Avances en la navegación
En la era de los descubrimientos y los grandes viajes oceánicos, surgieron nuevos instrumentos náuticos (astrolabio, cuadrante), navíos (carabelas) y mapas científicos, que dejaron pronto atrás el paradigma ptolemaico.
Claudio Ptolomeo es el padre de la geografía y la cartografía modernas. Poco o nada se sabe de él, más allá del hecho de que vivió en el siglo II en Alejandría y legó al mundo una de las obras científicas más influyentes y longevas de todos los tiempos, la Geografía. El mundo de Ptolomeo era, naturalmente, mucho más pequeño que el de Magallanes. Sin embargo, y a pesar de las enormes limitaciones prácticas y teóricas de la época, el mapamundi del geógrafo griego perduró como el canon cartográfico indiscutido en Occidente durante 1.300 años. En la larga “noche” de la Edad Media, la ciencia geográfica apenas experimentó progresos reseñables y, en el alba de la era de los descubrimientos, el mapa ptolemaico seguía siendo la espina dorsal de la difusa idea que del planeta Tierra tenían científicos, aventureros y exploradores. Los cálculos, meritorios pero erróneos, de Ptolomeo acerca de la circunferencia de la Tierra animaron a Cristóbal Colón a hacerse a la mar en busca de las Indias a través de la inédita ruta occidental. Asimismo, nutrieron las ambiciones de Fernando de Magallanes para hollar, siguiendo la misma ruta, la isla de las Especias. De haber tenido una información certera y rigurosa acerca de la verdadera dimensión del planeta, es más que probable que ni Colón ni Magallanes hubieran osado jamás aventurarse en mar abierto en pos de sus quimeras. Durante siglos, la Europa del sur había vivido volcada hacia el Mediterráneo. Las riquezas de Oriente regaban el Viejo Continente a través de la ruta terrestre hacia Constantinopla y, desde allí, en dirección a las costas de las grandes potencias europeas. Pero la caída de la capital bizantina en manos de los turcos, en 1453, provocó un seísmo político y económico de extraordinaria magnitud.
REVOLUCIÓN EN LA CIENCIA NÁUTICA
Con los otomanos como intermediarios en el proceso de distribución de las lujosas mercancías del Lejano Oriente –oro, especias, porcelana, seda...–, los precios se dispararon y el corredor continental quedó prácticamente cerrado. Y el Mediterráneo, en la segunda mitad del siglo XV, se quedó pequeño. Portugal en primera instancia, espoleada por la audacia de Enrique el Navegante, y posteriormente Castilla se vieron forzados a proyectar por vez primera su mirada hacia el oeste y a domar el Atlántico en busca de rutas marítimas que permitieran el acceso directo al mercado oriental. Naturalmente, navegar en el océano, lejos de la costa, era un reto mayúsculo que exigía un salto técnico cualitativo y una audacia rayana en la temeridad. Hasta mediados del siglo XV, el Atlántico era terra
incognita. El Mediterráneo permitía una navegación de cabotaje, esto es, con la costa permanentemente a la vista y referencias geográficas constantes, y las incursiones en mar abierto eran breves, en unas aguas cartografiadas al milímetro gracias a las cartas portulanas, en las que figuraban con todo lujo de detalles escalas, distancias, ubicación de arrecifes, islas, costas y puertos en boga desde el siglo XIII. Pero la costa dejó de ser una referencia válida con la puesta en marcha de las expediciones portuguesas a lo largo del continente africano. Los vientos dificultaban extraordinariamente la navegación costera, por lo que no quedó otra alternativa que aventurarse en mar abierto, dando así inicio a toda una revolución en el ámbito de la ciencia náutica. La era de la na-