Se acepta la participación de las mujeres
“El diablo escucha con sumo placer la prédica de una Cruzada, porque en la peregrinación de la Cruz una multitud de nobles damas se convierten en cortesanas, y millares de doncellas pierden su inocencia”: esto escribió un sacerdote a una dama que deseaba partir a Tierra Santa, y revela solo una de las facetas de la mujer en las Cruzadas. Sin embargo, a pesar de las reticencias por parte de eclesiásticos y predicadores, la mujer también acudió a Tierra Santa. En la Primera Cruzada (1096-1099), las esposas de los grandes príncipes europeos acompañaron a sus maridos, y en la Segunda Cruzada (1147-1149), las condesas de Flandes y Tolosa abrazaron la Cruz junto a Leonor de Aquitania, por entonces reina de Francia. El rey no permitió de buen grado que Leonor lo acompañara, pero ella, en su calidad de duquesa de Aquitania –y, por tanto, la mayor feudataria de Francia–, insistió en partir como los demás señores feudales. No fue hasta el año 1216 cuando el papa Inocencio III autorizó que las mujeres participasen en las Cruzadas y ya, reconocidas por la autoridad papal, fueron reclutadas pudiendo comandar sus propios contingentes. El caso más emblemático es, sin duda, el de Margarita de Provenza, esposa de Luis IX de Francia. En avanzado estado de gestación, luchó por mantener la cohesión de la guarnición y comandaba la defensa de Damieta en 1270 cuando los musulmanes asediaban la ciudad y su esposo yacía moribundo en la cama.