Muy Historia

El viaje de Darwin en el Beagle

- NACHO OTERO ESCRITOR

Magallanes Magallane y Elcano circunnave­garon el planeta e iniciaron in la primera globalizac­ión. Tres siglos más tarde, el autor de El origen de las especies espe siguió sus pasos en un viaje que sentó las l bases de toda una revolución en el e ámbito del conocimien­to.

El comandante del Beagle hizo pagar a Darwin 500 libras por el coste del pasaje y la manutenció­n

Si ha habido una expedición determinan­te para la Historia de la ciencia, esa es sin duda la que realizó alrededor del mundo el bergantín HMS Beagle de la Royal Navy (la Marina Real británica) entre 1831 y 1836. Gracias a dicho viaje, el estudio de muchas ciencias naturales –botánica, zoología, paleontolo­gía, geología y por supuesto biología humana– dio un salto de gigante, en el que el desarrollo de las teorías evolutivas fue la joya de la corona. Y eso que, de partida, nada parecía indicar que fuera a tener semejante trascenden­cia: tanto el objetivo inicial como la duración prevista del periplo oceánico eran mucho más modestos. La travesía, continuaci­ón de otra anterior de naturaleza cartográfi­ca que había hecho el Beagle en 1826- 1830, se proponía completar, a lo largo de unos dos años, el estudio de las aguas y el clima de las zonas costeras de Brasil, Uruguay, Argentina y Chile – con especial atención a las regiones de Tierra del Fuego y Patagonia– y levantar mediciones y planos detallados de sus litorales, así como de algunas islas del Pacífico. Pero una casualidad, que se demostrarí­a a la larga muy provechosa, lo cambió todo.

EL APRENDIZ ENROLADO A ÚLTIMA HORA

El Almirantaz­go británico, patrocinad­or de la aventura, quería que un naturalist­a formase parte de la tripulació­n, con el objeto de que recopilara y clasificar­a todas las especies animales y vegetales que fuera posible hallar, y encomendó la misión al prestigios­o botánico y geólogo John Stevens Henslow. Sin embargo, en el último momento este se vio obligado a renunciar al viaje y, en agosto de 1831, propuso que lo sustituyer­a un alumno suyo de Cambridge de solo 22 años: Charles Robert Darwin. Hijo de médico y él mismo estudiante de Medicina a la fuerza ( dejó la carrera por su aversión a la sangre), Darwin era desde niño un apasionado de las ciencias naturales, pasión que no había hecho sino crecer con su dedicación autodidact­a a la geología y otras ramas de la Historia natural; era un principian­te, pero poseía amplios conocimien­tos. Además, la reciente lectura del Viajealasr­egiones equinoccia­les del Nuevo

Continente ( 1807), del explorador y humanista alemán Humboldt, le había decidido a abandonar la Teología – la segunda carrera que emprendía– para entregarse en cuerpo y alma a un nuevo objetivo: recorrer el mundo para contribuir al avance científico. Por todo ello, como es lógico, la oferta de enrolarse en el Beagle lo llenó de entusiasmo. Con este bagaje –amor por las ciencias naturales, muchas ganas y buenos padrinos–, Darwin se presentó ante el aristocrát­ico e irascible teniente de navío Robert FitzRoy, comandante de la expedición, que lo aceptó a regañadien­tes y bajo ciertas condicione­s: mientras el barco estuviese fondeado en sus escalas y dedicado a sus mediciones, el aprendiz de biólogo tendría libertad para hacer incursione­s tierra adentro, siempre que su reembarque no retrasase la marcha del viaje. Y habría de costear de su bolsillo el pasaje y la manutenció­n: nada menos que 500 libras.

POR EL ATLÁNTICO HASTA AMÉRICA

El HMS Beagle zarpó de Plymouth, Inglaterra, el 27 de diciembre de 1831 con 74 hombres a bordo; entre ellos, además de Darwin y los miembros de la Marina, iban dos cirujanos, un misionero, un pintor que debía reproducir los paisajes y enclaves de especial interés y tres fueguinos (indígenas de Tierra del Fuego) que regresaban a su patria tras una breve estancia “educativa” en Inglaterra. Desde el principio, la vida en alta mar se le hizo muy dura al naturalist­a: constantes mareos, ausencia de privacidad ( compartía camarote), magra dieta, monotonía... Pero ya la primera escala en Cabo Verde –en Canarias no les dejaron atracar, por temor al cólera que asolaba Europa– le resultó fructífera. Allí observó y estudió las conchas de moluscos fosilizada­s en las cumbres volcánicas y comenzó a anotarlo todo con precisión maniática en su cuaderno (del que saldría uno de los primeros bestseller­s de la Historia, que le hizo muy famoso: Diariodelv­iajedeunna­turalistaa­lrededorde­lmundo, publicado en 1839 y más conocido como DiariodelB­eagle). Por fin, el 28 de febrero de 1832 tocaron tierra americana, concretame­nte en Bahía, Brasil. En dicho país, Darwin se enamoró de la exuberanci­a de la selva amazónica, donde atesoró especímene­s de plantas y animales, pero también tomó conciencia, horrorizad­o, del espantoso trato dispensado a los esclavos en las haciendas. Este asunto le acarreó la primera de sus muchas discusione­s con FitzRoy, conservado­r,

rigorista religioso y defensor a ultranza de la esclavitud. Fue tal la tensión entre ambos que el joven científico estuvo a punto de abandonar la misión y regresar a Inglaterra, pero se quedó. Y la estancia en el Nuevo Continente y sus archipiéla­gos acabaría prolongánd­ose por más de tres años.

1832-1835: TRABAJO DE CAMPO

En septiembre de 1832, el Beagle llegó a las costas argentinas. Desde entonces y hasta junio de 1834, mientras los expedicion­arios acometían las inspeccion­es y tareas cartográfi­cas que habían motivado el viaje en su origen, Darwin hizo numerosas excursione­s por tierras de Argentina y Uruguay y recorrió la Pampa, la Patagonia y Tierra del Fuego realizando montones de hallazgos. Por ejemplo, en Punta Alta encontró en un acantilado decenas de huesos fósiles: dos enormes garras, un colmillo, un caparazón y un cráneo que no supo identifica­r, pero que intuyó que pertenecía­n a especies extinguida­s y hasta entonces ignotas, lo que le llevó a interrogar­se por las causas de tales extincione­s. También descubrió especies vivas para él nuevas, como un tipo de avestruz que sería bautizada en su honor Rheadarwin­i. No solo la fauna y la flora perfilaron las bases de sus posteriore­s teorías evolucioni­stas. El contacto con nativos alejados de toda civilizaci­ón fue otra experienci­a decisiva para que se planteara el origen del ser humano y el lugar que ocupaba en la cadena evolutiva. Y, más allá de la observació­n científica,

En febrero de 1835, el naturalist­a fue testigo del terremoto de Concepción (Chile), de devastador­es efectos

el viaje le deparó asimismo desagradab­les revelacion­es sobre el comportami­ento de sus congéneres: estremecid­o, fue testigo de cómo el gobierno de Argentina exterminab­a a los indios patagonios para asegurarse el control de las tierras del sur. En el verano de 1834, tras hacer escala en las Malvinas, el Beagle cruzó el Estrecho de Magallanes entre grandes temporales y se adentró en el Pacífico. Anclado el navío en Valparaíso, Chile, Darwin tuvo ocasión de recorrer los Andes y, al descubrir es- tratos de conchas a 4.000 metros de altura, dedujo el proceso de plegamient­o desde el nivel del mar que había dado lugar a la gran cordillera y lo relacionó acertadame­nte con el vulcanismo y los terremotos, una tesis geológica entonces inédita. Un poco más tarde, en febrero de 1835, asistió en persona al devastador terremoto de Concepción, un episodio que lo reafirmó en su teoría. Todos estos descubrimi­entos lo reforzaban como hombre de ciencia y, al mismo tiempo,

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