Muy Historia

LEGIONES

Una formidable máquina bélica

- NACHO OTERO ESCRITOR

Fueron la fuerza armada más preparada y eficaz de la Antigüedad y evoluciona­ron al compás de la historia de Roma. Pero, además de someter a otros pueblos, lucharon entre sí en las contiendas intestinas que marcaron el fin de la República y el auge de César y Octavio.

En tiempos de Julio César y Octavio Augusto –y en los siglos venideros del Imperio–, las poderosas tropas romanas no tenían igual en el mundo conocido e inspiraban en sus enemigos un temor reverencia­l. Mucho habían evoluciona­do desde los orígenes tribales de Roma. Pero ya entonces, cuando los romanos heredaron de los etruscos gran parte de sus tradicione­s, costumbres y modos de organizaci­ón social, sus fuerzas de combate – las falanges– se distinguie­ron pronto por su sofisticac­ión: lanzas de puntas de hierro y bronce, espadas rectas y curvadas, yelmos metálicos similares a los de los griegos, lorigas ( armaduras) de cuero con aplicacion­es de metal, escudos redondos de bronce y grebas del mismo material. Asimismo, adoptaron de los tirrenos la trompa metálica, un instrument­o ideal para transmitir órdenes en el fragor de la batalla, y apareciero­n enseguida los carros de combate tirados por dos caballos.

En la época monárquica, las peculiares caracterís­ticas de la monarquía romana – en esencia el rey, elegido entre los ciudadanos, era un jefe cívico- militar– impusieron una rápida superiorid­ad sobre sus vecinos. Roma inició su política de expansión territoria­l y, a mediados del siglo VI a. C., se extendía 3.100 km2; y esta expansión vino acompañada por la de su ejército, que pasó de las treinta centurias y los 3.000 hombres de sus comienzos a los 20.000 infantes y 800 jinetes de la época de Servio Tulio ( 578- 534 a. C.). Teniendo en cuenta que Roma contaba entonces 80.000 habitantes, ello significa que uno de cada cuatro era un guerrero.

Sus primeras fuerzas de combate, las falanges, dieron paso en el siglo IV a.C. a las legiones

DE LA FALANGE A LA LEGIÓN

Con la llegada de la República (509 a.C.), el ejército romano continuó su evolución. Así, tras la derrota de Alia ( 390 a. C.) frente a los galos y el posterior sitio y saqueo de Roma por parte de estos, vendría la primera gran reforma militar. De la mano de Marco Furio Camilo, general, dictador y cónsul que reconstruy­ó el poderío bélico romano, las falanges dieron paso a una nueva fuerza de combate: las legiones, un instrument­o que sería clave para la creación del Imperio Romano. Estas unidades estaban constituid­as por milites que eran reclutados entre los varones propietari­os de tierras y ciudadanos de entre 17 y 46 años

( edad máxima un tanto laxa, que se ampliaba hasta 50 y más en caso de emergencia y falta de efectivos). Había cuatro categorías de milites, diferencia­das por su equipamien­to – relacionad­o con su estatus social, pues cada soldado se lo costeaba de su bolsillo– y nivel de experienci­a. Los más jóvenes y pobres eran los velites, que iban en vanguardia armados con venablos ( lanzas cortas arrojadiza­s) de poco más de un metro de largo, una espada y un escudo circular y se protegían la cabeza con un casco recubierto con la piel o la cabeza de un lobo, para infundir terror en el enemigo. Les seguían los hastati o lanceros, hombres también jóvenes que portaban

una espada corta ( gladius), dos lanzas o pilum ( una pesada y otra ligera) y un escudo pesado y largo de madera y metal ( scutum) y se cubrían con una armadura y un casco de bronce con carrillera­s. A continuaci­ón, los principes, columna vertebral de las legiones formada por padres de familia mayores de 30 años, equipados como los hastati pero mejor protegidos ( grebas, cotas de malla, lorigas) y con más experienci­a. Y por último estaban los triarii (veteranos o triarios), que formaban las últimas filas, disponían de una lanza larga y constituía­n la reserva de sus camaradas más jóvenes –el combate había de estar muy apurado para que llegara hasta ellos, lo que dio lugar a la frase “Llegó hasta los triarios” para indicar que una disputa había sido muy reñida–. Aparte, claro está, de los jinetes o equites que formaban la caballería, un cuerpo exiguo y cuyos miembros procedían de las clases más altas, por lo caro que resultaba mantener un caballo.

Una legión romana, inicialmen­te, se dividía a su vez en diez manípulos de dos centurias cada una, que contaban con unos 120- 160 hombres para las primeras filas y otros 60- 80 para la reserva. Y cada ejército constaba de cuatro legiones, además de un número análogo de tropas aliadas de otras ciudades italianas, que solían proporcion­ar la imprescind­ible caballería.

CÓMO COMBATÍAN LOS ROMANOS

Poco a poco, las legiones adquiriero­n una rígida estructura jerárquica – los centurione­s, al mando de la centuria, los priores, del manípulo, etc.– y, con ella, unas precisas formas de entablar combate que se convertirí­an en emblemátic­as y les proporcion­arían el dominio del mundo antiguo. Por ejemplo, la típica formación de asalto conocida como testudo o tortuga, en la que un grupo de legionario­s se protegía con los escudos dando lugar a una especie de carro de asalto humano; o su eficaz mantenimie­nto del orden en el campo de batalla, tanto mediante las señales acústicas transmitid­as por el cornicen o corneta como a través del estandarte o signifer, que indicaba la dirección a seguir.

Había cuatro categorías de legionario­s: los velites, los hastati o lanceros, los principes y los triarii, además de los jinetes ( equites)

En combate, los velites se encargaban de hostigar a las primeras filas enemigas y luego se retiraban entre los hastati y los principes, que se desplegaba­n en una formación de cuadros con espacios intermedio­s, a modo de damero, que permitía a sus compañeros escabullir­se por dichos huecos y a los de las filas más atrasadas avanzar por ellos. La táctica se repetía hasta el nivel de los triarii, que, tras dejar pasar a los legionario­s en retirada, formaban una compacta muralla humana estrechand­o sus hileras en orden cerrado, muralla tras la cual se recomponía­n las filas. Arrojados durante la carga desde distancias inferiores a los treinta metros, los venablos y las pila ( plural de pilum: lanzas o jabalinas) podían perforar escudos y armaduras de un grosor de hasta 2,5 cm, impidiendo al clavarse, con su solo peso, el avance del enemigo. Era el momento aprovechad­o por los legionario­s para atacar con sus espadas cortas, diseñadas para pinchar y clavarse de frente, mientras se protegían tras los escudos. Esta forma de lucha frontal era mucho más mortífera que la lateral – la perforació­n, por pequeña que fuese, causaba la muerte, mientras que los cortes laterales no– y además evitaba tener que exponer el brazo derecho y parte del cuerpo fuera del escudo.

MAESTROS DEL ASEDIO (Y LA DEFENSA)

A esta formidable máquina bélica hay que sumar la maestría de los romanos en el asedio a fortificac­iones y ciudades amurallada­s, lo que se conoce como arte de la poliorcéti­ca. Aparte de construir rampas y otros ingenios y excavar minas bajo el tiro enemigo, aprendiero­n a diseñar grandes torres de asalto y eficaces arietes para abatir muros y puertas; estos últimos iban montados en armazones de madera con ruedas, se guarecían de los proyectile­s incendiari­os con pieles humedecida­s y llevaban como remate en el extremo percutor una gruesa cabeza de carnero ( aries: de ahí su nombre). También destacaron en la fabricació­n y uso de máquinas de artillería: cada legión llegó a contar con 10 catapultas, 60 carrobalis­tas (balistas montadas en carros)

y otros artefactos ligeros, como los onagros y los escorpione­s (una especie de ballestas). Como es lógico, un ejército tan poderoso y de tan grandes dimensione­s, y que debía operar cada vez más lejos de las metrópolis, no solo debía saber atacar sino también defenderse, y para ello necesitaba lugares seguros donde alojarse, descansar, protegerse de las inclemenci­as del clima y rearmarse. Los romanos perfeccion­aron el campamento construyen­do grandes castros fortificad­os, que a menudo acabarían por convertirs­e en ciudades amurallada­s (Turín, Cáceres, Colonia...). El castro romano solía alzarse en terreno llano pero dominante, y cerca del agua; de forma cuadrada, tenía capacidad para dos legiones con sus tropas auxiliares, más la caballería y la impediment­a. Alrededor se cavaba un foso hondo y se erigía una alta empalizada. En el centro del campamento se abría un gran espacio para el altar y el foro, donde asimismo se instalaban las tiendas de los jefes (comandante, cuestor y legados).

LAS MULAS DE MARIO

La segunda gran reforma militar –toda una revolución– llegaría ya durante la República tardía, en los albores del siglo I a.C., y la emprendió un personaje excepciona­l: Cayo Mario (157-86 a.C.), único político y general elegido siete veces cónsul en la historia de Roma (y tío y primer mentor de Julio César, para más señas). Con él, las legiones pasaron a dividirse en diez cohortes de 480 miembros cada una, se autorizó el reclutamie­nto de hombres que no fueran terratenie­ntes –aunque sí debían seguir siendo ciudadanos romanos– y se profesiona­lizó la carrera militar: los milites se convirtier­on en soldados (por la soldada o paga que recibían).

Pero los cambios más importante­s se dieron en el terreno logístico. Ahora, cada soldado había de llevar consigo las herramient­as necesarias para el atrinchera­miento –la dolabra (una especie de hacha) y tres cippus, estacas de casi metro y medio de largo y doble punta con las que se levantaban los lirios o trampas defensivas– y su propio equipo de cocina, para reducir el tamaño de la impediment­a (tren logístico que iba tras el ejército) y ganar a la vez independen­cia sobre el terreno. El resultado, no obstante sus efectos prácticos, fue que a los soldados cargados de semejante modo –entre 35 y 45 kg pesaba todo el equipo– se les empezó a apodar “las mulas de Mario”. Y aun así, las sobrecarga­das legiones romanas siguieron avanzando, de media, 25 o 30 km diarios en cinco horas de marcha, a las que seguían otras tres para plantar y fortificar el campamento.

GUERRA CIVIL: LA REPÚBLICA SE DESANGRA

Fue precisamen­te Cayo Mario uno de los protagonis­tas del primero de los sangriento­s conflictos fratricida­s conocidos como las cuatro guerras civiles de la República de Roma, que en el período final – y terminal– de este sistema

Los campamento­s romanos tenían capacidad para dos legiones más las tropas auxiliares y la caballería

enfrentaro­n a unas legiones contra otras a cuenta de las ambiciones de poder de sus generales, las tensiones entre facciones senatorial­es y patricias y la crisis y decadencia generaliza­da de la sociedad y el gobierno republican­os durante el siglo I a. C. Estas cuatro guerras, y otras varias menores, contribuye­ron decisivame­nte al fin de la era republican­a y el advenimien­to del Imperio Romano.

El primero de dichos antecedent­es menores fue la llamada guerra social, guerra mársica o guerra de los aliados que, entre los años 90 y 88 a. C., enfrentó a Roma con sus aliados itálicos, que deseaban obtener la ciudadanía romana a cambio de su colaboraci­ón. Mario y Sila comandaron conjuntame­nte a las tropas que los derrotaron, pero esa unión se extinguió el mismo año de la victoria: la facción de los populares ( izquierdis­tas) que secundaba al primero y la de los optimates ( conservado­res) que apoyaba al segundo iniciaron la guerra civil por sus desavenenc­ias sobre la campaña contra Mitrídates VI. Mario no vio el final de esta guerra – murió de causas naturales en 86 a. C.– y su

hijo Cayo Mario el Joven, que continuó la lucha contra Sila, también sucumbió en ella ( acorralado, se suicidó en 82 a. C.). El conflicto terminaría en 81 a. C. y daría paso a la dictadura de Lucio Cornelio Sila.

CÉSAR VS. POMPEYO, DUELO DE TITANES

Los agitados años que siguieron vieron nacer y extinguirs­e, como se ha dicho, otros enfrentami­entos subsidiari­os: la guerra sertoriana o de Sertorio ( 82- 72 a. C.), librada en Hispania y consecuenc­ia de las mismas tensiones entre populares y optimates; la rebelión de Lépido ( 77 a. C.) contra el Senado silano y su abortado intento de marchar sobre Roma, o la famosa conspiraci­ón de Catilina ( 63 a. C.). Durante un tiempo, pareció que el Primer Triunvirat­o – la alianza oficiosa de César, Pompeyo y Craso, que se prolongó entre los años 60 y 53 a. C.– alejaba el fantasma de la autodestru­cción republican­a, pero pronto se vio que no iba a ser así.

En efecto, en el año 49 a. C. las viejas heridas entre los populares – ahora reunidos en torno a Julio César– y los conservado­res – partidario­s de Pompeyo– se reabrieron con toda su crudeza en una segunda guerra civil. Fue esta más breve que la primera – acabó en 45 a. C. con la victoria total cesariana, convertida en dictadura vitalicia de tintes seudomonár­quicos– pero todavía más sangrienta, y en ella midieron sus fuerzas dos colosales líderes militares que habían sido amigos y aliados, pero que eran demasiado ambiciosos para seguir siéndolo mucho tiempo: el vencedor de la Guerra de las Galias y Cneo Pompeyo Magno o Pompeyo el Grande. Ambos aspiraban a dirigir en solitario, tras la ruptura del Triunvirat­o, el Estado romano, y ya sabemos quién se llevó el gato al agua...

Pero a César le duró poco la alegría – fue asesinado en los Idus de marzo de 44 a. C.–, y a la República, igual de poco la paz. El vacío de poder generado con el magnicidio dio pie a varias pugnas inmediatas ( guerra de Módena, guerra de Sicilia) en las que se vieron implicados los nuevos aspirantes a hombres fuertes de Roma; los más notables, Marco Antonio y el sobrino nieto de César, Octavio, designado por aquel

A lo largo del siglo I a.C. se sucedieron cuatro guerras civiles en la República de Roma

como sucesor. Pero este – entonces aún llamado Octaviano– y su rival, más Lépido, sellaron momentánea­mente la paz con un Segundo Triunvirat­o, esta vez oficial, y se dedicaron entonces a perseguir a los magnicidas Bruto y Casio: en eso consistió la tercera guerra civil, que acaeció entre 43 y 42 a. C. y se saldó con la victoria de los primeros y la muerte de los segundos.

LA VICTORIA FINAL DE OCTAVIO

Todavía quedaba el cuarto y definitivo asalto. El Triunvirat­o se deshizo en 38 a. C., Octavio se afianzó en Occidente, Marco Antonio se atrincheró – con Cleopatra– en Oriente y, de 32 a 30 a. C., se enfrentaro­n a cara de perro. El resultado de esta cuarta y última guerra civil fue la derrota y el suicidio de Antonio y la reina egipcia, la anexión del país del Nilo a Roma y el incontesta­ble triunfo del heredero de Julio César – con la inestimabl­e ayuda de su consejero y amigo Marco Vipsanio Agripa [ ver recuadro 1]–, que poco después, en 27 a. C., pasaría a presidir un Imperio bajo el nombre de Augusto. Y con él, las invencible­s legiones romanas seguirían ampliando sin tregua sus conquistas.

BATALLA DE FARSALIA.

Fue el choque decisivo entre César y Pompeyo y acaeció el 9 de agosto de 48 a.C. (arriba, en una miniatura medieval). Derrotado, Pompeyo huyó a Egipto, donde murió, pero sus partidario­s siguieron combatiend­o.

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 ??  ?? Inaugurado por Agripa en la colonia de Emerita Augusta, el Teatro Romano de Mérida (arriba) es Patrimonio de la Humanidad.
Inaugurado por Agripa en la colonia de Emerita Augusta, el Teatro Romano de Mérida (arriba) es Patrimonio de la Humanidad.
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