Marco Polo en la Corte de Kublai Kan
A finales del siglo XIII, el joven mercader veneciano pasó veinticuatro años en Asia, diecisiete de ellos al servicio del emperador mongol, para el que realizó un trabajo casi antropológico. El relato de sus viajes cambió para siempre la idea que los euro
En 1271, tres comerciantes de la misma familia llamados Niccolò, Maffeo y Marco Polo –padre, tío e hijo–, partieron de Venecia rumbo a Asia, en un viaje del que tardarían veinticuatro años en volver. El relato del más joven de ellos –titulado, según las versiones, Los viajes de Marco Polo, El
Libro de las Maravillas o La descripción del mundo– se convirtió en un texto fundamental para el conocimiento de Oriente en un momento en que, para la Europa medieval, Asia era un lugar ignoto y aterrador. Marco Polo no fue el primer occidental en viajar a China, por entonces llamada Catay –antes ya habían estado unos pocos intrépidos; entre ellos, su padre y su tío–, pero sí el primero en contar por escrito lo que había visto. Su testimonio es especialmente interesante porque Marco Polo, un hombre que parece poseer una curiosidad infinita, nfinita, recorrió miles de kilómetros ros con espíritu de geógrafo, antropólogo e incluso periodista y, a pesar de compartir muchas de las ideas preconcebidas de los europeos de su tiempo –en especial, la animadversión contra los musulmanes–, dejó constancia de cómo eran las sociedades por las que iba pasando; en particular, la china, mucho más avanzada que la suya propia. El origen del que se considera el libro de viajes más famoso jamás escrito se encuentra, no obstante, en una casualidad. Cuando Niccolò, Maffeo y Marco volvieron a Venecia, en 1295, la ciudad se hallaba en guerra con Génova, su eterna rival. Poco después, Marco Polo fue hecho prisionero en una batalla marítima –posiblemente la de Curzola, aunque no es seguro– y encerrado junto a Rustichello de Pisa, un escritor de libros de caballerías de fama internacional (era el autor favorito de Enrique I de Inglaterra). Y allí, en la cárcel, con mucho tiempo libre y muy poco que hacer, Marco Polo le fue dictando a Rustichello sus recuerdos, que de este modo adquirieron forma de libro.
A MERCED DE LAS “RAZAS MONSTRUOSAS”
Pero, para contar la historia de Marco Polo, hay que remontarse a un episodio anterior. En 1269, Niccolò y Maffeo Polo regresaron a Venecia después de un primer viaje por Oriente en el que emplearon quince años. Habían ido a comerciar con piedras preciosas, pero, cuando intentaron volver, se vieron empujados hacia el este por diversas guerras y acabaron siendo conducidos a la corte
de Kublai Kan, que nunca había visto antes europeos y sentía curiosidad. Kublai Kan era nieto del legendario Gengis Kan y líder del Imperio mongol, que ocupaba nada menos que desde China hasta Europa oriental – es el imperio formado por territorios contiguos más extenso que jamás haya existido–. La idea que por entonces se tenía en Occidente de los mongoles era muy poco favorecedora. Se les incluía dentro de las llamadas “razas monstruosas”, por lo que no se les consideraba propiamente humanos y eran identificados con criaturas fantásticas de distintas clases ( se creía, por ejemplo, que entre ellos vivían los esciápodos, seres que tenían un solo pie, tan grande que les servía para darse sombra a sí mismos).
DE LOS PREJUICIOS A LA REALIDAD
Pero el sentimiento principal en relación a los mongoles era el de pánico. En 1242, los descendientes de Gengis Kan, con su poderosa y disciplinada maquinaria militar, habían ocupado Polonia y Hungría y habían llegado a las mismas puertas de Viena, lo que provocó ataques de terror e histeria en toda Europa. Por otra parte, los mongoles eran vistos como posibles aliados frente a los mu- sulmanes, el auténtico enemigo, y por eso, antes del viaje de los Polo, ya habían sido enviados algunos religiosos a Oriente con carácter exploratorio, aunque sin resultados. El conocimiento que en la Europa del siglo XIII se tenía de Asia, en suma, era mínimo y cargado de prejuicios. El mandatario ante el que se postraron Niccolò y Maffeo, sin embargo, tenía poco o más bien nada de monstruoso. Kublai Kan era un hombre refinado e inquieto, preocupado por conocer a sus súbditos y administrar adecuadamente sus posesiones – en ese momento, estaba luchando para consolidar sus conquistas en el sureste chino, cosa que consiguió en 1279–. Y, como
Los mongoles eran vistos en Occidente como seres monstruosos que no eran del todo humanos
todos los mongoles, era especialmente tolerante en materia de religión, algo que no puede decirse de los europeos de la época. El emperador trató a los venecianos a cuerpo de rey y les facilitó la vuelta a Venecia. Para ello les entregó unas tablillas doradas que les servirían de salvoconducto y les permitirían utilizar el extraordinario servicio mongol de postas. Además, les confió una embajada: que fueran, en su nombre, a ver al Papa con la petición de que este le proporcionase cien hombres sabios para utilizarlos en la administración de su Imperio y también un poco de aceite de la lámpara del Santo Sepulcro de Jerusalén.
UN VIAJE INTERMINABLE
A su vuelta a Venecia, en 1269, Niccolò Polo se encontró con dos noticias inesperadas. La primera era que el Papa había muerto, por lo que, para cumplir con el encargo del emperador, debían esperar a que eligiesen a uno nuevo; la segunda, que tenía un hijo del que hasta entonces no sabía nada. Dos años más tarde, cuando iniciaron el viaje de regreso a la corte de Kublai Kan, el joven Marco, que contaba por entonces diecisiete años, les acompañó. Primero se dirigieron a las ciudades de Acre y Jerusalén, en Tierra Santa, donde obtuvieron el aceite de la lámpara del Santo Sepulcro. Allí también se entrevistaron con el nuevo Papa, Gregorio X, que redujo la petición de cien hombres sabios a dos frailes dominicos. Estos les acompañaron durante parte del trayecto, pero salieron huyendo en cuanto atisbaron los peligros que entrañaba el viaje. El siguiente destino fue Ormuz, en Persia, donde los Polo pensaban embarcarse rumbo a China. Pero allí no encontraron navíos adecuados y optaron por seguir la tradicional red de caminos por la que, desde el siglo I a.C., se intercambiaban mercancías de toda clase entre Asia y Europa – oro, seda, caballos, piedras preciosas, porcelana...–: el recorrido que en el siglo XIX sería bautizado como Ruta de la Seda. Los Polo utilizaron los medios que había disponibles, fundamentalmente caballos, camellos y burros; a pesar de contar con la ventaja de las tablillas doradas de Kublai Kan, el viaje hasta su corte duró tres años. Lo extraño es que llegaran con vida. Tuvieron que atravesar la cordillera del Pamir, en Asia central – aún en el siglo XIX considerada el Techo del Mundo–, por pasos situados a más de 4.600 metros de altitud, y cruzar el desierto de Gobi, recorrido en el que emplearon un mes y donde, según avanzaban, iban encontrando esqueletos de animales muertos de sed.
La hipótesis más común es que Marco Polo fue una especie de espía al servicio de Kublai Kan
A lo largo de toda la travesía, Marco Polo fue recogiendo tanto lo que veía como lo que le contaban, y por eso en el libro se entremezclan descripciones precisas, escritas con una especie de sequedad notarial, con leyendas y episodios fantásticos. El explorador hace inventario de los accidentes geográficos, las etnias, las religiones, las mercancías que se producen, los ritos funerarios y las costumbres sexuales, pero también cuenta que en la cima del monte Ararat, en Armenia, se encuentra posada el arca de Noé, refiere el milagro de un zapatero tuerto que hizo mover una montaña en Persia para salvar a los cristianos de ser asesinados por el califa y habla de la batalla del Preste Juan –personaje imaginario que se creía que reinaba en Asia menor– contra Gengis Kan.
EN LA CORTE DEL EMPERADOR
Al cabo de tres años y muchos miles de kilómetros, los tres miembros de la familia Polo llegaron por fin a la corte de verano de Kublai Kan, situada en la ciudad de Xanadú, a 500 kilómetros al norte de Pekín. Marco tenía por entonces veinte años y su padre y su tío pensaban que quizás podía entrar a trabajar para el emperador. No se equivocaron. Nada más verle, Kublai Kan manifestó su agrado por Marco Polo y le puso a su servicio. La ciudad de Xanadú dejó completamente fascinado al joven veneciano. Kublai Kan tenía allí dos palacios: uno hecho de mármol y piedras nobles, con salas, habitaciones y corredores totalmente dorados y decorados con pinturas de animales y flores, y otro de bambú atado con gruesas sogas de seda, que solo se instalaba los meses de junio, julio y agosto, para que el emperador estuviera allí fresco, y el resto del año se desmontaba y se metía en cajas. También había un gran recinto amurallado con fuentes, ríos, bosques y hermosas praderas, habitado por ciervos, gamos y cabritillos. Kublai Kan recorría a menudo ese parque a caballo, llevando en la grupa un leopardo domesticado al que de vez en cuando soltaba para que cazara alguno de estos animales, con los que luego alimentaba a sus halcones y gerifaltes. Sobre el trabajo que Marco Polo realizó para Kublai Kan se ha elucubrado mucho y hay distintas teorías, pero está claro que el emperador lo apreciaba enormemente. La hipótesis más común es que fuera una especie de espía de lo que sucedía en el Imperio. Marco Polo aprendió enseguida a escribir y hablar en cuatro lenguas distintas –aunque ninguna de ellas fue el chino– y empe-
zó a viajar a lugares alejados para luego contarle a Kublai Kan cómo se portaban sus gobernadores e informarle de las características de los pueblos del sur de China que acababa de conquistar. Esta habilidad de cronista le proporcionó a Kublai Kan algo que echaba mucho en falta. Al comienzo del libro se explica que el emperador estaba muy insatisfecho con los embajadores que enviaba a provincias, a los que trataba de “necios e ignorantes” porque, aunque cumplieran satisfactoriamente con su cometido, luego se mostraban incapaces de contarle las curiosidades y los usos y costumbres de los lugares que habían visitado, que era lo que a él realmente le agradaba oír. Marco Polo dice ser muy consciente de esta queja antes de partir en su primera misión, y por eso se esmera en recoger todo tipo de detalles al gusto del emperador.
UN EMPLEO DE CASI DOS DÉCADAS
Marco Polo permaneció así en la corte de Kublai Kan, viajando y reseñando lo que le sorprendía, durante diecisiete años. Un asunto que le interesa siempre son los ritos funerarios, especialmente la costumbre de incinerar a los muertos, que, en la región del Mangi – nombre que se le daba al sur de China–, se quemaban junto a imágenes de cartón de todo lo que el finado pudiera desear en el más allá, desde camellos y monedas hasta mujeres y esclavos. También se fija en aspectos del matrimonio y la sexualidad, tales como la poligamia y la costumbre de ceder las esposas a los visitantes durante un par de días como gesto de hospitalidad. Recoge asimismo el uso del papel moneda, un elemento impensable en Europa por entonces, y el empleo del carbón para proporcionar calor. Un buen ejemplo de la impresión que le produjo la magnificencia oriental es la extensa descripción de Quinsai, la “Ciudad del Cielo” – actualmente, Hangzhou–, de la que afirma: “Es la más grande, la más noble y la mejor que hay en el mundo; allí se pueden encontrar tantos placeres que el hombre piensa que está en el Paraíso”. Marco Polo refiere que Quinsai tiene 12.000 puentes, cada uno con una guardia de diez hombres que están allí día y noche, y 4.000 baños artificiales con estufas, “que los habitantes visitan varias veces al mes porque son muy cuidadosos de su persona”. Describe un palacio con veinte salas, en cada una
de las cuales pueden comer 10.000 personas a la vez, y retrata una realidad en la que todo es inmenso y fastuoso y se cuenta por millares. Kublai Kan apreciaba tanto a los tres venecianos que durante mucho tiempo se resistió a dejarlos marchar. Al final, accedió a cambio de pedirle a Marco Polo un último servicio: que escoltaran a lo largo de miles de kilómetros a una princesa llamada Kokacín hasta su boda con Argún, kan del Ilkanato de Persia. El viaje se hizo esta vez por mar y resultó tan azaroso como el de ida. Fueron recorriendo la costa meridional de China y, al lle- gar a Sumatra, tuvieron que esperar cinco meses en tierra de caníbales a que pasara la temporada de los monzones. Luego cruzaron por el golfo de Bengala hasta Ceilán y subieron por la costa de la India hasta desembarcar en Ormuz. Llegaron a su destino al cabo de más de un año y medio. Marco Polo cuenta en su libro que, de los seiscientos que componían la expedición, solo quedaban vivos para entonces dieciocho. Lo peor fue que, para entonces, Argún, el novio, había muerto; pero Kokacín se casó con su hijo y allí se quedó igualmente.
NI LA MITAD DE LO VIVIDO
Marco Polo se instaló en Venecia y se dedicó al comercio. En 1298 fue encerrado en la cárcel junto a Rustichello de Pisa, que quedó fascinado con la historia de su vida. Entre ambos compusieron el libro que abrió la puerta al conocimiento de Oriente, una obra de la que, por desgracia, no hay original: lo que conocemos son copias de copias y, con frecuencia, las versiones no coinciden. Tampoco se sabe qué pertenece exactamente a Marco Polo y qué añadió Rustichello, que, no hay que
Se ha puesto en duda la autenticidad de su relato porque no menciona la Gran Muralla, pero hoy se cree que es verídico
olvidarlo, era autor de libros de fantasía. Más de una vez se ha puesto en duda la autenticidad de lo narrado con el argumento de que cómo es posible que no hable de la Gran Muralla ni de la costumbre de vendar los pies. Pero la crítica académica ha certificado la veracidad del viaje, a pesar de algunos errores y exageraciones. Y si no, fiémonos del propio Marco Polo, al que antes de morir le preguntaron: “¿ Marco, todo lo que contaste era verdad”? Y él respondió: “No conté ni la mitad”.