Sobrevivir en la retaguardia
La primera “guerra de pueblos”. Así definió la Primera Guerra Mundial Winston Churchill. Para el futuro primer ministro del Reino Unido, se habían terminado las contiendas de ejércitos. Y es que, frente a los conflictos bélicos anteriores, esta no se desarrolló solo en los frentes de batalla, sino también en la retaguardia. La magnitud del enfrentamiento, el gran número de potencias implicadas y la colosal demanda de que aquella fuera una guerra moderna animaron la estrecha conexión entre el frente y la retaguardia que lo aprovisionaba. Las necesidades de material de los ejércitos obligaron a llevar a cabo una fuerte planificación y a considerables transformaciones en el campo productivo, laboral y sanitario. En todos ellos, el papel de los civiles resultaría crucial. Equipamiento militar, víveres y medicinas procedentes de las ciudades llegaban en grandes cantidades hasta las líneas de combate. Y para satisfacer la demanda, la industria hubo de adaptarse a las necesidades bélicas.
Con los hombres en el frente, la falta de obreros en la industria era cada vez más preocupante. La necesidad de aumentar la producción de las fábricas de armamento se alivió con mano de obra femenina. Las mujeres entraron masivamente en las fábricas de municiones, se encargaron de los trabajos más duros en el campo y del sector servicios en las ciudades: medios de transporte, servicio postal, atención de heridos, etc. El trabajo fuera del hogar marcó un punto de inflexión en la lucha por la emancipación femenina. También algunos niños contribuyeron, inconscientemente, al esfuerzo bélico. En el otoño de 1917, aparecía un aviso en los colegios del Reino Unido: “Se están organizando grupos de escolares y de Boy Scouts para recoger
El trabajo fuera del hogar marcó un punto de inflexión en la lucha por la emancipación femenina
castañas de Indias. Esta recolección es una campaña solidaria invaluable para la guerra y es muy urgente”. Animados por la propina que recibirían por colaborar, lograron recoger 3.000 toneladas que se emplearon para fabricar acetona, un componente esencial del propulsor sin humo para proyectiles y balas conocido como “cordita”.
LA LUCHA CONTRA EL HAMBRE
Otro ingenioso producto se usó para curar las heridas de miles de soldados. A finales de 1916, cuando el algodón escaseaba, dos escoceses, el cirujano Charles Walker Cathcart y el botánico Isaac Bayley Balfour, redescubrieron las propiedades de una planta: el esfagno o musgo de turbera, el doble de absorbente que el algodón y con propiedades antisépticas. Reino Unido pasó de producir 200.000 vendajes o compresas de esfagno al mes en 1916 a un millón en 1918.
Para poder mantener el alto coste de la guerra, los estados beligerantes se vieron obligados a hacer frente a enormes necesidades presupuestarias, el déficit alcanzó cifras astronómicas, hubo que recurrir a créditos externos y a la emisión de deuda pública: apareció en escena la inflación. La cuestión del abastecimiento fue un grave problema para todos los contendientes. La falta de comida, ropa y combustible se hizo patente enseguida. Afectaba al frente, pero en especial a la retaguardia. La lucha de la población civil no era contra un enemigo visible sino contra uno invisible: el hambre. En los primeros días de la contienda, en vistas de lo que se avecinaba, muchas mujeres asaltaron tiendas y almacenes acaparando productos alimentarios que no tardarían en desaparecer del mercado. Durante cuatro años, la calidad de vida se vio gravemente deteriorada debido a la escasez, que conllevó la inevitable subida de precios, el racionamiento y el mercado negro. La situación fue particularmente grave en Alemania, a causa del bloqueo aliado.
El hambre se cebó especialmente en este país, donde la carestía de los alimentos batió ré-
cords y pronto empezaron a faltar los productos esenciales. Perseguida por la inanición, la población se mostraba cada vez más desesperada y surgieron las primeras revueltas exigiendo “Pan y paz”. Empecinado en ganar, el gobierno germano decidió aumentar la producción bélica y movilizar obligatoriamente a los varones de 16 a 70 años. “Quien no trabaje, no come”, llegó a sentenciar Hindenburg, el jefe del Estado Mayor. Sus planes dejaban indefensos a todos los civiles “improductivos”: niños, mujeres embarazadas, enfermos... Todo empeoró tras la horrible cosecha de 1916, en el llamado “invierno de los nabos”. La mayor parte de las patatas, básicas en la dieta alemana, se perdieron, y este tubérculo fue sustituido por el nabo, que aporta muchas menos calorías. Eso habría mermado las fuerzas del ejército germano, precipitando así su derrota. La población civil se enfrentaba desnutrida y desmoralizada al tercer invierno de guerra. El gobierno estableció cartillas de racionamiento para los principales alimentos, entre ellos pan, café y mantequilla. Para dar ejemplo, el Káiser y su familia recibieron su propios cupones sumándose, de manera figurada, al esfuerzo de la nación.
UNAS RACIONES RAQUÍTICAS
Mucha gente solo tenía a su alcance el pienso del ganado y cientos de personas hacían cola de las 4 de la mañana hasta la tarde para conseguir los alimentos racionados. Con temperaturas inferiores a los 0 ºC, la situación alcanzó la magnitud de una tragedia. Algunas mujeres murieron mientras esperaban la ridícula ración y se dieron casos de “edema alimentario”. Sus síntomas eran la hinchazón de brazos y piernas, y la muerte a los pocos días; la causa, unos sustitutivos alimenticios altamente tóxicos. Al racionamiento de alimentos se sumaba la falta de carbón y materiales de construcción.
Al racionamiento de alimentos se sumaba la falta de carbón y materiales de construcción
La revuelta social estaba cantada. Y las huelgas, incluidas las de los trabajadores de la industria bélica, terminarían paralizando el país. Debido a la mala calidad de la alimentación, los problemas serios de salud afectaron a gran parte de la población. La desnutrición fue especialmente grave en los niños y proliferaron las enfermedades epidémicas: tifus, tuberculosis, cólera, gripe... También tuvieron bastante protagonismo las enfermedades venéreas. Algunas prostitutas francesas fueron condecoradas por contagiar la sífilis a soldados alemanes. Hay que tener en cuenta que hasta la Segunda Guerra Mundial no se contó con antibióticos.
PANDEMIAS QUE MERMARON LA POBLACIÓN
Pese a todo, la plaga más grave fue la “gripe española”, llamada así por ser la prensa de España, país neutral, la que mostró la tragedia.
A principios de 1918, miles de personas de todo el mundo empezaron a enfermar; estaban débiles, sufrían neumonía, problemas estomacales, fiebre, dificultades para respirar, etc. Aunque no hay unanimidad, muchos estudios indican que empezó en Estados Unidos y se propagó a Francia con la llegada de las tropas americanas.
Fue la primera pandemia global. A los más de ocho millones de personas que murieron en la Gran Guerra, habría que añadir a las víctimas de la “gripe española”. Aunque las cifras varían bastante según las fuentes consultadas, se cree que pudo acabar con la vida de 50 millones de personas en todo el mundo. Si el día a día en las trincheras era un infierno que pocos podían imaginar, las ciudades dejaron de ser lugares seguros y apacibles para convertirse en espacios muy peligrosos. Como recoge J.M. Winter en su libro La Primera Guerra Mundial, vivir en París “era más o menos como vivir en la línea del frente”. Los dos principales peligros eran los bombardeos enemigos y la presencia de fábricas de armamento; cuando en estas se producían accidentes, “bloques enteros de apartamentos quedaban reducidos a escombros”, señala este historiador. En general, durante la guerra “la vida en París era gris y monótona. Se restringía el uso de la iluminación pública y privada, y había tan poco carbón para la calefacción de las casas que durante mucho tiempo perduró el recuerdo de los inviernos pasados temblando de frío. (...) Lo único que no se racionaba era la diversión”, recuerda Winter. Tanto para organizar la complicada vida ur-
bana como para ayudar a sus compatriotas en el frente, parisinos y parisinas hubieron de arrimar el hombro. ¿Quién se iba a imaginar que los taxis franceses, los mismos que unos años antes habían llevado a millones de turistas a la Exposición Universal, trasladarían soldados a la Batalla del Marne para evitar que París cayera en manos de los boches (término despectivo para referirse a los alemanes)? Pero así fue...
LOS TAXIS DEFIENDEN PARÍS
En los albores de la contienda, a finales de agosto de 1914, el ejército alemán había llegado a Bélgica y al norte de Francia, y esperaba a orillas del río Marne el momento de atacar la capital francesa. Era parte del Plan Schlieffen, cuyo objetivo último era invadir toda Francia desde su flanco occidental. Pero el espionaje galo descubrió la operación. Con la máxima urgencia, había que trasladar hasta el Marne a las tropas, que estaban principalmente en París con un batallón de 6.000 soldados. Dada la escasez de vehículos militares, al general Joseph Gallieni se le ocurrió una idea aparentemente descabellada: “Pues que vayan en taxi”, exclamó. Y, dicho y hecho, ordenó que todos los taxis de la ciudad, unos seiscientos, se concentraran la noche del 7 de septiembre en la plaza de los Inválidos. Desde allí llevaron a militares, armas y víveres al frente, a 37 kilómetros. Todo fue sobre ruedas (nunca mejor dicho). Eso sí, hubieron de ser precavidos p y los vehículos, en su mayoría del modelo 8CV de Renault, rea realizaron los viajes con las luces apagadas. Los taxistas taxis se transformaron en héroes y los automóviles fueron rebautizados con el nombre de Renault Ta Taxi Marne. La aportación de lo los taxis parisinos resultó crucial para el desarrollo de la batalla; los alemanes suspendieron el avance sobre París e iniciaro iniciaron la retirada. Eso, sin duda, fue una gran inyección de moral para los franceses. Otra sacrificada ci ciudadanía fue la de
Londres, que hubo de soportar las bombas en el primer Blitz de la historia. En 1915, los zepelines alemanes sobrevolaron Gran Bretaña e iniciaron una campaña de bombardeos aéreos sobre la población, incluida la de Londres, obligada a refugiarse en el metro. En los dos años que duró, el Blitz se cobró la vida de centenares de personas y creó un precedente: el ataque sistemático a la población ci- vil, poniendo a civiles y ciudades en el frente de batalla. Su efecto psicológico fue tan eficaz como el del Blitz más famoso, el de la Segunda Guerra Mundial. Los medios de comunicación jugaron por primera vez un papel importante en el desarrollo de una guerra. Como apunta la historiadora Ingrid Schulze Schneider, la de 1914 “marcó el comienzo de una nueva era en lo que respecta al control que tenían los países combatientes sobre la información que se publicaba en el mismo país o en el extranjero, y también en relación con la organización formal de la propaganda”. Una lluvia de carteles, caricaturas, panfletos, canciones, poemas, películas, etc., caía sobre los países en lucha. Y no sería hasta terminado el conflicto cuando los europeos descubrirían la magnitud de la manipulación de la que habían sido víctimas.
En el campo de la propaganda, los aliados se mostraron mucho más eficaces que los alemanes. La tirada total de panfletos superó en Estados Unidos los tres millones, en Inglaterra los 18 millones y en Francia los 43 millones.
La aportación de los taxis parisinos resultó crucial en la batalla: lograron que los alemanes no avanzasen sobre París
EL PODER DE LA PROPAGANDA
Conscientes de la fuerza de la fotografía y el cine, los gobiernos controlaban también las imágenes que podían desmoralizar a los civiles y escogían las películas que podían aumentar la moral general. Muchos fotógrafos se desplazaron hasta el frente para captar instantáneas “en acción” y los ciudadanos hacían cola para comprarlas. Fuera como fuese, la primera contienda de los medios de masas se cebó en los ciudadanos de a pie. Hasta entonces, los civiles caídos en las contiendas eran pocos, pero en la Gran Guerra sumaron un tercio de los ocho millones de muertos. Fue escenario de los primeros ejemplos de exterminio masivo de la historia y dio el pistoletazo de salida a una escalada de violencia que se prolongó en la Segunda Guerra Mundial, pues borró la frontera entre el enemigo interno y externo, entre población civil y militar.