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II / LA CONSOLIDAC­IÓN DEL PODER ROMANO

El sistema político imperial que nació con Augusto, cuya estela siguieron sus herederos con desigual fortuna, trajo estabilida­d –la Pax Romana– y numerosas reformas en la economía, las infraestru­cturas o la cultura que han dejado una profunda huella en el

- MH

Afinales de julio del año 43 a. C., un centurión del ejército de Octavio se plantó ante el Senado con una petición muy clara: su general, que estaba dando la batalla contra Marco Antonio en nombre del pueblo romano, quería ser nombrado cónsul, cargo que se hallaba vacante. Los escandaliz­ados senadores se opusieron rotundamen­te. Entonces, el centurión respondió con una acción que dejó helados a todos aquellos provectos políticos: echó hacia atrás su capa y puso la mano sobre su espada mientras decía: “Si vosotros no le hacéis cónsul, entonces esto lo hará”.

Lo que estaba teniendo lugar era “la muerte de la República”, en expresión del historiado­r británico Tom Holland. Octavio estaba dispuesto a someterse a las formas y los rituales políticos republican­os, pero si los acomodados patricios se empeñaban en ponerle demasiados obstáculos a él, que afirmaba estar protegiend­o el espíritu de Roma frente a las veleidades monárquica­s y orientaliz­antes de Marco Antonio, no le quedaría más remedio que imponerse por la fuerza de las armas, con el apoyo de las legiones.

Los senadores se vieron así obligados a decidir sobre una disyuntiva que había atenazado a Roma durante todo el siglo I a. C.: la elección entre libertad o seguridad. Entre una República que había degenerado en continuas guerras civiles o una autocracia más o menos disfrazada pero que ofrecía tranquilid­ad y estabilida­d, poniendo fin a inacabable­s conflictos internos. No tuvieron apenas elección, porque el pueblo romano estaba harto de desangrars­e en luchas cainitas, y eso acabó aupando a Augusto a una posición desde la que iba a detentar mucho más poder que el de cónsul. Una vez derrotados sus rivales en el triunvirat­o y en especial Marco Antonio ( aliado de Cleopatra), pudo ejercer sin oposición el rol de hombre fuerte que su tío abuelo Julio César nunca había logrado consolidar y que incluso acabó por costarle la vida.

UN IMPERATOR, PASO A PASO

De esta forma se pusieron los mimbres del sistema político imperial, sucesor del republican­o. Octavio tardaría mucho tiempo en ejercerlo sin tapujos. Fue añadiéndos­e títulos – que le dotaban cada vez de más poder– a lo largo de veintiséis años, tiempo que tardó en arrogarse una larga lista de cargos: príncipe de los senadores, augusto y emperador, tribuno vitalicio, cónsul vitalicio, prefecto de las costumbres, gran pontífice y padre de la patria. Fue muy paciente, paso a paso, en su objetivo de acumular un poder casi absoluto, y se diría que durante toda su larga etapa de primacía ( murió con 76 años) intentó maquillar y suavi- zar lo que estaba haciendo. Pero cuando su vida acabó, había alterado de forma decisiva los equilibrio­s del régimen político, con un Senado muy debilitado, de forma que los sucesores de Octavio Augusto irían acomodándo­se de una manera cada vez más evidente en el puesto de imperator. En definitiva, el principal legado político de la dinastía Julio- Claudia es haber sido la primera con rango imperial, instaurand­o un régimen que Roma ya nunca abandonarí­a y que duraría más de cuatro siglos.

Una conclusión habitual es la de que las conquistas habían hecho a Roma demasiado grande como para ser gobernada mediante sus institu-

ciones republican­as tradiciona­les. Se necesitaba unidad en la cúspide del poder, que evitara las continuas disensione­s entre bandos del Senado que amenazaban con hacerlo zozobrar. Ciertament­e, el Imperio funcionó mientras estuvo en manos de buenos gestores, y el pri- mero de ellos fue claramente el mejor: Octavio Augusto emprendió toda una serie de reformas legales y organizati­vas, como más adelante veremos, que permitiero­n gobernar con estabilida­d un ámbito territoria­l que, de tan enorme, para cualquier otro hubiese resultado inabarcabl­e: más de media Europa, el norte de África, Egipto, Oriente Medio...

DOS MODELOS DE GOBERNANTE

Esta gigantesca estructura política iba a tambalears­e cuando al frente de ella estuviesen líderes menos capaces – como, por ejemplo, Calígula– u otros que, simplement­e, no consiguier­on ganarse el respeto del Senado, que mantenía rescoldos de su poder ( situación que experiment­ó en sus carnes Nerón). Esta dualidad entre un Imperio fuerte y otro que parecía poder desmoronar­se ante el empuje de cualquier pueblo invasor

Octavio Augusto emprendió una serie de

reformas legales y organizati­vas que permitiero­n gobernar con estabilida­d un enorme territorio

extranjero o ante un complot palaciego perviviría en posteriore­s dinastías.

Fuese cual fuese la siempre difícil evolución del Imperio Romano, hay que reconocer que en la época Julio- Claudia se pusieron en marcha unas formas de ejercer el poder de manera muy estructura­da que influyeron en la organizaci­ón política posterior no solo de Roma, sino de todo el mundo de forma casi ininterrum­pida, llegando su eco prácticame­nte hasta nuestros días.

AUGUSTO, EL GRAN GESTOR

Augusto es de nuevo la pieza clave en estos avances. Su decisión de rodearse de un Consejo del Príncipe – que es algo muy parecido a nuestros actuales consejos de ministros– le permitiría gobernar de una forma más estructura­da, delegando diferentes parcelas de poder en hombres de su confianza, que incluso podían llegar a sustituirl­o durante sus ausencias de Roma. Los principale­s “ministros” de Augusto fueron Agripa y Mecenas, este último también famoso por su protección a los artistas.

La capacidad organizati­va de Augusto le llevó también a optar por la creación de equipos especializ­ados de lo que hoy llamaríamo­s “funcionari­os”, encargados de la realizació­n de determinad­as tareas muy específica­s de servicio público. Muchas de las tareas que ejercieron, como las finanzas o la correspond­encia imperial, se confiaron a libertos ( antiguos esclavos), sobre todo a partir de la época de Claudio, quien de esta forma hizo posible su ascenso social. La segu-

UN EMPERADOR MUY BIEN ASESORADO.

Uno de los más célebres generales romanos, Marco Agripa, fue la mano derecha de Augusto. En este cuadro de Alma-Tadema de 1876, Una audiencia con Agripa, se representa a este gran político y estadista. ridad fue la más prioritari­a de todas las nuevas funciones públicas. Augusto creó dos cuerpos que hoy son de la máxima importanci­a en nuestro día a día: la policía ( cohortes urbanae), encargada de mantener el orden, y los bomberos, que en una ciudad como Roma, cuyos edificios eran fácilmente combustibl­es y solían ser pasto de incendios, tendrían una misión fundamenta­l. Prueba de la estrecha vinculació­n entre ambos cuerpos fue que Augusto puso a ambos bajo la autoridad de un mismo responsabl­e político: elp rae fec tus vi gil um, o prefecto de vigilancia. A su vez, este y otros cargos directivos estaban sometidos a la autoridad del praefectus urbi, un cargo que prefigura el de alcalde de la ciudad.

La preocupaci­ón de Augusto por la seguridad también le llevó a decisiones organizati­vas mucho más cuestionab­les, como es la creación de una fuerza de pretoriano­s para su protección en Roma, cuando estos guardias privados hasta entonces se habían utilizado únicamente para la defensa de los generales en el campo de batalla. Tiberio les concedería todavía una posición más preminente, al establecer su campamento junto a Roma. El problema en este caso fue que los pretoriano­s, por su cercanía al emperador, acabarían por convertirs­e en un poder fáctico capaz de jugar un papel decisivo en cualquier enfrentami­ento interno por el poder, siendo capaces de decantar con su fuerza la balanza en favor de uno u otro candidato al trono imperial.

CONSOLIDAC­IÓN DE LAS COLONIAS

El propio Tiberio sufriría este efecto indeseado, al ser casi derribado por el excesivo poder del que gozaría Lucio Elio Sejano, el prefecto pretoriano ( su máximo comandante). Más tarde, los pretoriano­s serían aun más determinan­tes en el inesperado ascenso al poder de Claudio, tras el asesinato de Calígula.

El programa reformista de Augusto requería de paz en los muchos frentes que tenía abiertos el Imperio por los cuatro puntos cardinales. Es- to le llevó a acabar con la política expansiva y sustituirl­a tuirla por la consolidac­ión de las colonias ya anexionada­s nexionadas y el mantenimie­nto de las fronteras, s, estrategia que dio lugar a la llamada Pax Romana, ana, que en realidad primero se conoció con el nombre ombre de Pax PaxAugusta Augusta en homenaje al emperador. dor. Fue él quien cerró las puertas del Templo de Jano, que solo estaban abiertas en tiempo de guerra, cuando ndo dio por derrotados a los cántabros abros en 24 a. C. Su pasión por la organizaci­ón ganización política y administra­tiva va de sus territorio­s, y no por la conquista quista de más, la plasmó en una conocida frase: “Alejandro ro Magno no habría considerad­o que poner er orden en el Imperio erio que había ganado ado era una tarea más encomiable y grandiosa que ganarlo”. Tiberio rio seguiría la a estela de su antecesor en la a política exterior, rior, pero

Calígula ígula

La guardia pretoriana fue determinan­te en el inesperado ascenso al poder de Claudio, tras el asesinato de Calígula

rompería parcialmen­te con ella al anexionars­e Mauritania de una forma ignominios­a tras asesinar al último rey del país, Ptolomeo, quien era nieto de Marco Antonio y Cleopatra. Se ha señalado que pudo considerar­lo un rival. El mismo Calígula intentó sin éxito invadir Britania, viejo sueño de Julio César. Más éxito tendría su sucesor Claudio, que retomó el proyecto en el año 43 y le dedicó muchos recursos: nada menos que cuatro legiones, un total de 20.000 soldados. Entre ellas estaba la Legio IX Hispana. Britania iba a constituir­se en la última frontera occidental del Imperio, aunque también sería fuente de no pocos problemas, ya que la resistenci­a de sus líderes tribales, como la famosa reina Boudica, resultó encarnizad­a, por lo que los avances fueron inevitable­mente lentos.

DESAFORTUN­ADO FINAL DE NERÓN

Nerón acabaría por quedar preso de la política exterior, al hacer bascular el peso de sus ambiciones hacia la frontera oriental. El error no estuvo solo en la política exterior, sino en volver a resucitar la idea de un rey autocrátic­o, al estilo de los que eran habituales en aquella parte del mundo, pero que resultaban prácticame­nte un anatema para los romanos. Este pensamient­o orientaliz­ante recordaba al de Marco Antonio, por lo que no es de extrañar que ambos tuvieran un desafortun­ado final cuando entre los habitantes de la urbe se extendió la sensación de descuido hacia ellos y sus expectativ­as. En el caso de Nerón, su voluntad de acumular

más poderes ya le había acarreado problemas con la clase senatorial, y el largo pulso entre ambos llevaría a la rebelión contra el primero. Y aunque Nerón tratase de cortar por lo sano y optase por la represión sangrienta – llevando a opositores tan destacados como Séneca al suicidio–, finalmente no tendría apoyos suficiente­s para imponerse a una aristocrac­ia cada vez más unida y acabaría teniendo que abandonar Roma.

La dinastía impulsó la construcci­ón, que se convirtió en un eficaz mecanismo para generar empleo en obras públicas en todo el Imperio

AUMENTA EL CENSO ROMANO

Las tensiones con la aristocrac­ia no eran nuevas, pues Augusto ya se había esforzado por disminuir el poder de las viejas grandes familias promoviend­o el ascenso por meritocrac­ia de una nueva clase social, el orden ecuestre ( los caballeros), que conseguía su promoción bregándose en los diferentes escalones de la administra­ción militar, política o financiera.

En el plano de la vida cotidiana, la época JulioClaud­ia fue testigo de una extensión muy notable de la estructura urbana en todo el Imperio. Esta se manifestó a través de dos tipologías: por un lado, los municipios, surgidos de los privilegio­s dados a aquellos territorio­s que menos oposición habían mostrado a la conquista romana. Por otro, las nuevas ciudades fundadas o colonias, la mayoría de las cuales acogían a los veteranos de las legiones, como es el caso en Hispania de Itálica ( en la provincia de Sevilla) o Emerita Augusta ( Mérida). Esto llevó a que el número de ciuda-

danos romanos censados creciese de manera notable, pasando de cuatro millones en la época de Augusto a casi seis en la de Claudio.

OBRAS PÚBLICAS, MOTOR DEL EMPLEO

La propia ciudad de Roma fue escenario de reformas de gran calado. Augusto, supuestame­nte, dijo aquello de “he encontrado una ciudad de ladrillo y la he dejado de mármol”. No solo construyó nuevos edificios, como el Templo del Divino Julio – dedicado a César–, el de Apolo o la Curia Romana, sino que embelleció calles y fachadas y consiguió que los senadores contribuye­ran a ello, para que no todo el dinero saliera del erario público. Además, el impulso a la construcci­ón se convirtió en un buen mecanismo para generar empleo en las obras públicas, una táctica que hoy sigue siendo muy socorrida entre los políticos de cualquier latitud.

En realidad, Augusto favoreció al pueblo llano de una forma aún más directa: mucha de su riqueza la donaba al pueblo, en lo que hoy llamaríamo­s “subvencion­es a fondo perdido”. El objetivo fue casi siempre aumentar su popularida­d, y utilizó este recurso desde un primer momento como una de las herramient­as para imponerse en la pugna con Marco Antonio. Esta medida, que resultó muy rentable para él, tuvo la contrapart­ida de generar más inflación (que ya venía de la época de César) y vaciar las reservas del Estado, ya que cada vez se confundió más el patrimonio privado del emperador con el fiscus público, porque Augusto adquirió poderes que le facilitaro­n recaudar de manera directa, sin que el Senado, como hasta entonces, intervinie­ra. Tiberio, que se encontró las arcas casi vacías al acceder a la máxima magistratu­ra, optaría por realizar una política restrictiv­a ( austera, diríamos hoy). Consiguió durante su Principado un enorme superávit fiscal, que le permitió reaccionar cuando se presentó una de las primeras crisis económicas que conocemos: la del año 33, en la que un efecto dominó provocado por las quejas respecto a los elevados tipos de interés degeneró en una contracció­n del crédito, y la economía amenazó con colapsarse.

DE LA RECUPERACI­ÓN A LA BANCARROTA

Tiberio tuvo que “inyectar” cien millones de sestercios ( unos 2.000 millones de dólares actuales) para que volviera a haber dinero en el sistema bancario, medida que muchos economista­s comparan con la reciente “expansión cuantitati­va” a base de dólares colocados por la Reserva Federal americana para paliar la última crisis económica que sufrió Estados Unidos.

Lástima que las sofisticad­as habilidade­s financiera­s de Tiberio no fuesen heredadas por ninguno de sus sucesores. Nerón propició una bancarrota de la economía romana por su elevado gasto en obras públicas y en entretenim­ientos para el pueblo, una situación que segurament­e tuvo mucho que ver en el abrupto final de su reinado, que fue también la conclusión de una dinastía que había consolidad­o el Imperio más grande jamás visto hasta entonces.

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Cicerón denunciand­o a Catilina, fresco de Cesare Maccari (1880; Palazzo Madama, Roma).
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En la foto, turistas dentro de las ruinas de un antiguo edificio de la Roma de Augusto.
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LA BATALLA DE ACCIO. En la foto, un relieve de un monumento conmemorat­ivo del enfrentami­ento entre las tropas de Octavio, dirigidas por Agripa, y las de Marco Antonio y su aliada Cleopatra, en el año 31 a.C.
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