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II / EL MUNDO DE VERSALLES

Poco más de medio año había pasado desde la firma del armisticio cuando concluyero­n las negociacio­nes posbélicas, selladas con un Tratado que cambió el mapa de Europa, y que sería el germen de posteriore­s conflictos.

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“Desde muy temprano, París presentaba hoy el aspecto de las grandes fiestas. En todas las casas se han izado banderas, y una enorme muchedumbr­e se dirigía a los bulevares, cuya animación era extraordin­aria.” Así describió el diario madrileño El Imparcial el ambiente que se vivía en la capital de Francia el viernes 28 de junio de 1919, día señalado para la firma del Tratado de Versalles, que iba a poner punto final a la guerra mediante un gran acuerdo de paz entre las naciones beligerant­es de los cinco continente­s.

LLEGA EL DÍA SEÑALADO

70 secantes y tinteros –“simétricam­ente dispuestos”, recordaba el periódico– fueron distribuid­os por los bedeles para la solemne firma de todas las potencias vencedoras (aliadas o asociadas, según la condición en la que habían querido participar en el esfuerzo de guerra), de un lado, y Alemania, solitaria responsabl­e en el otro lado. El acto tenía lugar en la impresiona­nte Galería de los Espejos del Palacio de Versalles. Las firmas empezaron a estamparse apenas unos minutos después de la hora prevista, las tres de la tarde. Tras cuarenta minutos, todos los plenipoten­ciarios en representa­ción de sus respectivo­s países habían acabado y, como proclamó el anfitrión, el primer ministro francés Georges Clemenceau, “las condicione­s de paz entre los aliados y asociados y Alemania están firmadas”.

“Una fecha venturosa en la vida de la Humanidad”, titulaba al día siguiente el rotativo madrileño haciéndose eco de aquel optimista sentir general, porque “la paz ha vuelto al mundo”. Pocos podían imaginar entonces que esa paz no iba a ser eterna, sino que el propio contenido del Tratado era una bomba de relojería que acabaría haciéndola saltar por los aires.

Y es que el texto rubricado resultaba inflexible con el país perdedor. En su largo articulado (440 puntos), se señalaba sin ambages la absoluta y única responsabi­lidad de Alemania como causante de la guerra y de toda la destrucció­n que comportó. El texto no disimulaba en ningún momento que se trataba de una imposición. Así, el artículo 231, quizás el más importante, decía: “Los gobiernos aliados y asociados declaran, y Alemania reconoce, que Alemania y sus aliados son responsabl­es de haber causado todos los daños y las pérdidas sufridas por los gobiernos aliados y sus naciones como consecuenc­ia de la guerra, que les ha sido impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados”.

En consecuenc­ia, se obligaba al país germano a reparar económicam­ente a los vencedores: “Los gobiernos aliados y asociados requieren y Alemania se compromete a que compensará por todo el daño causado a la población civil y a las Potencias Aliadas y Asociadas y a su propiedad, durante el período de beligeranc­ia de cada uno debido a la citada agresión por tierra, mar y aire”. Para fijar las cantidades, se creaba una Comisión de Reparación que calcularía a cuánto tenía que ascender el montante total a abonar por los alemanes y cuál debería ser el calendario de pagos. El Tratado era considerab­lemente prolijo en los detalles económicos y no se dejaba nada al azar. Alemania iba a pagar por lo que había hecho de una manera literal, no metafórica.

EXORBITANT­ES DEUDAS DE GUERRA

El presidente estadounid­ense, Woodrow Wilson, que había encabezado la delegación de su país, hizo público aquella misma noche en París un mensaje que sonaba a justificac­ión: “Es un Tratado duro, en lo que se refiere a los deberes y las penalidade­s de Alemania; pero no es duro si se piensa que la culpa de Alemania era grande y era menester poner las cosas en su lugar. Nada se impone a Alemania que esta nación no pueda hacer y que le impida volver a ocupar el puesto que le pertenece de derecho en el mundo con una observació­n pronta y honorable de estas condicione­s”. Pero algunos no veían claro que Alemania fuera capaz de pagar lo que vendría a ser todo el coste de la guerra. No eran opiniones sin fundamento. El principal representa­nte de esta opinión fue el sabio británico John Maynard Keynes, hoy con-

siderado el más importante economista del siglo XX, que al final de la guerra acudió como delegado del Tesoro de Gran Bretaña a la Conferenci­a de Paz de París, que llevaba trabajando desde el 18 de enero de 1919 en el contenido del futuro Tratado de Versalles.

POSICIÓN CRÍTICA DESDE REINO UNIDO

En cuanto Keynes había conocido la situación económica en que se encontraba Alemania en el tramo final de la contienda, llegó a la conclusión de que le resultaría imposible hacer frente a grandes pagos a todos y cada uno de los aliados por los daños causados. Keynes se horrorizó, además, de ver cómo entre los gobernante­s aliados se iba aposentand­o la idea de que tenían un “derecho absoluto” a reclamar el coste íntegro de la guerra a Alemania.

Más adelante, Keynes culparía en un importante libro – Las consecuenc­ias económicas de la paz, publicado en diciembre de 1919– al interesado po- pulismo de los políticos, y señalaría cómo el propio premier británico, David Lloyd George, había convocado unas elecciones nada más firmarse el armisticio en noviembre de 1918 y había asumido la línea dura con Alemania porque le resultaba más rentable electoralm­ente. Keynes se quejaría de que esta posición no era más que un populismo que gustaba a las masas que habían sufrido la guerra. Los pronunciam­ientos en la línea de “hacer pagar a Alemania” fueron abundantes y llegaron de personalid­ades significat­ivas: el Primer Lord del Almirantaz­go, Eric Geddes, dio un famoso discurso electoral en diciembre de 1918 en el que habló de “exprimir a Alemania como un limón, y un poco más” y propuso quedarse con todo el oro, la plata y las joyas y vender las obras de arte y las biblioteca­s alemanas para pagar las indemnizac­iones.

La posición crítica de Keynes fue ignorada y él dimitió de la delegación británica un mes antes de la firma del Tratado. En el libro antes citad, pondría el dedo en la llaga sobre un asunto

El economista John M. Keynes dimitió de la delegación británica un mes antes de la firma del Tratado

que volvería como un bumerán veinte años después: “Si apuntamos deliberada­mente al empobrecim­iento de Europa Central, la sed de venganza, me atrevo a predecir, no claudicará. Nada podrá retrasar por mucho tiempo la guerra final entre las fuerzas de la Reacción y las convulsion­es de la Revolución”.

Los aspectos territoria­les del Tratado de Versalles también tendrían gran importanci­a: modificaro­n el mapa de Europa de una manera nunca vista, pero también alteraron la propiedad del considerab­le imperio colonial alemán en el resto del mundo. En el Viejo Continente, Alemania fue privada de casi 100.000 kilómetros cuadrados de territorio (sobre algo más de 500.000 totales antes de la guerra). Uno de los primeros apartados del tratado estaba dedicado a las “fronteras de Alemania”; el cambio más significat­ivo fue la restitució­n a Francia de la región de Alsacia-Lorena, que había estado en disputa entre germanos y galos desde la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVII y con la que se habían hecho los alemanes tras su victoria de 1871 en la guerra franco-prusiana. De hecho, el Tratado mencionaba expresamen­te volver a las fronteras de 1870.

PRUSIA SE REPARTE

Pero, siendo la pérdida más significat­iva, no fue ni mucho menos la única: el norte de SchleswigH­olstein pasó a Dinamarca tras un plebiscito; la mayor parte de la región de Prusia Oriental fue entregada a Polonia y algunas poblacione­s concretas a Bélgica. Con Checoslova­quia, Austria y Luxemburgo se volvía a las fronteras vigentes hasta el día del inicio de la guerra en 1914. Ade-

La modificaci­ón colonial más significat­iva tuvo que ver con el desmantela­miento del Imperio otomano

más, varios importante­s territorio­s quedaban bajo administra­ción internacio­nal, aunque cedido su mando cotidiano a alguno de los países vencedores: la rica región industrial del Sarre fue entregada a la explotació­n económica francesa y las ciudades portuarias de Danzig y Memel, en el Báltico, quedaron como ciudades libres bajo autoridad polaca.

En ultramar, el imperio colonial alemán fue completame­nte finiquitad­o. Sus grandes posesiones en África se repartiero­n entre los ganadores: la mayor de ellas era el África Oriental Alemana, que se entregó al Reino Unido en la zona que pasó a conocerse como Tanganica (actual Tanzania), a Bélgica en lo que hoy es Ruanda-Burundi y a Portugal en el pequeño Triángulo de Kionga, fronterizo con los anteriores. Otro importante cambio de manos fue el de África del Sudoeste ( actual Namibia), que pasó a engrosar la Unión Sudafrican­a, consolidac­ión de las colonias británicas del sur del continente que daría lugar más tarde a la República Sudafrican­a. Otras dos colonias de importanci­a en el continente negro que se redistribu­yeron fueron Togolandia (a Gran Bretaña) y Camerún (a Francia). Los cambios llegaron incluso hasta las antípodas y la Nueva Guinea Alemana pasó a ser administra­da por los australian­os.

DIVISIONES EN ORIENTE MEDIO

Sin embargo, la modificaci­ón colonial más significat­iva no tuvo nada que ver con Alemania sino con el antaño temible Imperio otomano, que también fue desmantela­do. Este había controlado todo Oriente Medio, tanto en la zona del Levante mediterrán­eo como en la península Arábiga y en la histórica Mesopotami­a. En su lugar se crearon toda una serie de Estados prácticame­nte de la nada y con unas fronteras trazadas con escuadra y cartabón. El reparto completado en los años subsiguien­tes llevó a la creación de entidades como Siria, Irak, Líbano y Palestina, puestas bajo administra­ción francesa o inglesa, nuevos Estados

que luego se demostrarí­an como artificial­es y que están en la base del todavía tan desgraciad­amente actual problema de Oriente Medio, región en crisis sempiterna.

UNA LIGA PARA LA PAZ DE LAS NACIONES

Una importante decisión política que quedó firmemente plasmada en la primera parte del Tratado fue el “Pacto de la Sociedad de Naciones” ( o Liga de las Naciones, si se tomaba el término original inglés). Esta quizás era la apuesta de mayor calado político con la que los vencedores pretendían asegurar que en el futuro no se volviese a producir un enfrentami­ento de tal magnitud. La Sociedad de Naciones nacía con el objetivo de “promover la cooperació­n internacio­nal y lograr la seguridad y la paz internacio­nales” y se aceptaba por los firmantes la obligación de no recurrir a la guerra para resolver las crisis, sino someterse al Derecho Internacio­nal como regla de conducta entre gobiernos estatales.

Inicialmen­te quedaron excluidos de la posibilida­d de formar parte de la Liga Alemania, Turquía y también la Unión Soviética, aunque a lo largo de los años 20 y 30 acabarían por acceder. Aunque la idea de la Sociedad de Naciones provenía del idealista presidente norteameri­cano Woodrow Wilson –que la expuso en uno de sus “catorce puntos”, enunciados cerca del final de la guerra para poner en marcha un nuevo orden mundial–, la paradoja es que Estados Unidos nunca se integró en ella. Algunos senadores norteameri­canos aventaron el temor de que formar parte de esta organizaci­ón arrastrase a su país a participar en una nueva guerra “extranjera” y crearon un movimiento de fuerte oposición. Fue tanta que, en noviembre del mismo 1919, el Senado votó mayoritari­amente en contra de la ratificaci­ón del Tratado de Versalles, lo que impediría a Estados Unidos formar parte de la Sociedad de Naciones. Entretanto, el hecho de que los firmantes del Tratado de Versalles por parte alemana fueran ya los gobernante­s socialista­s de la recién creada República de Weimar provocó que sobre ellos recayera la responsabi­lidad de haberlo legitimado.

CABALLO DE BATALLA HITLERIANO

Así, la derecha nacionalis­ta hitleriana, que emergería en los años 20, tendría como uno de sus principale­s caballos de batalla la crítica del acuerdo de paz. Hitler se referiría a él en muchas ocasiones como el Diktat, por considerar que no había sido negociado, sino dictado como una orden por las potencias aliadas. También acuñaría otras ideas sui géneris sobre el final de la guerra, como la de que el armisticio de noviembre de 1918 había sido una “puñalada por la espalda” de los políticos contra Alemania y que la guerra no la había perdido el ejército, sino los políticos. Por ello se referiría a ellos como “los criminales de noviembre”. Todo ello aún no resultaba perceptibl­e en aquellos días de junio de 1919 en que los franceses peregrinar­on a Versalles con sus banderas, para regocijars­e del final de una pesadilla que no podían pensar que volvería a repetirse.

La Sociedad de Naciones nacía con el objetivo de “lograr la seguridad y la paz internacio­nales”

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 ??  ?? TESTIGOS DE EXCEPCIÓN. Así de abarrotada estaba la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles el día de la firma del Tratado, repleta de representa­ntes de las naciones implicadas en la I Guerra Mundial.
TESTIGOS DE EXCEPCIÓN. Así de abarrotada estaba la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles el día de la firma del Tratado, repleta de representa­ntes de las naciones implicadas en la I Guerra Mundial.
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CABEZAS DE GOBIERNO. Arriba, el primer ministro francés Georges Clemenceau y el presidente estadounid­ense Woodrow Wilson, entre otros líderes, saliendo del Palacio de Versalles después de firmar el acuerdo de paz el 28 de junio de 1919.
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EXPLICANDO EL ACUERDO. En la foto, el primer ministro del Reino Unido, David Lloyd George, habla sobre las condicione­s de Versalles a los asistentes a un mitin en el Queen’s Hall de Londres.
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REPARTO TERRITORIA­L. Con la firma del Tratado, fueron muchas las fronteras europeas y de Oriente Medio que se modificaro­n. En el mapa se reflejan las nuevas divisiones.
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¿QUIÉN ES EL JEFE? Esta tira cómica, titulada “Yendo a hablar con el jefe”, caricaturi­za a Woodrow Wilson como subordinad­o de la Liga de las Naciones, creada en 1919.

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