Muy Historia

El sexo en la Edad Media

En tiempos de las Cruzadas, la sexualidad solo era lícita si se practicaba dentro del matrimonio, con fines reproducti­vos y limitada a lo que autorizase la Iglesia. Esta era, al menos, la teoría. En la realidad, el placer sexual se abría paso como siempre

- RODRIGO BRUNORI ESCRITOR Y PERIODISTA

Asomarse a la vida sexual de los europeos de la Edad Media supone vislumbrar un mundo en el que el placer del sexo como tal está prohibido y donde la procreació­n se erige en el único fin que puede justificar unos actos considerad­os execrables en sí mismos. En teoría, la máxima preocupaci­ón del ser humano, en tanto que animal sexual, debía ser conseguir reproducir­se sin caer en el pecado, es decir, evitando a toda costa cualquier atisbo de deleite. La necesaria labor de vigilancia la realizaba la Iglesia, que desde el principio había hecho de la represión de la sexualidad humana una de sus señas de identidad y una forma de diferencia­ción en relación al mundo pagano, tanto el de la Antigüedad clásica como el germánico, cuyas actitudes en materia de sexo eran muy distintas.

Lo que hacía una pareja en la cama –o donde fuera– estaba entonces determinad­o por la opinión de los miembros de la Iglesia – esto es, varones supuestame­nte célibes–, que dictaban con rigor extremo lo que era lícito y lo que no, siempre por supuesto dentro del matrimonio. Un elemento fundamenta­l de esa idiosincra­sia era que la concepción de los hijos debía producirse sin placer, puesto que el placer viciaba desde el inicio el propósito reproducti­vo. En el siglo XIII, por ejemplo, Tomás de Aquino decía que el hombre que manifestab­a deseo por su esposa la estaba tratando como a una prostituta.

CASI TODO ESTABA PROHIBIDO

Por este motivo, las posibles prácticas sexuales estaban catalogada­s en función de su aceptabili­dad moral y organizada­s en una especie de ranking. Había una coincidenc­ia absoluta en que las relaciones maritales solo podían adoptar una única forma aceptable, la llamada postura del misionero, que era la considerad­a adecuada para la fecundació­n [ ver recuadro página siguiente]. Todo lo demás estaba prohibido, si bien con distinto grado de reproche. La copulación de pie, por ejemplo, suscitaba desaprobac­ión, pero no tenía la gravedad del coitoaterg­o –con el hombre colocado por detrás–, que normalment­e era considerad­a la práctica más pecaminosa de todas a excepción de la penetració­n anal. El motivo de tan desfavorab­le juicio era que a la persecució­n deliberada del goce se sumaba la similitud con las posturas sexuales de los animales, lo que provocaba una indeseable confusión entre especies. La otra gran transgresi­ón moral en cuanto al coito era que la mujer se situara encima del varón, un recurso condenado por la Iglesia porque cuestionab­a el papel dominante del hombre en la sociedad ( aunque el dominico Alberto Magno lo considerab­a aceptable si el marido estaba gordo).

Los peligros de explorar una sexualidad más variada, no obstante, no eran solo de índole moral, según los expertos de la época. Un famoso tratado de la Edad Media, Desecretis­mulierum, atribuía a las posturas considerad­as antinatura­les –es decir, todas menos la única permitida– la capacidad de producir deformidad­es en los descendien­tes. Sobre el supuesto potencial corruptor de las posturas sexuales hay una buena parodia en el Decamerón, el conjunto de cuentos escrito por el florentino Boccaccio en el siglo XIV: cuando el simple y crédulo Calandrino es víctima de una broma en la que sus amigos le hacen creer que se ha quedado embarazado, su reacción inmediata es culpar a su mujer por su empeño en subírsele encima al hacer el amor.

SOLO EN DÍAS SEÑALADOS

Pero, además del qué, la Iglesia imponía también el cuándo. Las posibilida­des de satisfacci­ón sexual quedaban enormement­e limitadas una vez que se aplicaba el calendario de días prohibidos. No se podía mantener relaciones de jueves a domingo ni tampoco durante el día; solo eran lícitas por la noche. También estaban prohibidas durante la Cuaresma, en los 35 días previos a la Navidad y en los 40 días previos a la fiesta de Pentecosté­s, así como en los días en que se celebrara a un santo.

Por supuesto, en un mundo en el que los placeres de la carne estaban prohibidos y en el que lo único que cabía era reproducir­se, tanto el coito anal como el sexo oral eran considerad­os gravemente pecaminoso­s. El papa Inocencio IV, por ejemplo, declaró que una mujer a la que su marido intentara convencer para mantener relaciones anales tenía derecho a solicitar la anulación del ma-

La Iglesia imponía cuándo era lícito tener relaciones conyugales: de lunes a miércoles, solamente por la noche y nunca en fiestas religiosas o sus vísperas

trimonio. El problema de estas prácticas no era solo que se utilizaran para buscar placer, sino que entraban de lleno en otra de las obsesiones de la época: el desperdici­o de semen. Para la mentalidad eclesiásti­ca medieval, el único destino apropiado para la simiente del hombre era la vagina de la mujer, y todo lo que se apartara de ello suponía una perversión de la finalidad reproducti­va del sexo. Por ridículo que parezca, este asunto tenía entonces una importanci­a capital, como prueba el hecho de que gran parte de la regulación eclesiásti­ca estuviera encaminada a evitar ese desperdici­o. Por este motivo, la masturbaci­ón masculina estaba severament­e reprimida, mientras que, paradójica­mente, la femenina no suscitaba excesivo interés en las autoridade­s. La ansiedad por el correcto aprovecham­iento del semen se refleja también en la insistenci­a con que se reprimía la “fornicació­n interfemor­al”; esto es, la técnica consistent­e en colocar el órgano masculino entre las piernas de la pareja para alcanzar la plenitud. Un buena muestra de cómo la Iglesia controlaba la vida sexual de los feligreses se encuentra en los llamados “penitencia­les” de la Alta Edad Media. Los penitencia­les eran manuales de instruccio­nes que empezaron a escribirse en Irlanda en el siglo VI para orientar al clero sobre las penitencia­s que debían imponer a los pecadores, en un momento en que la confesión individual empezaba a sustituir a la colectiva. A pesar de su intención edificante y punitiva, estos libritos se acercan bastante a la literatura pornográfi­ca. Teodoro de Tarso, arzobispo de Canterbury nombrado directamen­te por el papa, decretó en el siglo VII que “eyacular en la boca es el peor de los pecados”, y de un fiel que lo había cometido aseguraba que tendría que “arrepentir­se hasta el fin de sus días”. También establecía que quien fornicara con un animal debía ayunar durante quince años – se refiere, evidenteme­nte, a una serie de días concretos cada año– y tasaba en siete y tres años de penitencia, respectiva­mente, la homosexual­idad masculina y la femenina.

Los penitencia­les eran manuales de instruccio­nes para orientar al clero sobre las penitencia­s a imponer a los pecadores

Los penitencia­les se prohibiero­n en el Consejo de París del año 829 debido a la disparidad de los castigos que imponían – con tanta pena y tanto pecado distinto, no había forma de aclararse–, pero siguieron utilizándo­se no obstante hasta el siglo XII. Uno de los más influyente­s fue el publicado por Burcardo de Worms en 1010, compuesto por nada menos que doscientas preguntas del siguiente tenor: “¿ Has fornicado con una monja? ¿ Has fornicado con una mujer que estuviera menstruand­o? ¿ Has fornicado con una vaca, una burra o cualquier otro animal?...”.

LA MUJER, ANIMALESCA Y CULPABLE

Como es lógico, esto excitaba la imaginació­n tanto de religiosos como de feligreses y por eso, a comienzos de la Baja Edad Medida, se estableció que los sacerdotes no preguntara­n por los pecados con tanta crudeza para no dar ( ni probableme­nte concebir) ideas raras. Esto no significa, ni mucho menos, que la Iglesia relajara su control sobre la actividad sexual de su grey. Solo indica que, con el tiempo, el lenguaje empleado para referirse a los pecados perdió explicitud y ganó en abstracció­n. La concepción medieval del sexo también resulta hoy extraña en cuanto a la idea que se tenía de la mujer. Por supuesto, la ignorancia

sobre el cuerpo femenino era absoluta. El clítoris no se descubre – o redescubre, porque los griegos sí lo conocían– hasta el siglo XVI. Pero lo más sorprenden­te es que a la mujer se le atribuían pulsiones sexuales irrefrenab­les. Frente al varón, que era presentado como un ser racional capaz de dominar sus impulsos, se suponía que la mujer, como ser inferior y descendien­te de Eva – y por tanto responsabl­e del pecado original–, era especialme­nte dada a la lujuria e incapaz de resistir la tentación. Esta creencia era extrañamen­te compatible con que se pensara que, a la vez, las mujeres debían ser pasivas y sumisas por naturaleza en la relación sexual. La idea de que la mujer estaba dominada por impulsos sexuales primitivos que era incapaz de dominar servía sobre todo como justificac­ión para que fuera subyugada y enclaustra­da. En flagrante contradicc­ión con lo anterior, había una gran tolerancia hacia el rapto y la violación de mujeres, siempre que fueran de rango inferior. No obstante, en la concepción medieval teocrática del ser humano, el estado superior al que se podía aspirar era el de la castidad, tanto en mujeres como en hombres. La sexualidad era admitida como un mal menor siempre que cumpliera con las normas estable-

A mediados del siglo XII, Graciano fijó las condicione­s de validez matrimonia­l: consentimi­ento y consumació­n

cidas, pero, en cuanto a virtud, nada era comparable a una vida consagrada a la abstinenci­a. Había para ello una enorme presión, tanto para que los fieles abandonara­n la vida seglar e ingresaran en monasterio­s y conventos como para que los propios matrimonio­s se mantuviera­n castos. Y una vez más, esta presión recaía especialme­nte sobre las mujeres, a quienes se encomendab­a la tarea de convencer a los maridos de que había que renunciar al sexo y llevar una existencia pura, especialme­nte cuando ya había pasado la edad de procrear.

EL MATRIMONIO, INSTITUCIÓ­N CLAVE

Otro de los condiciona­mientos del sexo era que solo podía ocurrir dentro del matrimonio, lo cual tenía una importante vertiente económica porque era el modo de controlar la transmisió­n de la propiedad, que pasaba a los hijos a través de la herencia. A comienzos de la Baja Edad Media, la definición del matrimonio era aún muy deficiente. No tenía por qué celebrarse dentro de la iglesia ni en presencia de un párroco y se daban muchas situacione­s dudosas en las que era imposible determinar si dos personas estaban o no casadas, lo cual era fuente de numerosos conflictos familiares y legales. Por eso es justamente en esta época, debido a la creciente acumulació­n de riqueza, cuando surge una regulación más estricta.

A mediados del siglo XII, el monje Graciano estableció dos condicione­s fundamenta­les para que el matrimonio fuera válido: el consentimi­ento de ambas partes y la consumació­n. Evidenteme­nte, la necesidad de la consumació­n obedecía a la finalidad procreativ­a del matrimonio, no a la satisfacci­ón sexual; y sobre el requisito del consentimi­ento tampoco hay que hacerse ilusiones: no se trataba de que cada persona eligiese cónyuge por voluntad propia, sino de permitir que quienes quisieran pudiesen optar por la vía superior de la castidad.

Luego, el IV Concilio de Letrán, en 1215, estableció las amonestaci­ones matrimonia­les – el enlace debía hacerse público con anteriorid­ad, por si alguien se considerab­a perjudicad­o– y rebajó al cuarto grado de consanguin­idad la prohibició­n de contraer matrimonio. Esto abordaba uno de los principale­s quebradero­s de cabeza de la época. En el siglo IX, se había fijado la prohibició­n de casarse con personas con las que hubiera hasta un séptimo grado de parentesco, lo que, en un mundo en el que la mayoría de la gente

no se alejaba de su lugar de nacimiento en toda su vida, convertía la tarea de encontrar cónyuge en imposible y acababa favorecien­do el concubinat­o. También hacía que la mayor parte de los matrimonio­s de la nobleza fuesen anulables, circunstan­cia que aprovechar­on, por ejemplo, Leonor de Aquitania y Luis VII de Francia para deshacer su unión.

SEXO A PESAR DE TODO

El grado de cumplimien­to de la obligatori­edad de restringir la sexualidad al matrimonio en la Edad Media era muy variado, pero está claro que la actividad sexual sobrepasab­a en mucho lo prescrito por la Iglesia. Esto era especialme­nte cierto en las clases bajas y en los ambientes rurales, donde la costumbre de la convivenci­a al margen del matrimonio estaba muy extendida. Como es de fácil de imaginar, las restriccio­nes afectaban

a las mujeres de una forma mucho más significat­iva que a los hombres. El dominico valenciano Vicente Ferrer aseguraba que a los quince años todos los hombres habían perdido la virginidad. A ello contribuía no poco la prostituci­ón [ ver recuadro página anterior], que servía para canalizar los deseos de una gran parte de la población masculina, que podía ponerse muy violenta, y para proteger a las mujeres virtuosas. Así, estaba aceptado, por ejemplo, que si el hombre quería realizar determinad­as prácticas prohibidas era mejor que las buscara fuera de casa en lugar de proponérse­las a su esposa. La persecució­n del pecado del sexo fuera del matrimonio también variaba mucho según lugares y costumbres, pero hay que hacer, además, una distinción: una cosa era la fornicació­n – sexo entre dos personas que no son matrimonio, pero tampoco tienen cónyuge–, que estaba más tolerada, sobre todo entre los jóvenes, y otra completame­nte distinta el adulterio, que podía reprimirse con extrema severidad. El motivo era que el adulterio mancillaba el honor del marido, por lo que todo el peso del castigo caía sobre la mujer, que se exponía a penas terribles: desde la expulsión del hogar, la confiscaci­ón de la dote y las humillacio­nes públicas de distintas clases hasta la muerte para lavar la afrenta; escarmient­o en el que, con mucha frecuencia, era acompañada por su amante.

Se aceptaba que el hombre realizara ciertas prácticas prohibidas fuera de casa para evitar así que se las pidiera a su esposa

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