El mundo de entreguerras
Afinales de septiembre de 1918, Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff, jefes máximos del ejército alemán, con enormes responsabilidades en el desarrollo de la Primera Guerra Mundial, le hicieron saber al káiser Guillermo II que la guerra estaba perdida y había que pedir un armisticio basado en los 14 puntos para la paz que había ofrecido el presidente americano Woodrow Wilson. Luego se retiraron hábilmente de la escena y dejaron que fuera un nuevo gobierno, formado por políticos liberales, el que negociara la rendición. Pero, incluso antes de que el armisticio se firmase, una multitud de conflictos hizo que el fin de la contienda se solapara en Alemania con una suerte de guerra civil.
El 29 de octubre estalló en Kiel un motín de marineros que pronto se extendió por todo el país con huelgas, motines, asaltos a cárceles y consejos obreros y dio lugar a la Revolución de Noviembre. El káiser fue obligado a abdicar, y el Imperio alemán cayó y se instaló una república parlamentaria. Siguió un período de enorme inestabi- lidad y violencia, marcado por el enfrentamiento entre la socialdemocracia, que se había hecho cargo del gobierno con la garantía de que no permitiría una transformación radical, y la Liga Espartaquista de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, que seguía el modelo revolucionario soviético. El punto culminante de este choque llegaría en enero de 1919, cuando el gobierno socialdemócrata se apoyó en los Freikorps – grupos paramilitares de extrema derecha ultranacionalista– para reprimir a sangre y fuego el Levantamiento Espartaquista, lo que dejó un saldo de 5.000 muertos. Pero este no fue el fin de la violencia. En abril de 1919, los comunistas bávaros de Eugen Leviné se hicieron con el poder y declararon la República Socialista de Baviera –llegaron a tomar y ejecutar rehenes–, que fue nuevamente combatida con el ejército y los Freikorps y dejó un millar de muertos. Al año siguiente, un intento de golpe de Estado – el golpe de Kapp, en marzo de 1920– dio lugar al Levantamiento del Ruhr, de nuevo cruentamente reprimido por el ejército y los consabidos paramilitares.
La República de Weimar fue el período de 14 años entre el fin de la Gran Guerra y la subida al poder de Hitler
Así de convulsos fueron los inicios de la República de Weimar, el período de catorce años que medió entre el fin de la Gran Guerra y la subida al poder de Hitler, en 1933; una época que alumbró una Constitución impecablemente democrática ( julio de 1919) y que, con todas sus dificultades, dio lugar a uno de los momentos de mayor libertad y creatividad de la historia alemana.
LA “PUÑALADA POR LA ESPALDA”
Siguieron al armisticio seis meses de negociaciones en la Conferencia de Paz de París, que culminó con el Tratado de Versalles. Aquí se establecieron las reparaciones de guerra que debían pagar los vencidos y, en un controvertido artículo –el nº 231–, se atribuyó a Alemania toda la responsabilidad del conflicto, lo que en este país fue visto como una humillación. Uno de los puntos más espinosos fue el de las sanciones económicas. Keynes, que participó en las negociaciones, las consideró excesivas y habló de una “paz cartaginesa” que impediría recuperarse a la economía alemana y sería contraproducente. Esta se convirtió en la visión clásica del Tratado de Versalles, con el colofón de que la dureza de las condiciones impuestas a Alemania favoreció la llegada al poder de Hitler, pero es un análisis sobre el que, a lo largo de los años, se han hecho también precisiones: las sanciones nunca llegaron a pagarse del todo y para ello se utilizó fundamentalmente dinero prestado por los aliados que jamás se devolvió; lo que subyacía, se ha argumentado, era la resistencia de Alemania a asumir la derrota en la guerra y sus responsabilidades. En cualquier caso, el incumplimiento de los pagos fue un motivo de fricción permanente y, entre 1923 y 1925, llevó a Francia y Bélgica a ocupar por la fuerza la región del Ruhr.
Por otra parte, el difícil nacimiento de la República sirvió para alimentar el mito de la “puñalada por la espalda” creado por el general Ludendorff y otros derechistas, según el cual la guerra no se había perdido en el campo de batalla, sino debido a la traición de políticos liberales, izquierdistas y judíos dentro de la propia Alemania. Esta idea fue utilizada luego con profusión por Hitler y resultó clave en el nacimiento del nazismo.
Uno de los problemas más graves que tuvo que afrontar la Alemania de posguerra fue el de la hiperinflación, un aumento de precios como nunca se había visto antes. Las causas de este fenó-
meno son muy complejas y no están del todo claras –el endeudamiento para financiar la guerra, las sanciones de Versalles, la ocupación del Ruhr y la impresión indiscriminada de billetes–, pero la realidad fue que, a lo largo de 1922 y 1923, el derrumbe del marco fue tan absoluto que la moneda llegó a perder cualquier valor – el 1 de septiembre de 1923, una libra de pan costaba 3.000 millones de marcos–. El colapso de la economía hundió a grandes capas de la población en la miseria – especialmente, al proletariado y las clases medias–, pero la escalada de precios tuvo también sus ganadores: quienes habían pedido préstamos e invertido en inmuebles se hicieron ricos, y el sector industrial, que vio cómo sus deudas se esfumaban, salió en general fortalecido.
La hiperinflación se resolvió con un cambio de moneda. En octubre de 1923, el Papiermark se sustituyó por el Rentemark, primero, y luego por el Reichmark, lo que permitió conseguir una estabilización económica en la segunda mitad de los veinte. Los aliados participaron activamente en la recuperación de la economía alemana. En 1924, se estableció el Plan Dawes, que modificó el pago de las reparaciones establecidas en el Tratado de Versalles de forma que resultaran asumibles. Se hizo sobre todo con préstamos de bancos americanos, que cubrían una parte sustancial de los 1.000 millones de marcos–oro anuales que, en la nueva deuda reestructurada, Alemania debía devolver inicialmente ( la cantidad iba subiendo hasta alcanzar los 2.500 millones en 1928). Además se decretó la retirada de franceses y belgas del Ruhr y se estableció que no podrían tomarse medidas similares en el futuro.
NORMALIZAR LA ECONOMÍA Y LA POLÍTICA
Al cabo de cinco años, en 1929, el Plan Dawes fue sustituido por el Plan Young, que volvía a reducir la deuda y establecía un nuevo calendario de pagos, pero la crisis económica lo hizo enseguida inviable y, en 1932, la Conferencia de Lausana optó por condonar definitivamente la deuda.
A la normalización económica de mediados de la década de los veinte, se unió una normalización política entre Alemania y los países vencedores, sobre todo a partir de los
Los aliados ayudaron a la recuperación de Alemania con el Plan Dawes (1924) y el Plan Young (1929)
Acuerdos de Locarno de 1925, por los que sus tres principales protagonistas, el alemán Stresemann, el inglés Chamberlain y el francés Briand, recibieron conjuntamente el Premio Nobel de la Paz. El principal logro de los acuerdos fue que Alemania, Francia y Bélgica aceptaran sus respectivas fronteras y se comprometieran a no atacarse – Gran Bretaña e Italia actuaban como garantes–. La región de Renania, que por su carácter limítrofe era percibida como una amenaza, se mantenía como zona desmilitarizada.
Surgió así el llamado “espíritu de Locarno”, un período de buena voluntad en las relaciones internacionales que se tradujo en la entrada de Alemania en la Sociedad de Naciones. La otra cara de la moneda fue el trato que recibieron los vecinos de Alemania por el este. En contra de lo que había sido su postura sobre el oeste de Europa, Stresemann se negó a garantizar la estabilidad de las fronteras con Checoslovaquia y Polonia, lo que dejaba abierta la puerta a un conflicto posterior, como efectivamente ocurrió. Los acuerdos fueron recibidos en estos países con rabia e indignación – especialmente en Polonia–, ya que se entendió que Inglaterra y Francia estaban dispuestas a satisfacer las reivindicaciones alemanas sobre áreas como el Corredor polaco, la ciudad libre de Danzig o los Sudetes con tal de garantizar su propia seguridad. Los conflictos que asolaron estos
lugares en vísperas de la Segunda Guerra Mundial certifican el acierto de ese análisis y la justicia de tales sentimientos.
DICHOSOS AÑOS VEINTE
A pesar de todos los problemas, la década posterior a la guerra se vivió en Occidente –especialmente en grandes ciudades como París, Berlín o Nueva York– como un momento de enorme dinamismo económico, industrial, social y cultural. Es la época conocida como los “dorados veinte” en Alemania, los “años locos” en Francia y los “roaringtwenties” (bulliciosos veinte) en Estados Unidos, un período en el que el deseo de olvidar los horrores de la guerra y las miserias del presente llevó a la búsqueda de nuevas cotas de libertad y al intento de aprovechar la cara amable de la vida: fue la edad dorada del cabaré en París y Berlín, la Era del Jazz, el cine mudo y el furor por el charlestón.
En el ámbito artístico, el impulso de renovación y creatividad parecía no tener fin: en 1919, Gropius fundó la Bauhaus –significativamente, en la ciudad de Weimar–, en 1922 Joyce publicó el Ulises y, en 1923, Schoenberg dio a conocer la música dodecafónica. La sociedad se transformó en su conjunto, especialmente en lo relativo a la mujer, que había empezado a incorporarse al mundo laboral durante la guerra y buscaba una nueva independencia. Surgieron las flappers –jóvenes modernas que vestían y actuaban en abierto desafío a la tradición– y se implantó el voto femenino en varios países (Inglaterra, Alemania y EE UU, entre otros).
De forma mucho más amenazadora, es también el momento en que nace el fascismo, no por casualidad en Italia, un país en teoría vencedor en la I Guerra Mundial, pero que se había sentido profundamente humillado. Italia entró en la guerra con la promesa de obtener importantes ganancias territoriales que se recogieron en el Pacto de
Londres de 1915, pero en la Conferencia de Paz de París vio rechazada la mayor parte de sus reivindicaciones con el argumento de que su contribución a la victoria no había sido decisiva. Esto dio lugar al mito de la “victoria mutilada”, en expresión del poeta D’Annunzio, y creó las condiciones para el surgimiento del movimiento fascista, que se nutrió de excombatientes. En 1922, Mussolini protagonizó la Marcha sobre Roma, el golpe de Estado que lo aupó a la cúspide del poder, donde se mantuvo más de 20 años. La hazaña causó una honda impresión en Hitler, que intentó imitarla al año siguiente en el fallido Putsch de Múnich y que, en su asalto a la democracia alemana, tendría siempre al Duce como modelo.
UN DEPRIMENTE Y DEPRIMIDO FINAL
Los felices años veinte no pudieron acabar de forma más infeliz. En los últimos días de octubre de 1929, varias caídas sucesivas de la Bolsa de Nueva York dieron lugar a una crisis económica devastadora que se extendió rápidamente por todo el mundo occidental. La Gran Depresión tuvo un efecto especialmente dramático en Alemania, que quedó privada de la financiación exterior de la que dependía y vio cómo se disparaba el desempleo. Las medidas adoptadas por el canciller Brüning –subidas de impuestos y recorte del gasto para contener el déficit– no solo no mejoraron la situación, sino que favorecieron el vertiginoso ascenso del nazismo. En las elecciones de 1930, el Partido Nazi pasó de 12 a 107 escaños y, en los dos comicios celebrados en 1932, se situó como el primer partido de Alemania. En enero de 1933, cuando el país alcanzaba los seis millones de parados, Hitler fue nombrado canciller por el anciano presidente Hindenburg.
Los felices años veinte acabaron de forma infeliz: el Crac de 1929 trajo la crisis de la Gran Depresión