal nos referimos a las que son planificadas como tales, que son poco frecuentes.
Estrictamente, las acciones suicidas serían aquellas que precisan de la autoinmolación consciente del combatiente como condición necesaria para poder consumarse con éxito. Estas pueden ser premeditadas y planificadas por los mandos –los kamikazes japoneses son el ejemplo más famoso– o bien espontáneas. Las primeras se dan mucho más en los regímenes fanáticos y totalitarios sumamente ideologizados, en donde los combatientes, presas de la necrofilia, consideran el máximo honor dar la vida por la patria o el líder; suele recurrirse a ellas cuando la guerra se está perdiendo, como una medida desesperada. Por el contrario, son casi inexistentes en los ejércitos de los países democráticos, en donde los cultos irracionales a los líderes divinizados o a las doctrinas son muy poco frecuentes.
RESISTENCIA DESESPERADA. Por ello, en la II Guerra Mundial fue en los ejércitos de Japón y Alemania, del bando del Eje, en donde más se dieron estos comportamientos (aunque en el segundo en mucho menor grado que en el primero), mientras que entre los aliados se dio, casi exclusivamente, en el Ejército Rojo, pero en este caso más como fruto de la resistencia desesperada, al principio de la guerra, que como acciones planificadas. De hecho, Japón era la única potencia de cuya cultura formaba parte íntima la muerte por suicidio ritual; por consiguiente, fue la nación en donde se dieron por decenas de miles los suicidios ( no sólo los de los kamikazes). La rendición, según sus valores y su código de honor, era la máxima expresión de la vergüenza y la deshonra. Recordemos las numerosas cargas a bayoneta calada que llevaban inexorablemente a la inmolación –al grito de “¡Banzai!”– que la infantería nipona efectuó sobre las filas enemigas, sabiendo que sería barrida antes de llegar a las posiciones aliadas. También, los numerosos harakiris que miles de jefes y oficiales japoneses cometieron ante una inminente derrota, para no ser apresados.
En el resto de ejércitos contendientes no hubo casi ninguna acción suicida planificada. Las que se dieron, y que sucedieron en todos los ejércitos, fueron las espontáneas, las sobrevenidas por las circunstancias de los combates que llevaron a que, de modo improvisado o a petición del mando, un soldado decidiese sacrificar su vida voluntariamente si con ello causaba un gran daño al enemigo o ayudaba a sus compañeros. Ejemplos: los aviadores que se quedaban sin combustible o sin maniobrabilidad y que, ante las escasas o nulas posibilidades de sobrevivir, decidían estrellar el aparato contra el adversario; los soldados que optaban por sacrificarse resistiendo en una posición para que sus
camaradas pudiesen retirarse; la preferencia a caer combatiendo que a rendirse y ser tomado preso, etc.
Pero también se definen como acciones suicidas las misiones sumamente arriesgadas ejecutadas por unidades especializadas o soldados concretos, asumidas generalmente de modo voluntario y consciente y que, dada su naturaleza, es muy posible que cuesten la vida a sus protagonistas. Los comandos o fuerzas especiales que actúan tras las líneas enemigas en tareas de sabotaje o guerrilla, llegando a utilizar uniformes enemigos; las incursiones de aeronaves o submarinos que navegan casi en solitario y a gran distancia de sus bases de abastecimiento; los francotiradores aislados; las unidades que reciben la orden de no retroceder bajo ningún concepto ante el enemigo y resistir hasta el último aliento; los soldados que han de sobrevivir en condiciones ambientales durísimas (temperaturas extremas, falta de agua o alimentos), etc., entrarían dentro de esta interpretación.
En el verano de 1944, cuando los aliados desembarcaron en Normandía, los soviéticos ya avanzaban imparablemente hacia el centro de Europa. Alemania se veía perdida y, como respuesta, comenzó a plantearse la utilización de pilotos en las bombas volantes V-1, para asegurar una mayor precisión de las mismas. Una variante de esos cohetes, lanzada desde aviones, debía ser modificada para poder alojar a un piloto, que tendría que dirigir la bomba a su objetivo. Podrían saltar en paracaídas poco antes de alcanzar el blanco pero, debido a la proximidad de la tobera del reactor a la cabina, se estimaba que era casi nula la posibilidad real de supervivencia. Los encargados de asumir la misión suicida serían unos setenta miembros del llamado Escuadrón Leónidas ( en homenaje al rey espartano muerto en las Termópilas), que para ingresar en sus filas debían firmar una declaración asumiendo la condición suicida de la misión.
PARA DETENER EL AVANCE ENEMIGO. Sin embargo, los ensayos de la V-1 pilotada se saldaron con sonoros fracasos, incluyendo la muerte de algunos de los pilotos de prueba debido a accidentes. Ante ello, en marzo de 1945, varios dignatarios nazis, entre los que se encontraba el ministro Albert Speer, convencieron a Hitler de que eran más útiles los pilotos en tareas convencionales de combate que no en misiones suicidas que, por otra parte, eran ajenas a la tradición militar alemana. La unidad se disolvió y se puso fin a las operaciones suicidas planificadas.
No obstante, en esos últimos meses de la guerra decenas de pilotos de la Luftwaffe protagonizaron acciones suicidas individuales, en un intento desesperado de detener el avance enemigo. El 16 de abril de 1945, unos cuarenta de los antiguos componentes del recientemente extinto Escuadrón Leónidas, a iniciativa propia y de algún mando, y en una acción que bautizaron como
Selbstopftrei ns atz( misión de sacrificio ), se lanzaron contra los 32 puentes que los soviéticos habían levantado sobre el río Oder, de los que sólo pudieron destruir o averiar menos de una tercera parte, pereciendo, en contraposición, casi todos los aviadores. Desde meses antes, ya en el verano de 1944, los pilotos alemanes de los cazas habían recibido órdenes de ser cada vez más osados en sus ataques a los bombarderos aliados para
tratar de derribarlos, aunque ello les supusiese asumir un enorme riesgo. Según estas instrucciones debían acercarse lo más posible a sus objetivos, lo que suponía sortear a los cazas enemigos, disparar todo su fuego y llegar, si fuera preciso, a embestirlos con el avión para lograr su derribo, lo que suponía el sacrificio del aviador si no conseguía saltar en el último momento.
ENORMES PÉRDIDAS HUMANAS EN EL BANDO ALEMÁN.
En los siguientes meses estas acciones se intensificaron asumiendo cada vez más riesgos; en abril de 1945, sobre el cielo de Berlín, el llamado Sonderkommando Elbe –unos 180 aparatos– se lanzó contra unos 1.300 bombarderos aliados en una clara acción suicida. Sin embargo, sólo consiguieron derribar ocho bombarderos y perdieron, en contrapartida, casi la mitad de sus aparatos. Otras decenas de pilotos, también por iniciativa personal, se inmolaron lanzándose contra tanques soviéticos. Todas ellas fueron acciones inútiles, protagonizadas por pilotos inexpertos, y que menguaban más las ya escasas fuerzas de la Luftwaffe.
La guerra submarina desarrollada por los sumergibles alemanes, los U-Boote, también tuvo una gran connotación suicida. A partir de 1943, debido al desarrollo del sonar y el radar y a la intensificación de la vigilancia aérea enemiga, pasaron a ser masivamente hundidos, de modo que la vida media de un tripulante de submarino no rebasaba los 60 días. Al final de la guerra, de los 1.113 submarinos que la Kriegsmarine había botado sólo quedaba, aproximadamente, una cuarta parte indemne. Pero más dramáticas fueron las pérdidas humanas: de los 40.000 tripulantes con los que contó el arma submarina, sólo sobrevivieron unos 12.000. La imparable ofensiva alemana sobre la URSS llevó a su ejército a las puertas de Moscú en pocos meses. La inferioridad militar soviética, tanto en doctrina como en moral y armamento, obligó a su Alto Mando a alentar en sus hombres medidas desesperadas con tal de, al menos, retrasar el avance nazi. Uno de los aspectos en donde la inferioridad soviética era más manifiesta era en la aviación. Sus aparatos eran claramente superados y, al quedarse sin munición, muchos pilotos optaban por el tarán (“ariete”, en ruso), que suponía embestir con el avión propio el del enemigo para derribarlo. Obviamente, el piloto soviético asumía que tenía muchas posibilidades de morir en la acción, pues era inevitable que su aparato sufriese importantes daños que lo obligarían a aterrizar o a lanzarse en paracaídas, si tenía la suerte de no perecer en el impacto. Hay contabilizados cerca de un millar aproximado de ataques tarán, protagonizados también por mujeres aviadoras, que se dieron, sobre todo, en 1941 y 1942, cuando la situación del Ejército Rojo era más desesperada, muriendo casi la mitad