Continentes legendarios
Aún hoy, hay expediciones que parten en busca de territorios míticos y autores que aseguran haber dado con su pista. La industria de los continentes desaparecidos sigue haciendo caja. Pero ¿pudieron alguna vez ser reales?
La idea de que en un remoto pasado existieron continentes habitados por avanzadas civilizaciones que un día desaparecieron en el mar, en el transcurso de un único y rápido cataclismo, parece haber fascinado a la humanidad desde el principio de los tiempos. De todos esos continentes legendarios, sin duda el que ha hecho correr más tinta es la Atlántida. Pero la Atlántida es una creación humana, nada menos que de Platón, que la describió con bastante detalle en sus diálogos Timeo y Critias (también conocido como LaAtlántida). Entre los estudiosos, hay coincidencia en que se trata de una alegoría, una fábula moral, y así fue entendida durante mucho tiempo. De hecho, influyó decisivamente en obras como Utopía, de Tomás Moro, o La nueva Atlantis, de Francis Bacon. El problema es que Platón escribió también que se trataba de una “historia verdadera”, lo que dejó el terreno abonado para una gran variedad de teorías posteriores.
LA ARROGANCIA, CASTIGADA
La supuesta fuente original de la información, sin embargo, parece demasiado enrevesada como para otorgarle credibilidad: Critias, discípulo de Sócrates, afirma que de niño se enteró de la historia por su abuelo, quien la conoció a través del famoso legislador ateniense Solón, al que a su vez se la habían contado sacerdotes egipcios de Sais, ciudad del delta del Nilo. Y todo esto referido a una civilización que en teoría había existido 9.000 años antes. En Platón, la Atlántida aparece descrita como una isla de enorme tamaño ( mayor que Libia y Asia Menor juntas), situada más allá de las Columnas de Hércules – es decir, Gibraltar–, que desapareció en el mar después de un terremoto y una gran inundación en el transcurso de “un día y una noche terribles”. Esta isla, o continente, pertenecía a Poseidón, a quien le había tocado en suer-
te cuando los dioses se repartieron el mundo, y estaba habitada por la estirpe de los atlantes, que descendían de la unión de Poseidón y Clito. Era un lugar extremadamente rico en recursos naturales: había alimentos de muchas clases y todo tipo de animales domésticos y salvajes –con gran predominio del elefante–, los bosques daban gran cantidad de madera y abundaba un metal mítico llamado oricalco, utilizado en el culto a Poseidón y más valioso que el oro. Los atlantes, que se organizaban en una confederación de reinos, gozaban de una gran prosperidad. Construían templos, hacían obras públicas y vivían sometidos al imperio de la ley. Con el tiempo, sin embargo, sucumbieron a la soberbia e iniciaron una política de expansión por el Mediterráneo que les llevó a enfrentarse a Atenas, por la cual fueron derrotados. El final de la historia es un poco confuso porque, coincidiendo con la derrota, los dioses deciden castigar a los atlantes y se reúnen para establecer la pena, pero es en este momento cuando el relato de Platón se interrumpe. ¿Por qué lo dejó inconcluso? Nadie lo sabe, pero parece claro que Platón habla metafóricamente, por lo que el diálogo es una suerte de admonición contra la arrogancia de las naciones en el contexto del debate platónico sobre la República ideal. A lo largo de la Historia, hubo quienes prefirieron pensar que la Atlántida era un sitio real y no una mera fábula – el célebre erudito Athanasius Kircher, por ejemplo, la incluyó en uno de sus mapas en 1669–, pero no fue sino hasta finales del siglo XIX cuando se produjo el verdadero revival de la Atlántida, que no por casualidad coincidió en el tiempo con la invención de otros continentes imaginarios como Lemuria o Mu. Uno de los principales responsables de esta manía fue un diputado norteamericano, Ignatius Donnelly, que en 1883 publicó un libro tan absurdo como trascendental para la promoción del mito: Atlántida: el mundo antediluviano.
UN HOMBRE CON MUCHAS IDEAS
Donnelly se propuso probar nada menos que trece hipótesis distintas sobre la Atlántida, que desarrolló con gran lujo de detalles. El rigor científico era por supuesto nulo, pero proporcionó material suficiente para alimentar las fantasías de generaciones enteras. Obviamente, parte de que la isla de Platón existió de verdad y se hundió, efectivamente, en el océano a causa de un cataclismo. A partir de ahí, hace, entre otras, las siguientes afirmaciones: que la Atlántida fue el primer lugar en el que el ser humano pasó de la barbarie a la civi-
Entre los estudiosos hay coincidencia en que LaAtlántida de
Platón es una alegoría, una fábula moral sobre la soberbia
lización; que los pocos que consiguieron escapar de la catástrofe acabaron llegando bien a las costas de América, bien a las de Europa o África, y son el origen de las diversas poblaciones actuales; que la primera colonia fundada por los supervivientes de la Atlántida fue el antiguo Egipto; que los dioses griegos, hindúes y escandinavos fueron creados siguiendo el modelo de los reyes de la Atlántida; que el Paraíso Terrenal, el Diluvio Universal, el Jardín de las Hespérides, los Campos Elíseos y otras leyendas se basan también en la Atlántida; que la raza aria provenía de la Atlántida, igual que la semítica y probablemente la turca. El libro de Donnelly tuvo tal éxito que siguió reeditándose durante casi cien años, hasta 1976, y dio lugar a todo ese sinfín de teorías seudocientíficas en las que los arqueólogos se mezclan con los charlatanes y la New Age con los nazis. El todopoderoso Heinrich Himmler, por ejemplo, envió a finales de los años treinta una expedición al Tíbet para encontrar a los descendientes de los atlantes, de los que pensaba que eran los primeros representantes de la raza aria.
FUENTE DE INSPIRACIÓN PARA PLATÓN
Pero la de Donnelly no ha sido la única hipótesis disparatada: también hay quien dice que la Atlántida era una civilización extraterrestre y, cómo no, quien sostiene que desapareció en el triángulo de las Bermudas. Además de una ensoñación, la Atlántida también es una industria, por lo que sigue generando expediciones y congresos que hasta incluyen a gente seria. Lo que se discute en la actualidad no es si existió o no, cosa que ya está muy clara, sino cuál fue la fuente de inspiración de Platón. Una de las últimas teorías la relaciona con la civilización minoica y una erupción volcánica con tsunami en
la isla de Santorini, entonces llamada Tera, en los años 1627-1628 a.C. Según esta hipótesis, no hubo continente hundido, pero sí una inmensa conmoción cuyo recuerdo, mantenido a lo largo de los siglos, acabó germinando en la mente del filósofo.
LA CONTRADICTORIA MENTE DECIMONÓNICA
Pero, si la Atlántida existía como metáfora desde los tiempos de Platón, ¿ por qué resurge con tal fuerza precisamente en la segunda mitad del siglo XIX? En un mundo completamente transformado por la Revolución Industrial, en el que las creencias tradicionales han sido despedazadas por la geología moderna y las teorías de Darwin, en el que la ciencia ha dado lugar a todo tipo de sorpresas y la arqueología saca permanentemente a la luz culturas antiguas, todo parece posible. La fascinación por los continentes perdidos ejemplifica muy bien esa dualidad decimonónica entre la fe absoluta en el progreso y la necesidad de espiritualidad, misterio y leyenda, esos restos de espíritu romántico que, de una forma u otra, impregnan todo el siglo. Es muy significativo que el libro de Donnelly salga unos años después de que Heinrich Schliemann descubra, en 1871, las ruinas de Troya, de la que durante siglos también se pensó que era ficticia. La empresa de Schliemann había sido, además, un proyecto completamente personal, sostenido contra viento y marea, que partía del convencimiento de que la ciudad que aparecía en el relato de Homero había existido de verdad. El paralelismo era, pues, inevitable: si Troya resultó ser real, ¿por qué no la Atlántida? Pero Donnelly no estuvo, ni mucho menos, solo en su búsqueda de continentes perdidos. Por esas mismas fechas, el fotógrafo, anticuario y arqueólogo aficionado inglés Augustus Le Plongeon concibió la teoría de que la civilización egipcia había sido fundada por los mayas, que no eran sino refugiados del continente perdido de Mu, hundido supuestamente en el océano de forma similar a la Atlántida. Le Plongeon estuvo haciendo excavaciones arqueológicas en Chichén Itzá, México, y se basó en una traducción, desacreditada luego por fantasiosa, del Códice Tro- Cortesiano ( el principal códice maya). El nombre de Mu se lo puso por una pretendida reina maya llamada Moo que, según él, había huido a Egipto después de un drama familiar con celos y asesinatos.
La fascinación por los mundos perdidos ejemplifica la dualidad
del siglo XIX entre fe en el progreso y necesidad de misterio
Mu y la Atlántida eran, en realidad, entidades muy parecidas –ambas historias coinciden en muchos puntos, además de geográficamente–, pero dio igual. El mito del nuevo continente ya había sido creado y, en el siglo XX, un militar, ingeniero e inventor británico amante del ocultismo, James Churchward, lo recogió, desarrolló y amplió, lo trasladó del océano Atlántico al océano Pacífico y le dio una enorme fama mundial. Las evidencias que ofrecía el coronel Church-ward para probar sus teorías sobre Mu superaban en extravagancia todo lo visto hasta entonces, pero eso no impidió que escribiera un montón de libros sobre el tema ni que gente mucho más seria que él se tomara la molestia de desmentirle o de contradecirle. Churchward, que cuando empezó a publicar, en 1926, tenía ya 75 años, contó a quien quiso escu- charle que, siendo joven, había tenido acceso en la India a unas antiguas tablillas de cerámica escritas en una lengua muerta –la Naga Maya– que solo hablaban tres personas y que a él le enseñó un viejo sacerdote.
CHURCHWARD DESCRIBIÓ MU AL DETALLE
Después de traducirlas y completarlas con la información de otra serie de tablillas encontradas en México por el mineralogista William Niven – de estas siempre se sospechó que eran falsas–, Churchward fue capaz de presentar una descripción sorprendentemente exacta del continente perdido Mu: se encontraba en el Pacífico y se extendía de este a oeste desde las islas Marianas hasta la isla de Pascua, y de norte a sur desde Hawái hasta Mangaia; había desaparecido hacía 12.000 años y tenía una antigüedad de 50.000; estaba habitado por 64 millones de personas – los naacal–, la mayoría de raza blanca, y poseía un nivel de desarrollo muy
superior al de la sociedad en la que vivía el propio Churchward; había desaparecido en el transcurso de una sola noche engullido por el agua y el fuego.
LA TIERRA PERDIDA DE LOS PRIMATES
Otro hito en la Historia de los continentes perdidos fue la creación de Lemuria, con la que el zoólogo inglés Philip Sclater trató de explicar el hecho de que hubiera lémures tanto en la India como en Madagascar, pero no en África. Según su hipótesis, esto se debería a la existencia de un continente gigantesco anterior a África y a la Atlántida que también habría sido destruido por terremotos y cataclismos y que habría hecho de puente entre Madagascar y la India. Sobre Lemuria, que a veces se identifica con Mu y otras con la Atlántida –y otras con el continente Kumari Kandam de la cultura tamil–, escribieron una serie de ocultistas encabezados por Helena Blavatsky, que en 1875 fundó en Nueva York, junto a Henry Olcott, la Sociedad Teosófica. Blavatsky publicó un libro venerado por el esoterismo, La doctrina secreta, donde trazaba una cosmogonía propia y exponía su teoría de las razas- raíz, una suerte de evolución de la humanidad desde el puro espíritu –la primera raza, que vivía en un continente llamado la Tierra Sagrada Inmarcesible– hasta el hombre de carne y hueso. Según Blavatsky, las razas III y IV vivieron respectivamente en Lemuria y la Atlántida, con una diferencia de 700.000 años. La raza V era la aria. Dentro del mismo imaginario, aunque con una base mucho más real, se encuentra la isla de Tule. El primero en mencionarla fue el explorador griego Piteas de Massalia, que en el siglo IV a.C. se aventuró más allá de las Columnas de Hércules y llegó a un lugar que estaba “seis días al norte de Gran Bretaña” y en el que en verano nunca se ponía el sol. Piteas habló de Tule en una obra llamada Del océano, hoy perdida, pero de la que hay constancia a través de sus muchos críticos (Polibio, Artemidoro, Estrabón). Así se sabe que la describía como una isla con la consistencia de una medusa, en clara referencia al momento en que el agua se transforma en hielo. Tule adquirió carácter legendario en la Antigüedad. Virgilio acuñó la idea de Última Tule como metáfora del fin del mundo conocido. En ocasiones fue también identificada con la mítica Hiperbórea –región septentrional desconocida y habitada por una raza de gigantes– y otras con Islandia, Groenlandia, las islas Feroe o el Círculo Polar Ártico –hoy se considera que Piteas llegó a Noruega–. Tampoco escapó Tule a la voracidad del nazismo por encontrar leyendas que justificaran sus fechorías. En 1918 se creó en Alemania la Sociedad Thule, que identificaba esa tierra perdida con la patria original de la raza aria y que estuvo en los orígenes del Partido Obrero Alemán, antecedente del Partido Nazi.
En 1918 se creó en Alemania la Sociedad Thule, que identificaba esa isla mítica con la patria original de la raza aria