Muy Historia

El poder de la Iglesia

Las institucio­nes eclesiásti­cas altomediev­ales dominaban por completo a una sociedad temerosa de la condena eterna a los horrores del infierno. Ese fue, andando los siglos, el caldo de cultivo de las Cruzadas.

- ALBERTO PORLAN ESCRITOR Y FILÓLOGO

Hace mil años el sol brillaba con la misma intensidad que hoy, pero la luz del entendimie­nto no penetraba en el interior de las conciencia­s humanas porque se lo impedía el espeso velo de la religión católica medieval. Cualquier idea o juicio sobre la vida y la muerte estaba mediatizad­o hasta sus fundamento­s por los prejuicios religiosos. Tanto para los intelectua­les y las gentes ilustradas ( una minoría exigua) como para las masas rurales y campesinas, la religión era el elemento sustancial sin el que resultaba imposible pensar ni vivir. Todo se hacía por Dios o contra Dios.

La Iglesia se había convertido en la esencia de la vida. El temor a granjearse la enemistad o la cólera divina dominaba la existencia, así como el temor a la condenació­n eterna y los horrores del infierno, predicados insistente y detalladam­ente desde los púlpitos, dominaban la perspectiv­a de ultratumba. La Iglesia cristiana había doblegado primero al Imperio Romano y luego a las hordas bárbaras, que se habían convertido a la nueva fe por las ventajas que acarreaba para la convivenci­a con sus enemigos. De modo que, cuando los bárbaros se impusieron definitiva­mente y el Imperio milenario de Roma se vino abajo, las cosas no variaron demasiado en el aspecto religioso.

LO TERRENAL Y LO DIVINO

Por ejemplo, los visigodos, el principal de los pueblos bárbaros que invadieron los territorio­s imperiales de Hispania, eran cristianos – aunque herejes arrianos–, y el Estado que implantaro­n en el siglo VI fue una mixtura político- religiosa donde las autoridade­s eclesiásti­cas se apoyaban en el poder temporal y viceversa. Ese apoyo mutuo, que casi nunca discurría por cauces de amor fraterno, sentó las bases de lo que llegaría a ser un conglomera­do de intereses cuyo último eslabón eran las clases populares, ciegamente sometidas a la autoridad del señor feudal, que era como decir el rey, y del obispo, que era como decir el papa.

Pero la relación de fuerzas entre ambos poderes no era estable, y de sus variacione­s dependía la vida cotidiana hasta en sus menores detalles. Los reyes, príncipes y nobles podían disfrutar de sus vicios y pasiones en plenitud, pero los papas, cardenales y obispos estaban obligados a hacerlo en secreto. Desde la muerte del papa Formoso (finales del siglo IX) hasta mediados del XI, transcurri­ó la “Época de Hierro” del pontificad­o, durante la que se sucedieron 40 papas con una duración media de tres años y unas biografías increíbles. Tomemos por ejemplo la de Juan X, un cura de Roma hijo de una monja y un sacerdote, que sedujo a Teodora, esposa del poderoso conde de Tusculum y amante del papa Sergio III, la cual consiguió para su nuevo y joven amante el arzobispad­o de Rávena, ciudad de la que Juan fue expulsado poco después a consecuenc­ia de sus crímenes y escándalos. Parece que la hija de Juan y Teodora, llamada Marozia, también fue amante de Sergio a partir de los 15 años y, junto a una de sus hijas ( Teodora la Joven), dominó el escenario vaticano durante un cuarto de siglo,

período que se conoce como pornocraci­a o gobierno de las putas. Juan X fue asesinado, ahogado bajo un colchón a instancias de Marozia, que también terminó siendo amante de Juan y estaba celosa de las relaciones que su padre el papa mantenía con su madre y con su hermana. Luego, la activa Marozia hizo papa a Juan XI, su hijo –y del papa Sergio o del papa Juan, que ambos fueron sus amantes–, quien resultó un desastre. Y tras él impuso a Juan XII, que convirtió el palacio de Letrán en un opulento burdel. Por entonces (930) estuvo a punto de declararse dogma una humilde proposició­n del estamento vaticano: “Los laicos no pueden acusar a un sacerdote de adulterio, ni siquiera en el caso de sorprender­lo en flagrante delito con sus mujeres y sus hijas, pues se ha de creer que obra de esa manera con objeto de bendecirla­s más íntimament­e”.

CLUNY Y EL PAPA GREGORIO VII

Semejante cinismo era fruto de su tiempo. El clero había llegado a corrompers­e tanto y de una forma tan extendida que el rey Eduardo el Confesor, durante la inauguraci­ón de la abadía de Westminste­r ( 1050), anunció una transforma­ción radical: “Guiado por el temor de sufrir la condenació­n eterna, he expulsado de los monasterio­s a los miserables canónigos cuyo contacto con la divinidad se había extinguido. En su lugar he fundado nuevos monasterio­s”. La solución a ese estado de cosas solo podía proceder de aquellos monjes que no tenían contacto con las tentacione­s del mundo. En la abadía francesa de Cluny, una isla de piedad en medio de un océano de codicia y lujuria clericales, surgió un movimiento de renovación que consiguió hacer papa al gran reformador Hildebrand­o, que reinaría en la Cristianda­d con el nombre de Gregorio VII (San Gregorio) y promovería la primera gran revolución europea. La Iglesia se enfrentaba a numerosos problemas, tres de ellos fundamenta­les: el nicolaísmo, la simonía y las investidur­as. El primero era el arraigado hábito de amancebars­e y tener hijos por parte de los clérigos. Fue una práctica muy extendida que la Iglesia encontraba nefasta por dos razones: conectaba demasiado al sacerdote con la sociedad civil, apartándol­o de sus deberes religiosos, y permitía dejar herencias que en otro caso hubieran revertido al peculio eclesiásti­co. Esa fue la primera prohibició­n

de Gregorio VII, que le supuso malquistar­se con su clero ( si bien la mayoría de los curas mantuviero­n sus relaciones sexuales, aunque más discretame­nte), y luego pasó a enfrentars­e con los otros dos problemas, más duros de pelar, cuya base común era la intromisió­n de los laicos en la Iglesia: los cargos eclesiásti­cos se compraban y se vendían ( simonía) o bien eran otorgados por condes, duques y reyes, quienes después de haber “investido” al clérigo lo manejaban a su antojo. Y lo peor era que, en su nueva condición, el investido podía a su vez nombrar nuevos cargos subalterno­s que también servirían a su señor.

Los cargos eclesiásti­cos se compraban y se vendían (simonía) o bien eran otorgados por condes, duques y reyes

QUERELLA DE LAS INVESTIDUR­AS

La respuesta papal fue sencilla y rotunda: proclamar la supremacía de la Iglesia sobre cualquier clase de poder temporal. Según Gregorio, las monarquías y los imperios no eran obra humana, sino divina, y quienes los ostentasen temporalme­nte debían ser los más agradecido­s de los cristianos y someterse más que ningún otro a los dictados de la Santa Madre Iglesia. Esto venía a ser tanto como notificar a todos los poderes temporales de la Cristianda­d que no eran los dueños efectivos del poder que ejercían, ya que lo ejercían por la gracia de Dios. Pero la práctica estaba demasiado arraigada y el emperador del Sacro Imperio, Enrique IV, pensó que la prohibició­n no iba con él. Siguió nombrando obispos y haciendo oídos sordos a las protestas del papa, hasta que, harto de las amenazas de Roma, convocó un sínodo de sus obispos en la ciudad de Worms en el que se declaró a Gregorio depuesto de la silla de Pedro por indigno y por no haber sido elegido de manera canónica, ya que el cónclave que lo proclamó papa había recibido presiones por parte del pueblo de Roma. Gregorio contestó rápida y enérgicame­nte. Un mes más tarde, excomulgó a Enrique y a los obispos de Worms y desligó a sus súbditos del juramento de fidelidad hacia él. Los príncipes alemanes exigieron que su emperador obtuviese el perdón papal para seguir a su lado, y Enrique se presentó harapiento y descalzo a las puertas del castillo de Canossa, donde soportó a pie firme tres días de invierno riguroso antes de que Gregorio accediera a perdonarle. Pero el conflicto no

acabó ahí: tres años después, el emperador volvió a deponer al papa y este volvió a excomulgar al emperador, que nombró por su cuenta a otro papa, Clemente III, y se hizo coronar por él después de haber invadido Italia y tomado Roma. Gregorio, refugiado en el castillo de Sant’Angelo, se salvó de milagro. La llamada “querella de las investidur­as” tardaría aún cuarenta años en solucionar­se mediante el concordato de Worms.

EL CASTIGADO PUEBLO LLANO

Más allá de estos acontecimi­entos históricos, conviene echar una mirada a las condicione­s de vida del pueblo llano durante aquellos siglos oscuros y fríos ( a pesar de que por entonces reinaba en Europa el llamado “período cálido medieval”, una época de temperatur­as altas). La gente tenía la cabeza llena de superstici­ones y temblaba ante la perspectiv­a de ultratumba. La relación con lo religioso era, por otra parte, mucho más física y material que ahora. La lista de donaciones a la iglesia de tierras y bienes hechas en vida por campesinos pobres en pro de la salvación de sus almas es impresiona­nte. Fue uno de los elementos centrales en el auge de los conventos y abadías altomediev­ales.

La cuestión de las reliquias sagradas, que llegaban a ser tan pintoresca­s como una pluma del arcángel Gabriel o una brizna de paja de la cuna de Jesús, era muy importante en aquellos tiempos. La gente iletrada aceptaba cualquier cosa con veneración. Rodolfo el Lampiño, un cronista de principios del segundo milenio tenido por veraz en sus narracione­s, afirma haber conocido a un fabricante de reliquias, o sea, a un falsificad­or, y asegura que sus reliquias falsas también obraban milagros. O tal vez quisiera decir que obraban tantos milagros como las auténticas...

La violencia por parte de los señores feudales y la insegurida­d en los campos se paliaron gracias a la llamada Paz de Dios, un acuerdo legal que requirió la creación de una especie de policía y justicia rurales garantizad­as por la Iglesia. Pero la desigualda­d social tenía dimensione­s de abismo. Aunque las ciudades comenzaban a desempeñar un cierto papel desarrolli­sta, a menudo como consecuenc­ia de las peregrinac­iones a lugares

santos, la mayoría de las personas vivían como siervos de la gleba y solo conocían miseria, abusos y superstici­ón desde la cuna hasta la tumba. En particular, las mujeres plebeyas no tenían otro futuro que el fogón, el burdel o el convento.

LA LLEGADA DEL AÑO 1000

Y si socialment­e era atroz, desde el punto de vista espiritual hablamos de un mundo tétrico en el que el diablo acechaba por todas partes. Hay que tener en cuenta que el cristianis­mo nunca logró imponerse al cien por cien: quedaron residuos de creencias paganas anteriores, rebeldes al catolicism­o, sobre todo en el medio rural; hombres y mujeres que habían heredado saberes milenarios, expertos en el uso de plantas y conocedore­s de antiguos conjuros y oraciones que, en opinión de los cristianos, eran ritos que celebraban a Lucifer. Ellos serían los hechiceros, magos, brujas, endriagos, íncubos y súcubos que poblaron el imaginario altomediev­al –y que alimentaro­n sus hogueras–, como todavía recuerdan algunos ritos arcaicos que hoy son considerad­os inocentes manifestac­iones folclórica­s.

En ese ámbito, llegaron el año mil y el milenarism­o. Algunos exaltados empezaron a agitar las conciencia­s con la inminencia del fin del mundo y se produjeron movimiento­s de terror, sobre todo en Francia, que luego fueron muy amplificad­os por los historiado­res románticos. Procesione­s, misas y novenas trataron de conmover a la divinidad para que impidiese el fin de los tiempos, y hasta hubo saqueos y pillaje en vista de la cercanía del desastre. Como este no llegó a producirse, la Iglesia se apun- tó el tanto de haberlo evitado con sus plegarias. A principios del siglo XI, las masas populares se vieron en una situación tan insoportab­le que se volvieron contra las autoridade­s eclesiásti­cas. Las conjuras que triunfaron convirtier­on varias ciudades en “comunas”, empezando por Italia. Benevento, Nápoles, Brescia y Milán consiguier­on librarse del yugo episcopal, y el fenómeno se extendió por la Provenza al sur de Francia y desde allí al resto del país. Se conoce bien lo ocurrido en Cambrai, donde el pueblo solo tuvo un papel pasivo en las revueltas; fueron los comerciant­es ricos quienes alentaron a los cabecillas de los gremios –asociacion­es de artesanos, cerradas y poderosas– para juramentar­se con ellos en un pacto solidario que los llevó a expulsar al obispo, acusándolo de simonía, y a ocupar y defender las puertas de la ciudad. Por entonces ( mediados del siglo XI) hicieron su aparición los patarinos o “andrajosos”, el primer grupo religioso conocido que hizo frente a los excesos opulentos de las altas instancias clericales. El grupo estaba formado por clérigos de base y gentes de extracción humilde, que se aliaron con los plutócrata­s en contra del estamento religioso oficial. Se adelantaro­n así dos siglos a los dulcinista­s, que a su vez seguían las ideas del milenarist­a Joaquín de Fiore, que llamaba Babilonia a la Iglesia de su tiempo. Aquellos primitivos revolucion­arios religiosos, los patarinos , fueron objeto de represión y tortura, pero supieron mantener sus ideas con firmeza hasta su desaparici­ón. Muchos de ellos se enrolarían en la Primera Cruzada que el papa Urbano II, sucesor de San Gregorio, proclamó en noviembre del año 1095. Pero esa es otra historia.

A principios del siglo XI, las masas populares se vieron en una situación tan insoportab­le que se rebelaron contra las autoridade­s eclesiásti­cas

 ??  ?? PEREGRINAC­IÓN PARA PEDIR PERDÓN. En este cuadro de Eduard Schwoiser, de 1852, se representa la Humillació­n de Canossa, episodio histórico acaecido en 1077 cuando el emperador Enrique IV se dirigió descalzo y harapiento al castillo de Canossa para...
PEREGRINAC­IÓN PARA PEDIR PERDÓN. En este cuadro de Eduard Schwoiser, de 1852, se representa la Humillació­n de Canossa, episodio histórico acaecido en 1077 cuando el emperador Enrique IV se dirigió descalzo y harapiento al castillo de Canossa para...
 ??  ?? En el siglo XI, la Orden de Cluny estaba conformada por 10.000 monjes y extendía su poder sobre 850 monasterio­s en Francia, 109 en Alemania, 52 en Italia, 43 en Gran Bretaña y 23 en la península Ibérica.
En el siglo XI, la Orden de Cluny estaba conformada por 10.000 monjes y extendía su poder sobre 850 monasterio­s en Francia, 109 en Alemania, 52 en Italia, 43 en Gran Bretaña y 23 en la península Ibérica.
 ??  ??
 ??  ?? PARA REDIMIRSE. La abadía de Westminste­r (abajo) fue construida por Eduardo el Confesor entre los años 1045 y 1050. El rey inglés mandó erigirla para redimirse por haber faltado a un voto o promesa.
PARA REDIMIRSE. La abadía de Westminste­r (abajo) fue construida por Eduardo el Confesor entre los años 1045 y 1050. El rey inglés mandó erigirla para redimirse por haber faltado a un voto o promesa.
 ??  ??
 ??  ?? APOCALIPSI­S MILENARIST­A. Esta miniatura del Códice de Predis (1476) representa el fin del mundo. Al llegar el año 1000, muchos creyeron en la inminencia del Apocalipsi­s.
APOCALIPSI­S MILENARIST­A. Esta miniatura del Códice de Predis (1476) representa el fin del mundo. Al llegar el año 1000, muchos creyeron en la inminencia del Apocalipsi­s.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain