La caída final de Jerusalén
Arrollada por los ciclones político-militares y religiosos que asolaron Oriente Próximo en la Edad Media, la ciudad cambió una y otra vez de manos en una inercia vertiginosa, hasta que la Cristiandad la perdió para siempre.
Jerusalén fue uno de los pilares políticos y religiosos del Imperio bizantino, una de las cuatro sedes del debate doctrinal cristiano –las otras eran Antioquía, Alejandría y la propia Constantinopla–, hasta que en 614, tras un cruento asedio de 21 días, cayó en manos del Imperio sasánida. Fue una hegemonía breve, ya que solo quince años después el estandarte bizantino volvió a lucir en sus murallas gracias al empeño de Heraclio por reconquistar una urbe tan emblemática. Pero la Cristiandad estaba a punto de perderla de nuevo inexorablemente, como a perderla se habían resignado los hebreos mucho antes, en el año 70, cuando las legiones de Tito desplegaron el rodillo romano en la ciudad.
En 638, el califa Úmar ibn al-Jattab tomó Jerusalén al asalto. No se trataba de un simple trámite militar, ni de una operación de valor exclusivamente geoestratégico; la centralidad simbólica de la ciudad en la tradición judeocristiana tenía raíces muy remotas. Según el Antiguo Testamento, Adán fue creado en el lugar en el que muchos siglos después habría de edificarse el Templo de Jerusalén. La urbe es citada hasta en 669 ocasiones en la Biblia hebrea como Ciudad Santa del judaísmo. “Jerusalén es la luz del mundo”, reza el GénesisRabba, cita que condensa el sentir de los judíos respecto a un lugar en el que, según dicha tradición, aún habrá de erigirse en un futuro un Tercer Templo (el segundo fue el destruido por los romanos), en un tiempo en el que se convertirá en el centro espiritual del mundo. Para los cristianos, a su vez, Jerusalén está íntimamente ligada a la figura de Jesús. En los patios del Templo, dice el Nuevo Testamento, el hijo de Dios predicó su mensaje y curó a los enfermos, y en ella vivió el calvario antes de ser crucificado en el Gólgota, junto a las inexpugnables murallas de la Ciudad Santa.
UN SÍMBOLO DE TRES RELIGIONES
No es de extrañar, por tanto, que su caída en manos infieles fuera un verdadero seísmo político-ideológico en la Alta Edad Media. Pero los sucesores de Mahoma tenían también sus motivos para reclamar la icónica ciudad como un elemento consustancial al paisaje del naciente Islam: los musulmanes rendían culto a algunos de los profetas vinculados históricamente con Jerusalén, como David, Abraham, Salomón y, claro, el propio Jesús. Además, dice la tradición que el profeta recaló allí durante una noche y que ascendió a los cielos. Jerusalén se convirtió así en una de las tres ciudades santas del Islam junto con La Meca y Medina y fue, de hecho, la primera hacia la que los fieles debían dirigir sus rezos a la hora de la oración. Tampoco sorprenderá, pues, que la toma de la ciudad por el califa Úmar fuera celebrada con júbilo por parte de toda la comunidad islámica. Las tres religiones del libro, como vemos, tenían argumentos de sobra para reclamar Jerusalén como propia.
Pero por el momento, en el transcurso del siglo VII, el mundo cristiano no estaba en disposición de disputársela al nuevo inquilino islámico. Habrían de pasar cuatro centurias hasta que la sostenida pujanza de la Cristiandad europea, que iniciaba entonces un período de cierto esplendor, discutiera ese statusquo. Jerusalén volvía a ser una causa perdida que tenía que ser ganada. Finalmente, tras siglos de tinieblas, el cristianismo se sentía capaz de “reconquistar” los santos lugares y de plantear un desafío militar creíble a un Islam que, hasta entonces, era un enemigo inalcanzable.
MITO Y REALIDAD DEL REINO SANTO
La conquista de Jerusalén, de hecho, fue el principal combustible de la Primera Cruzada, iniciada con la llamada a las armas del papa Urbano II en 1095. Y en efecto, a mediados de julio de 1099, el ejército cruzado enmendó los cuatro siglos de “afrenta” forzando el derrumbe de las precarias defensas de la ciudad triplemente santa y devolvió así al cristianismo uno de sus símbolos más definitorios [esquema en págs. 126-127]. Nacía el reino de Jerusalén, cuyo primer monarca, Godofredo de Bouillon, duque de Lorena, era uno de los líderes de aquella expedición a Tierra Santa. En un principio, algunos cruzados sostuvieron la idoneidad de configurar el reino como una teocracia, pero desde el ascenso al trono de Balduino I, heredero de Godofredo, quedaron fijadas las bases de una monarquía secular tradicional, a imagen y semejanza de las de los principales Estados europeos.
El mito de la Ciudad Santa estaba lleno de épica, pero la realidad era mucho más prosaica. La capital del nuevo Estado cruzado, cuyas dimensiones fueron variando continuamente con el tiempo según fluctuaban los equilibrios territoriales entre cristianos y musulmanes, en nada se parecía al pozo de abundancia que describía la Biblia. Se trataba, por el contrario, de una región muy pobre desde el punto de vista agrícola, y alejada de las principales rutas comerciales y los puertos marítimos de referencia. La conquista cristiana se había saldado, por otro lado, con la ejecución o deportación de buena parte de la población musulmana y judía, por lo que ahora era una ciudad casi fantasma, con muy pocos incentivos para que nuevos colonos se instalasen en ella. Además de su escaso atractivo económico, las murallas estaban muy dañadas, por lo que ni tan siquiera ofrecía seguridad a los cristianos que decidieran poblarla. Así pues, Jerusalén no tenía los recursos para prosperar de la única manera en que prosperaban las ciudades medievales en el si-
Las tres religiones del libro (musulmanes, cristianos y judíos) tenían argumentos de sobra para reclamar Jerusalén como propia
glo XI, es decir, a través de la agricultura y el comercio. Pero la Ciudad Santa encontró una manera original de subsistir: desarrollando una boyante “industria turística” vertebrada alrededor de las necesidades de los miles de peregrinos que confluían cada año entre sus muros. La santidad de la urbe, sobradamente reconocida a lo largo y ancho de toda la Cristiandad, se acabó convirtiendo en un filón económico y estimuló la mejora de las infraestructuras viarias para garantizar la seguridad de los viajeros. Otro de los factores políticos, económicos y religiosos vertebradores del Jerusalén cristiano fue el florecimiento, en el transcurso del reinado de Balduino II –rey de Jerusalén desde 1118–, de las órdenes militares. Estas pronto se convirtieron en una característica definitoria de la ciudad. Primero fue la Orden de San Juan, los hospitalarios; después llegaron los templarios y la Orden de San Lázaro. Nacieron con vocación de atender a los peregrinos enfermos y de protegerlos en su aproximación a la ciudad, pero pronto acumularon tanto poder y riqueza que terminaron por operar como un Estado dentro del propio Estado, al que el rey en ningún caso podía controlar o someter.
La Segunda Cruzada ( 1144- 1148), diseñada con el fin de reconquistar el condado de Edesa, caído en manos musulmanas, fue un rotundo fracaso y marcó el inicio de un proceso que habría de llevar al abrupto final del paréntesis cristiano en Tierra Santa. El reino de Jerusalén había entrado en horas aciagas. En 1161 se sentó en el trono Balduino IV, un adolescente enfermo de trece años, en un contexto de crisis y colapso que requería la determinación y energía de un estadista mucho más curtido que él. Antioquía y Tripoli, por su parte, quedaron reducidas a escombros a causa de un letal terremoto que quebró la tierra en 1170, y la derrota de Bizancio contra los turcos seléucidas no hacía sino aislar más aún al ya de por sí aislado reino de la Ciudad Santa.
DECADENCIA CADA VEZ MÁS ACUSADA
Balduino, que según las crónicas no tenía muchas más habilidades que la perseverancia y el amor a los caballos, padecía lepra desde muy niño. Era un joven lisiado y desfigurado, un monarca débil incapaz de frenar las disputas entre facciones, cada vez más acusadas en la Corte, y el poder omnímodo de las órdenes militares. Jerusalén era ya un reino en declive y cada vez más insignificante, y el rey no tenía recursos para hacer frente a la extraordinaria amenaza del sultán egipcio Saladino. La enfermedad finalmente se lo llevó en marzo de 1185, en vísperas de una formidable tormen-
Jerusalén desarrolló una “industria turística” para los miles de peregrinos que la visitaban cada año
ta. Le sucedió el efímero Balduino V, último rey de Jerusalén cuya sede estuvo en la Ciudad Santa, que falleció unos meses después. Su madre, Sibila, se ciñó entonces la corona, compartiendo el trono con su esposo, Guy de Lusignan. El enemigo, con Saladino al frente, estaba casi a las puertas. El 4 de julio de 1187, el ejército cruzado sufrió una formidable y rotunda derrota en la batalla de los Cuernos de Hattin [ ver recuadro en págs. 128- 129], que se saldó con un reguero de 15.000 cadáveres cristianos. Las fuerzas cruzadas fueron completamente aplastadas y la suerte de Jerusalén quedó en manos de un ejército casi sin soldados, tal fue el extraordinario balance de caballeros caídos. El reino estaba a merced de sus enemigos, sin hombres aptos para el combate y con ciudades y castillos completamente desguarnecidos.
El 18 de septiembre de ese mismo año, Saladino dispuso sus efectivos para propinar el golpe de gracia, dando inicio al asedio de Jerusalén. La suerte estaba echada. En la ciudad no quedaban hombres de armas, todos ellos caídos en Hattin. Entre sus muros solo había para resistir treinta mil civiles y otros tantos refugiados, procedentes de territorios circundantes ya sometidos por Saladino.
La pérdida definitiva de la Ciudad Santa provocó un verdadero terremoto político y religioso en Europa
OCHO INTERMINABLES DÍAS DE ASEDIO
Fue un sitio sin cuartel. El “premio” era más que una ciudad; era un símbolo, un lugar santo para ambos contendientes, que merecía cualquier sacrificio o masacre. La causa cristiana parecía perdida. Con todo, Saladino precisó de ocho días para sofocar la resistencia y encontrar una brecha en las otrora impenetrables defensas de la ciudad. Varias veces, el caudillo egipcio se estrelló repetidamente contra el sólido perímetro defensivo tejido por los cristianos. El artífice de la feroz y eficaz resistencia fue Balian de Ibelin, uno de los escasos caballeros que volvieron para contarlo de la batalla de Hattin. Ibelin montó el desesperado dispositivo haciendo uso de hombres, mujeres y niños, pero tras varios infructuosos intentos Saladino logró cavar varios túneles bajo las defensas de la ciudad, abriendo finalmente una brecha en
las Puertas de Damasco y Herodes.
Ibelin protagonizó un último intento de sorprender a su enemigo conduciendo un destacamento fuera de la ciudad en dirección al campamento musulmán. No tuvo éxito. Perdida toda esperanza, los cristianos decidieron entablar negociaciones en busca de una rendición condicional.
LA VICTORIA DEFINITIVA DE SALADINO
Saladino no tenía por qué hacer prisioneros. Al fin y al cabo, su primera oferta de rendición en vísperas del asedio había sido rechazada. Finalmente, bajo la amenaza cristiana de destruir los lugares santos para los musulmanes antes de que la ciudad cayera, el líder fatimí se avino a aceptar la liberación de todos aquellos prisioneros con recursos para pagársela. La mayoría carecía de ellos, y así muchos cristianos acabaron siendo vendidos como esclavos. Jerusalén se perdió para siempre. Ninguna de las posteriores Cruzadas logró reconquistar la Ciudad Santa, cuya caída provocó un verdadero terremoto político y religioso en Europa. El papa Urbano III falleció, en parte, a causa del disgusto provocado por la noticia. El cristianismo reaccionó llamando a las armas para una Tercera Cruzada. Sería en vano. El reino de Jerusalén hubo de habituarse a sobrevivir, paradójicamente, sin la ciudad que le dio nombre, sobre cuyas murallas no volvieron a ondear estandartes cristianos.