Bajo la mirada del Islam
En el campo contrario, los musulmanes también se organizaron para enfrentarse a los ejércitos llegados de Europa, además de continuar con sus conflictos intestinos.
La que fue para los cristianos “gloriosa reconquista de los Santos Lugares” se percibió de manera diametralmente distinta por los árabes. Sin esperarlo en absoluto, se encontraron invadidos por multitudinarias huestes de rubicundos europeos, que atacaban por todos los frentes la inmensa región del Levante mediterráneo, desde el estrecho del Bósforo hasta Palestina y Egipto. Miles de feroces cristianos habían llegado a las ciudades musulmanas a partir de 1096, para asombro de príncipes y plebeyos locales, que en un primer momento desconocían por completo cuál era la razón que llevaba a aquellos extranjeros hasta sus territorios. Lo que iba a pasar a partir de entonces propiciaría un antagonismo entre cristianos y musulmanes en el que tomarían protagonismo conceptos como la yihad (guerra santa), que llegan hasta nuestros días.
CONFLICTOS ENTRE MUSULMANES
No es que las relaciones entre ambas religiones fuesen buenas con anterioridad. El Imperio Romano de Oriente (Bizancio) llevaba luchando casi cincuenta años contra los turcos selyúcidas por el control de Asia Menor y Siria. Estos, desde su victoria en la batalla de Manzikert (1071), habían asentado su poder sobre la mayor parte de la región. Pero estaban acostumbrados a tratar –para lo bueno y, más frecuentemente, para lo malo– con los bizantinos establecidos en Constantinopla, Grecia y, en general, los Balcanes. Los denominaban rum, es decir, romanos. Así que la llegada en masa de otros cristianos de rasgos físicos bastante diferenciados –más altos y rubios– y de procedencia mucho más lejana no entraba dentro de sus cálculos. Los llamaron frany ( francos), ya que el reino de Francia era para ellos su principal referencia en la remota Europa occidental. Los turcos, además, tenían sus propios problemas por las disputas intestinas entre los diversos cabecillas selyúcidas que competían por el liderazgo. Las guerras civiles y las traiciones eran constantes. Compartir el mismo origen y la misma fe no garantizaba en absoluto la supervivencia entre aquellos implacables guerreros que habían llegado desde el Asia Central.
En Egipto también había un soberano musulmán, aunque de origen muy distinto. Un siglo antes, la dinastía fatimí, surgida en Argelia, se había hecho con el control del país de los antiguos faraones fundando la nueva capital de El Cairo, tras derrotar a los abásidas de Bagdad y sus gobernantes satélites. En este conflicto entre musulmanes ya despuntaba la disyuntiva religiosa llamada a dividir al Islam a lo largo de los siglos: los fatimíes profesaban el chiísmo, en concreto la rama ismaelita, mientras que los abasíes practicaban el culto suní.
El empuje fatimí los abocó al enfrentamiento con
El fracaso árabe en Antioquía dejó el camino expedito a los cruzados hacia Jerusalén, pero lo mismo pensaron los fatimíes de El Cairo
los bizantinos por el control del Mediterráneo, y les llevó a extender su poder a las ciudades de la costa del Oriente Próximo, desde Siria a Palestina: Beirut, Ascalón, Tiro... Pero, cuando los cruzados llegaron a Oriente, los fatimíes tenían ya un enemigo fratricida en la persona de los turcos selyúcidas, también suníes como los abásidas, que controlaron muchas de estas plazas fuertes. Así pues, la situación distaba mucho de ofrecer un edificante espectáculo entre los musulmanes: bajo fervorosas llamadas a “la unidad de los creyentes” y a la yihad, lo habitual resultaba que los unos conspirasen contra los otros. A esa presunta unidad ya había apelado el sultán Kilij Arslan, el primero en caer, perjudicado por su cercanía a Bizancio –gobernaba desde Nicea el territorio que hoy conocemos como Turquía– y por la sorpresa que supuso la llegada de los cruzados. Pero las siguientes víctimas, como el señor de Antioquía (ciudad caída en 1098), Yaghi-Siyan, se vieron debilitados por la desunión que ellos mismos habían contribuido a fomentar con sus homólogos de las otras principales ciudades árabes de la región, como Alepo, Damasco o Mosul.
JERUSALÉN LA DISPUTADA
De esta última había salido un gran ejército liderado por Karbuka, el atabeg de la ciudad (“padre del príncipe”, una especie de valido del gobernante, que era menor de edad). No se atrevió a plantar batalla directa a los francos en Antioquía por temor a la fuerza de su ejército, seguramente sobrevalorándolo, ya que la estancia en aquella región se había convertido en un infierno para los cristianos, escasos de comida y agua.
El fracaso árabe en Antioquía dejó el camino expedito a los cruzados hacia Jerusalén, pero lo mismo pensaron los fatimíes de El Cairo, liderados por el ambicioso visir Al-Afdal: se les ocurrió que, con los turcos selyúcidas en desbandada, ellos podrían aprovechar para reeditar su control sobre la ciudad sagrada palestina.
Este cálculo estratégico con un punto de aventurerismo resultaría un fenomenal error que situaría a su sultanato en el centro de la guerra santa.
Los fatimíes mantenían alianzas con el emperador bizantino Alejo I Comneno y creían que así podían controlar la situación. Pero este les reconoció que no dominaba a los frany, que incluso a él se negaban a devolverle Antioquía, histórica posesión del Imperio Romano de Oriente.
Los nobles cruzados tenían sus propios e innegociables objetivos y, a una propuesta de pacto del visir, contestaron dicien-
do que irían a Jerusalén “todos juntos en orden de combate, con las lanzas en alto”. Sorprendidos, los fatimíes fueron incapaces de organizar a tiempo un ejército capaz de resistir la embestida y los cruzados sitiaron Jerusalén y la tomaron en apenas un mes, en julio de 1099. Según Ibn al-Athir, cronista árabe contemporáneo a los hechos, “a la población de la Ciudad Santa la pasaron a cuchillo y los frany estuvieron matando musulmanes durante una semana. En la mezquita de Al-Aqsa mataron a más de setenta mil personas”. Tampoco hubo piedad para con los judíos asentados en Jerusalén: tras refugiarse en su sinagoga, los cruzados les bloquearon la salida y le prendieron fuego. Ibn al-Athir afirma que “destruyeron también los monumentos de los santos y la tumba de Abraham”. Con esta conquista, que culminó la Primera Cruzada, llegó la creación del reino cristiano de Jerusalén, que dominaría Palestina durante doscientos años. Aun así, algunas importantes ciudades costeras resistieron muchos años bajo gobierno musulmán. Las más importantes fueron Trípoli, que los árabes perdieron en 1109 tras un interminable cerco de dos mil días, y Tiro. La caída de esta última, tras varios intentos fallidos, se produjo en 1224 y marcaría el cénit del poder de los frany.
En Bagdad, capital más importante del Islam, las manifestaciones populares de 1111 degeneraron casi en levantamiento
LLAMAMIENTOS AL CONTRAATAQUE
Durante estas décadas de humillación islámica, no faltaron llamamientos a la reacción: el pueblo musulmán esperaba que el sultán abásida de Bagdad la liderase. En la capital más importante del Islam hubo incluso manifestaciones populares en 1111, que degeneraron casi en levantamiento. Sin embargo, forjar la unidad de acción siempre se volvía, a la hora de la verdad, una tarea imposible.
A partir de 1127, emerge entre los musulmanes una figura esperanzadora: Zengi, gobernador primero de Mosul y luego también de Alepo, que unifica bajo su mandato gran parte del territorio sirio. Aunque al principio planeaba aumentar su poder a costa de más ciudades islámicas, como Damasco, acabaría por convertirse en el primer gran líder de los musulmanes en su reacción frente a la Cruzada, con el éxito de la reconquista de Edesa en la Nochebuena de 1144, que marcaría un giro en la relación de fuerzas entre musulmanes y cristianos. Zengi se convertirá en todo un héroe, cuyas
hazañas despiertan las ilusiones musulmanas por doquier. Se le atribuyen grandes cualidades de liderazgo y un carácter austero, disciplinado y alejado de la adulación, que le permitieron mantener a su tropa cohesionada en pos de nuevos objetivos, sin entregarse al pillaje a las primeras de cambio, como era usual.
A LA ESPERA DEL GRAN LÍDER
Por desgracia, Zengi solo viviría dos años más tras su éxito en Edesa. En 1146, tras una noche de fiesta, en la que parece que bebió más alcohol de lo aconsejable, descubrió a uno de sus esclavos bebiendo de su misma copa. El siervo, que era un frany llamado Yaran-kash, recibió tan severa reprimenda que pensó que el castigo que tendría a la mañana siguiente iba a ser la pena máxima, de forma que decidió acabar con la vida de su señor mientras se encontraba en un estado lamentable. Como relataría un historiador árabe, “la mañana lo mostró tendido en el lecho, allí donde su eunuco lo había degollado”. Su fallecimiento provocó la desbandada de su ejército: sin un líder que los mantuviera firmes, prefirieron llevarse cada uno lo que pudiera del tesoro que habían reunido. Los emires y gobernadores de las distintas ciudades árabes, por su parte, optaron por reforzar su poder personal. La centralización que había conseguido Zengi murió con él y las tendencias disgregadoras de los caudillos árabes volvieron a predominar. Tendrían que pasar veintitrés años para que apareciera un líder de un calibre similar: sería en 1169, cuando Saladino fue proclamado visir de Egipto.
SALADINO, EL AZOTE DE LOS CRISTIANOS
De origen kurdo y nacido en Tikrit (actual Ira), su llegada hasta el país del Nilo había sido un tanto rocambolesca. Su tío, el prestigioso general Asad al- Din Shirkuh, había sido enviado por el sultán de Siria, Nur al-Din (hijo de Zengi), a combatir la invasión frany de Egipto, y había pedido que Saladino lo acompañase. Tras tres campañas de alianzas tornadizas, en las que el número dos y hombre fuerte de Egipto, Shawar, acabó aliado con los cristianos contra Shirkuh, el tío de Saladino devino gran vencedor y encargó a este que ejecutase con sus propias manos al traidor visir tras una emboscada. Shirkuh ocupó su lugar pero por poco tiempo, ya que dos meses después murió, oficialmente debido a una comida demasiado copiosa. El califato fatimí –de confesión chií, no hay que olvidarlo– aún existía, aunque lo detentaba un joven de veinte años, Al-Adid, enfermo y muy dependiente de sus consejeros. Por sugerencia de estos, dio el cargo de visir a Saladino, confiando en que su juventud lo haría manejable. Contra lo esperado, enseguida demostró una gran capacidad e inteligencia y se hizo con las riendas efectivas del poder. Mientras el joven califa yacía en la agonía, Saladino aprovechó para dar por extinguido el califato fatimí, algo que le exigía su superior el gobernador de Siria, que era suní. Acababa así la historia de una dinastía que en sus momentos de mayor gloria había llegado a dominar todo el norte de África, pero comenzaba un reinado más importante. En pocos años, Saladino se hizo con Libia y el Yemen, derrotó a los nubios y, cuando Nur al- din murió en Damasco, viajó hasta Siria para ser proclamado sultán del país. “La gente cayó bajo su embrujo”, escribía un cronista destacando su enorme carisma.
Con el control de El Cairo y Damasco, Saladino se dedicó en los años siguientes a asentar su poder sobre el interior de Siria y toda Mesopotamia, en sucesivas campañas. Y, a partir de entonces, con un liderazgo más unificado sobre el mundo musulmán, algo que no había conseguido ningún otro gobernante desde antes de la llegada de los frany, pudo desafiar a estos, cuyos reinos cruzados constituían la única mancha cristiana que separaba sus dominios musulmanes.
Lo hizo con el mismo éxito que hasta entonces. Su primer gran triunfo contra los frany fue en la batalla de los Cuernos de Hattin, el 4 de julio de 1187. Este lugar de Palestina, muy singular por la presencia de dos colinas volcánicas en torno a un estrecho desfiladero, se convirtió en un cementerio para los ejércitos cristianos, que primero se vieron impelidos a plantar batalla en desfavorables condiciones, ante la apremiante escasez de agua.
LA CIUDAD SANTA, RECONQUISTADA
Luego, acabaron de sellar su destino ante las hábiles maniobras estratégicas de Saladino y sus principales lugartenientes, como la de dejar pasar a la caballería enemiga por entre su ejército, abriéndole paso, para luego cerrárselo súbitamente, desconectando a los caballeros de la infantería. El desenlace de la batalla es famoso porque Saladino ejecutó él mismo a Reinaldo de Chântillon, uno de los dos jefes del ejército frany, al que odiaba por sus crue- les asaltos a caravanas árabes, en uno de los cuales había matado a la hermana del sultán.
Con los cruzados sin ejército, Saladino se dio una marcha triunfal por toda la costa palestina aceptando la rendición de las ciudades sin necesidad de plantear batalla. En todos los lugares por los que pasaba hizo honor a la fama de generosidad y caballerosidad que siempre lo acompañó, una característica de este sultán al que la Historia recuerda como un hombre de honor y magnánimo, muy al contrario de la crueldad exhibida por muchos de los cruzados.
No le costó mucho apoderarse de la Ciudad Santa, tras un breve sitio de apenas doce días.
Saladino enseguida demostró una gran capacidad e inteligencia y se hizo con las riendas del poder
Este hecho marca el desmembramiento del gobierno franco y tuvo un gran simbolismo para los árabes. Aunque también para los cristianos, ya que el papa Urbano III convocó una nueva cruzada, la Tercera.
Saladino no siempre triunfó. Su principal fracaso fue el fallido intento de ocupar San Juan de Acre. La llegada de Felipe II de Francia y de Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, como parte del esfuerzo cristiano de la Tercera Cruzada, permitió a los cruzados mantener este estratégico enclave y detener los avances del que parecía invencible sultán. Tras la muerte de Saladino por enfermedad ( 1193), los frany recobraron fuerzas y llegaron a invadir Egipto ( aunque sin controlarlo plenamente). Su logro más destacado fue la toma de Jerusalén en 1229, gracias a la habilidad diplomática del emperador Federico II, que firmó un tratado con el sultán Al- Kamel, que le cedió la ciudad. La mantendrían durante quince años, hasta ser reconquistada por los sultanes egipcios de la dinastía ayubí ( de origen kurdo) en 1244.
En realidad, la recuperación de los cruzados fue apenas un espejismo al que pusieron fin los mamelucos, una dinastía surgida entre soldados esclavos que, a partir de 1250, tomó el poder en Egipto. Ellos ocuparon Trípoli ( en 1289) y, en 1291, San Juan de Acre, lo que puso punto final a dos siglos de ocupación frany de Oriente al expulsarlos de su última plaza fuerte.
Así, los musulmanes completaron su liberación. Pero el antagonismo forjado en esos doscientos años todavía continúa hoy.
Desde 1229, Jerusalén estuvo durante quince años bajo el poder cristiano, hasta ser reconquistada por los sultanes egipcios de la dinastía ayubí en 1244