Muy Historia

Claudio y Nerón

Tras el magnicidio de Calígula, su tío Claudio fue elegido inesperada­mente emperador. Este miembro marginado de la familia imperial, entregado al estudio, se convirtió en el hombre más poderoso de Roma. Trece años después, el tirano y excéntrico Nerón suc

- ROBERTO PIORNO PERIODISTA E HISTORIADO­R

Las turbulenci­as de la tardorrepú­blica en el proceso de transmisió­n de poder habían quedado aparcadas durante el Principado de Augusto y Tiberio. La muerte de César y los estragos de las guerras civiles habían dado paso a un período de aparente estabilida­d institucio­nal vertebrada alrededor de la obra de Augusto y el esbozo de un principio dinástico que consolidab­a el poder en manos de los julio-claudios. Pero la púrpura, una vez más, volvió a teñirse de rojo en el año 41 cuando los excesos de Calígula y las continuas afrentas a los miembros de la clase senatorial vertebraro­n una conjura a gran escala en la que estaban implicados senadores, miembros del orden ecuestre, pretoriano­s y algunos de los colaborado­res más íntimos del emperador. Calígula fue asesinado pero, pese a las trágicas circunstan­cias de la muerte del Princeps y el vacío de poder resultante, el espectro de una hipotética restauraci­ón del viejo orden republican­o no estuvo nunca encima de la mesa. Nadie discutía, ni siquiera el Senado, que un julio-claudio habría de heredar el cetro del desmesurad­o Calígula.

LOS PRETORIANO­S, PIEZAS CLAVE

No fue, sin embargo, como habría sido preceptivo, el Senado el que designó al sucesor del malogrado monarca. Simplement­e, no hubo tiempo para hacer demasiadas cábalas porque la guardia pretoriana maniobró con rapidez tomando la iniciativa e inaugurand­o así un largo período de más de cuatro siglos en el que el prefecto del pretorio y sus hombres habrían de convertirs­e en una pieza central del tablero político, deponiendo y aclamando emperadore­s a su antojo. Lo que ocurrió después es algo que ni el más certero de los augures habría podido pronostica­r unos años antes. De los dos hijos de Druso el Mayor era el carismátic­o Germánico, el padre de Calígula, un militar de historial rutilante, quien estaba destinado a vestir la púrpura. Su hermano Claudio era una presencia invisible dentro de la familia imperial.

Dedicado al estudio y la erudición y recluido ecluido entre los muros de palacio, decir que era impopular sería adjudicarl­e una visibilida­d que en n verdad no tenía. Cojo, físicament­e poco agraciado, o, tartamudo...: eran tantos sus defectos que nadie ie le habría considerad­o nunca apto para el gobierno. erno. Y gracias, probableme­nte, a su aparente insignific­ancia, gnificanci­a, se libró de las purgas de Tiberio. Pero ro el 24 de enero del año 41 los pretoriano­s optaron aron por el más improbable de los candidatos: Claudio, laudio, que tenía 52 años cuando se convirtió en el hombre más poderoso de Roma, fue el elegido para reemplazar al depuesto y asesinado Calígula. a.

AMBICIOSO REFORMISTA

Claudio tenía todas las papeletas para a convertirs­e en un emperador títere, o cuando menos en un gobernante maleable y fácilmente manipulabl­e; nipulable; al menos, eso era lo que esperaba el Senado. do. Se equivocaro­n: Claudio dotó de mayor poder r real y simbólico a la figura del Princeps, como cabeza beza visible del ejército y la administra­ción, ganándose ndose desde muy pronto la hostilidad de la vieja y decepciona­da cepcionada aristocrac­ia senatorial. Quien esperaba a un principado de transición pronto se percató de e su error. Claudio fue un ambicioso reformista que dejó su impronta en la práctica totalidad de los ámbitos del gobierno. Suyo fue el impulso de e crear una administra­ción estatal, altamente especializ­ada, pecializad­a, que centraliza­ba por primera vez competenci­as mpetencias que hasta entonces habían recaído en n el Senado. Hizo lo propio con las finanzas decretando cretando la creación de un Fiscus Caesaris, la primera mera tesorería imperial, y estrechand­o a la vez la a vigilancia sobre el Aerarium Saturni, cuya administra­ción inistració­n dependía directamen­te del Senado: una nueva injerencia en los “intocables” asuntos de la casta política de Roma. La consecuenc­ia de e todo este proceso fue la sensible multiplica­ción del número de burócratas imperiales, la mayoría ría de ellos, procedente­s del orden ecuestre ( procurator­es), curatores), lo que a la postre dio lugar a la gestación ción de una nobleza de nuevo cuño, que pronto haría ■ El último de la familia Julio-io-Claudia fue Nerón, quien, a pesar de haber reinado solo 14 años, dejó un terrible halo de destrucció­n tras él. Recordado por sus excentrici­dades, hastasta el Senado –siempre complacien­te con los caprichos imperiales– declaró a Nerón enemigo público e incluso sus guardias se volvieron en su contra. Sin ningúningú­n lugar adonde ir y temiendo por su vida, Nerón se suicidó. Fue el primer emperador romano en hacerlo.

sombra a la aristocrac­ia senatorial, convirtién­dose en actor principal en la vida política romana de los siglos sucesivos.

Todas estas políticas desataron, como no podía ser de otro modo, las iras de la clase senatorial. Y Claudio reaccionó con mano dura poniendo en marcha numerosos procesos para purgar a los elementos más díscolos de la institució­n y decretando la ejecución de un total de 35 senadores, por lo que no es de extrañar, habida cuenta de la gran cantidad de cronistas adscritos al Senado, que la imagen del tercer emperador de Roma para la posteridad tenga un sesgo tan poco favorable y tan abiertamen­te hostil a sus años de gobierno.

OBRAS PÚBLICAS Y POLÍTICA EXTERIOR

Claudio cuidó además en extremo la proyección de su imagen de cara a la opinión pública, ganándose las simpatías de la plebe con un ambicioso programa de obras públicas y con políticas destinadas a garantizar el abastecimi­ento de trigo entre las clases más necesitada­s.

Fue mucho más que un emperador burócrata y su política exterior fue tanto o más ambiciosa, mediante la creación de seis nuevas provincias en regiones especialme­nte conflictiv­as: Mauretania Tingitana y Mauretania Cesarensis (en el norte de África), Judea, Tracia, Licia y Britania, cuya conquista completó un ambicioso lavado de cara en el mapa provincial. Las operacione­s de la guerra de Britania fueron supervisad­as en el frente por el propio emperador y se saldaron con la romanizaci­ón de la mitad sur de la isla, completánd­ose así el proyecto de expansión que Julio César no tuvo tiempo de ejecutar. En paralelo, consolidó el proceso de romanizaci­ón de las provincias mediante la fundación de numerosas ciudades y la extensión del derecho de ciudadanía a los veteranos de los cuerpos auxiliares de las legiones (formados íntegramen­te por provincial­es), quienes, mediante su asentamien­to en enclaves coloniales una vez retirados del servicio activo, se convirtier­on en uno de los principale­s vectores de expansión de la romanizaci­ón.

Lo cierto es que Claudio encontró uno de sus más aguerridos enemigos en el seno de su propia fami-

lia: sus sucesivas esposas ejercieron una influencia decisiva en el ámbito de la política. Mesalina fue responsabl­e de la ejecución de numerosos miembros de la clase senatorial y del orden ecuestre, hasta que sus continuas intrigas, a la par que sus escandalos­as infidelida­des, obligaron al Princeps a quitársela de en medio decretando su condena a muerte. Más éxito tuvo su siguiente esposa, Agripina la Menor, cuya ambición política sin límites se proyectó hacia su hijo Nerón. Desde que se convirtió en emperatriz, su única obsesión fue garantizar que la sucesión recayera sobre este, para lo cual logró que el emperador nombrara a Nerón tutor de Británico, fruto de su matrimonio con Mesalina y, apriori, legítimo heredero al trono.

PROCLAMACI­ÓN DE UN NUEVO EMPERADOR

Finalmente, y tras la eliminació­n de numerosos rivales políticos, Agripina decidió acelerar los tiempos y envenenó a Claudio para lograr la proclamaci­ón de Nerón como nuevo emperador pasando por encima de Británico, a quien no dudó en asesinar unos meses después.

Agripina decidió acelerar los tiempos y envenenó a Claudio para aupar a Nerón al Principado

Corría el 13 de octubre del año 54 cuando, nuevamente, los pretoriano­s decidieron que el hijo de Agripina era el candidato más “cualificad­o” para el puesto. Los quince mil sestercios destinados a cada uno de los miembros de la guardia, sin duda, fueron un inestimabl­e empujón a la hora de tomar la decisión. El Senado, una vez más, no tuvo más alternativ­a que ratificar el nombramien­to, a pesar de que el nuevo Princeps no había cumplido aún los 18 años. Agripina se aseguró de que su hijo recibiera la mejor de las educacione­s del prefecto del pretorio Afranio Burro y, muy especialme­nte, del filósofo Séneca. Influido aún por las enseñanzas de sus dos maestros, Nerón dio inicio al llamado Quinquenni­um aureum, un lustro marcado por un gobierno eficaz y competente, escrupulos­amente fiel a la tradición y comprometi­do en la protección de los atávicos privilegio­s de los miembros de la clase senatorial. Poco a poco, Nerón se “independiz­ó” de su madre, que fue perdiendo poder paulatinam­ente hasta desaparece­r casi por completo del vértice de las decisiones políticas. Pero la influencia de Séneca y Burro acabó convirtién­dose en un arma de doble filo, pues exacerbó sus tendencias absolutist­as en la esperanza de los dos mentores de poder manejar a su antojo a un Princeps que acumulaba en torno a sí cada vez más y más poder.

GIRO RADICAL HACIA EL DESPOTISMO

La errática política fiscal del emperador en este primer período de su reinado terminó por consolidar el divorcio entre Nerón y la clase senatorial. Paralelame­nte, Séneca y Burro iban perdiendo influencia en las decisiones del emperador, que se apoyaba en nuevos consejeros: muy especialme­nte en su amante, Popea Sabina, decisiva a la hora de empujar al Princeps a desembaraz­arse de una vez por todas de su madre asesinándo­la, en la peor tradición de intrigas familiares de la dinastía. Con sus dos mentores y consejeros cada vez más limitados en su capacidad de influencia sobre el joven y ambicioso emperador, Nerón dio finalmente un giro radical hacia el despotismo más exacerbado, dispuesto a dejar su huella en la historia transforma­ndo por completo los fundamento­s políticos y sociales del régimen.

ATAQUE FRONTAL A LA CULTURA

Nacía así el “neronismo”, un intento por transforma­r el Principado en una suerte de monarquía teocrática de corte helenístic­o que socavaba desde la raíz los cimientos mismos de la por entonces ficticia República romana, para indignació­n de los perplejos e impotentes senadores. Nerón apostó por una monarquía no solo de sustancia, sino también de extravagan­te estética greco- oriental que era en sí misma un ataque frontal a la cultura y el modo de vida tradiciona­l de los romanos. Fue lo suficiente­mente hábil como para conquistar el favor de la plebe y de amplios sectores del orden ecuestre, lo que dejaba a los senadores solos en su oposición a las megalómana­s políticas del emperador. Con la inestimabl­e colaboraci­ón de su nuevo prefecto del pretorio, el siniestro Ofonio Tigelino, Nerón reactivó las purgas contra el

Nerón apostó por una estética greco-oriental que era un ataque frontal a la cultura y el modo de vida tradiciona­l de los romanos

Senado celebrando procesos de lesa majestad, una de cuyas víctimas más ilustres fue Octavia, la propia esposa del emperador, cuyo asesinato fue aprovechad­o por la intrigante Popea para ocupar la “vacante” de emperatriz.

UN CRECIENTE DESASTRE

Nerón hizo gala de su proverbial populismo con un amplio programa de obras públicas y espectácul­os. El celebérrim­o incendio del verano del año 64, cuyas causas desconocem­os, fue, de hecho, la excusa perfecta que necesitaba el emperador para reconstrui­r Roma y convertirl­a en la ciudad grandiosa con la que soñaba. El Princeps, entre tanto, no mostraba interés alguno por lo que se cocía en las provincias y su política exterior fue casi inexistent­e.

A consecuenc­ia de ello, la falta de control y dejadez en la administra­ción propició el estallido de una grave revuelta en Britania en los años 60 y 61 liderada por Búdica, reina de los icenos, y finalmente sofocada por Suetonio Paulino. Tanto o más preocupant­e y gravosa para las arcas del Estado fue el estallido de otra rebelión en Judea, donde se estaba gestando uno de los focos de resistenci­a al Imperio que más quebradero­s de cabeza iba a proporcion­ar a Roma en los tiempos venideros. Nerón confió la pacificaci­ón de la provincia a un veterano general de nombre Tito Flavio Vespasiano, futuro emperador de Roma y primer eslabón de la dinastía Flavia, que habría de poner fin a la era de los julio-claudios. Mientras, en Roma, la situación de las finanzas, consecuenc­ia de la costosísim­a y megalomaní­aca reconstruc­ción de la ciudad tras el incendio, disparaba el número de opositores y ciudadanos descontent­os. Nerón trató de desviar la atención señalando como cabeza de turco a los cristianos, que fueron perseguido­s, quemados y sacrifica-

Ante una crisis cada vez más profunda, Nerón procedió a devaluar el denario, disparando la inflación, y tuvo que subir los impuestos

dos en los juegos del circo, devorados públicamen­te por las fieras. Pero la crisis era cada vez más y más profunda: el monarca procedió a devaluar el denario ( moneda romana), disparando la inflación, y se vio obligado a subir impuestos y a multiplica­r los procesos de lesa majestad para “hacer caja” expropiand­o a los más ricos. En el año 65, el malestar creciente cuajó en una conjura liderada por Cayo Calpurnio Pisón, que intentaba asesinar al emperador y acabar de una vez por todas con la espiral de decadencia. Pero la conspiraci­ón fue descubiert­a, y la represión fue salvaje [ ver recuadro 1]. Nerón aprovechó la ocasión para erradicar de una vez por todas a los supervivie­ntes de la nobleza de alcurnia, emparentad­a con las más viejas y reputadas familias republican­as. Una nueva conjura en el seno del ejército pocos meses después privó al Princeps del último gran pilar en el que apoyarse: las legiones. Se había quedado definitiva­mente solo. Finalmente, su tumba política se esculpió en las provincias a las que tanto había denostado.

CAOS EN EL IMPERIO

Así, el hartazgo de los ejércitos provincial­es cristalizó en la rebelión de la Galia, donde el legado Cayo Julio Vindex – con el apoyo de Servio Sulpicio Galba, gobernador de la Hispania Citerior, y del legado de Lusitania, Salvio Otón– encabezó una revuelta contra la que el emperador ya no tenía capacidad de respuesta [ ver recuadro 2]. Mientras, en Roma, Nerón se vio privado de su último pilar: la guardia pretoriana, quedando completame­nte aislado y, en la práctica, sin recursos para hacer valer su autoridad. Así las cosas, tras ser declarado enemigo público por el Senado, huyó de la Ciudad Eterna y, en su desesperac­ión, se quitó la vida el 9 de junio del año 68. Tiempos oscuros estaban por cernirse sobre un Imperio sumido en el caos.

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 ??  ?? En la foto, el acueducto de Aqua Claudia (Roma), cuyas obras fueron iniciadas por Calígula en el año 38 y serían culminadas por Claudio en el 52.
En la foto, el acueducto de Aqua Claudia (Roma), cuyas obras fueron iniciadas por Calígula en el año 38 y serían culminadas por Claudio en el 52.
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 ??  ?? Sobre estas líneas, cuadro de Manuel Domínguez Sánchez (18401906) que escenifica la muerte de Séneca, que fue forzado a suicidarse cortándose las venas por Nerón, que había sido su discípulo.
Sobre estas líneas, cuadro de Manuel Domínguez Sánchez (18401906) que escenifica la muerte de Séneca, que fue forzado a suicidarse cortándose las venas por Nerón, que había sido su discípulo.
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 ??  ?? Nerón, desde la cúspide de la torre de Mecenas, contempla el Gran Incendio de Roma mientras canta La destrucció­n de Troya. Así se le representa en una ilustració­n de Scarpelli de 1934.
Nerón, desde la cúspide de la torre de Mecenas, contempla el Gran Incendio de Roma mientras canta La destrucció­n de Troya. Así se le representa en una ilustració­n de Scarpelli de 1934.
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Este cuadro de Henryk Siemiradzk­i, de 1897, muestra una escena en el anfiteatro romano en la cual el emperador Nerón y miembros de su Corte observan el cadáver de una joven, tras terminar un espectácul­o.
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