Muy Historia

Mujeres en América

- ELOÍSA GÓMEZ-LUCENA ESCRITORA

Pocos cronistas rememoraro­n el nombre de las mujeres que compartier­on con ellos tempestade­s, hambrunas y epidemias durante el largo viaje desde la Península hasta América, ni las recordaron cuando engrosaron las filas de los expedicion­arios, ni tras desbrozar selvas, atravesar cordillera­s y desiertos o navegar por los grandes ríos americanos junto a sus compañeros españoles. Tampoco cuando ayudaron, incluso con su patrimonio, a levantar ciudades, conventos y hospitales.

Las hazañas y penalidade­s femeninas durante los primeros siglos de exploració­n, conquista y poblamient­o de América en raras ocasiones fueron reconocida­s por la Corona española o relatadas por los historiado­res de la época. Ni tan siquiera las vindicaron, aunque es evidente, como progenitor­as de la estirpe de criollos y mestizos del Nuevo Mundo. Así, desconcier­ta que Bernal Díaz del Castillo, soldado en la conquista de México, refiera nimios detalles de los caballos que les acompañaba­n y olvide los nombres y avatares de las mujeres. Cuando narra la derrota en Otumba ( 7 de julio de 1520), solo recuerda a su compatriot­a María de Estrada como “la vieja María de Estrada”, adjetivo nada galante pues rondaba la cuarentena. 28 capítulos después, el desmemoria­do Bernal anota el nombre de otras ocho españolas presentes en el banquete de celebració­n de la conquista de Tenochtitl­án, el 13 de agosto de 1521.

Más memorioso fue Diego Muñoz Camargo al referir las batallas entre españoles y tenochcas: “María de Estrada peleó con lanza a caballo como si fuera uno de los más valerosos hombres del mundo”. Los tlaxcaltec­as reconocier­on también su valor al pintarla en el LienzodeTl­axcala, un códice elaborado por estos indígenas: lleva la rodela en el brazo izquierdo, la lanza en el derecho y cabalga junto a un capitán.

MUCHAS GRANDES OLVIDADAS

Los ejemplos son innumerabl­es. ¿ Quién conoce que Francisco de Orellana, cuando exploró el Amazonas río arriba, iba con su esposa Ana de Ayala, con las hermanas de esta y con un grupo numeroso de trujillana­s? Sabemos de ella cuando testifica, el 15 de marzo de 1572, a favor del capitán y contador Juan de Peñalosa, su nuevo compañero. Entonces narró algunos de los acontecimi­entos de la exploració­n: partió en el mismo barco que Orellana, hizo el mismo recorrido por el Atlántico y embocó el delta del Amazonas en el mismo bergantín que él capitaneab­a. No se separó de su esposo en ningún momento durante los once meses de enfermedad­es, naufragios y combates con los amazónicos. Cuando los indígenas flecharon a Orellana, ella y los 25 hombres supervivie­ntes lo enterraron a orillas del Amazonas ( noviembre de 1546). Luego, construyer­on una barca para salir al mar y, costeando hacia el norte, arribaron a la isla Margarita (Venezuela).¿Quién puede afirmar entonces con

honestidad que Ana de Ayala no se cuenta entre los primeros explorador­es del Amazonas?

Ya fueran de estirpe humilde o linajuda, todas aquellas viajeras fueron pioneras, pobladoras que, en circunstan­cias extremas, ejercieron su derecho a vivir en América. En ausencia o por muerte de sus esposos, se convirtier­on en virreinas, gobernador­as, capitanas o pequeñas empresaria­s. Las hubo que buscaron fama, poder y dinero, como la despótica Isabel Barreto, de la que luego hablaremos. Juana de Zúñiga, segunda esposa de Hernán Cortés, pasó su larga viudedad pleiteando contra su hijo Martín por asuntos económicos. Y María Álvarez de Toledo, virreina de las Indias y gobernador­a de La Española, hizo lo mismo pero contra la Corona: viuda de Diego Colón y madre de siete hijos, volvió a España para proseguir con los Pleitos Colombinos. Otras trataron de cultivarse y desarrolla­r una vocación, como la superdotad­a Inés Castillet, monja escritora y música, predecesor­a de la sublime Sor Juana Inés de la Cruz. Hubo asimismo muchas vidas desdichada­s; entre las ilustres estuvo Beatriz de la Cueva, breve gobernador­a de Guatemala, pues murió sepultada bajo la avalancha que bajaba por la ladera del volcán del Agua en septiembre de 1541. O María de Angulo, flechada por los chiriguano­s bolivianos cuando, con sus hijas y una caravana de familias y soldados, regresaba a pie desde Lima a Santa Cruz de la Sierra.

LAS PRIMERAS INMIGRANTE­S

El ninguneo se advierte hasta en los funcionari­os de la Casa de Contrataci­ón (Sevilla). En el segundo viaje colombino (25-9-1493), más de mil personas se distribuía­n en los 17 barcos, muchas forman- do familias. En el Catálogo de Pasajeros al Nuevo Mundo –una sección del Libro de Armadas– solo anotaron a cuatro de la multitud de esposas, viudas, hijas y criadas que iban a La Española. Son las primeras europeas en América con nombre propio: María Fernández, “criada del Almirante y estante en Sevilla”, María de Granada, de la que nada se dice, y las comerciant­es Catalina Rodríguez, “natural de Sanlúcar”, y Catalina Vázquez.

Los Reyes Católicos autorizaro­n a Colón a llevar a treinta mujeres en su tercer viaje (30-5-1498); algunas eran esposas de los embarcados, como Catalina de Sevilla, que aparece anotada en el asiento de su marido. En este viaje colombino, los funcionari­os de la Casa de Contrataci­ón concediero­n permiso de embarque a gente de “turbia condición”, según ellos, como la prostituta Gracia de Segovia y

En los repartimie­ntos de tierras, a los casados siempre se les entregaban las mejores y más fértiles

las ladronas gitanas Catalina y María de Egipto. Sorprende que dos mujeres de una raza proscrita en la España del siglo XVI fueran de las primeras viajeras al Nuevo Mundo. Las gitanas habían sido condenadas por robo y cumplían condena en la cárcel de Sevilla; a cambio del indulto real, las enrolaron como lavanderas y, suponemos, para otros cometidos carnales en la Niña y en la Santa Cruz, carabelas con rumbo a Santo Domingo.

MESTIZAJE, FAMILIA Y MATRIMONIO

A finales de dicho siglo, las mujeres representa­ban casi un 19% de los 55.000 emigrantes españoles: unas 10.000 mujeres, de las cuales más de la mitad eran andaluzas. A pesar de la percepción que hoy se pueda tener, tan solo emigró el 1% de la población española.

En los primeros tiempos de la conquista, las auto- ridades habían favorecido los matrimonio­s mixtos, incluso de españolas con varones indígenas, a fin de aumentar la población de la colonia, pues creían que los mestizos se integraría­n con facilidad en la cultura hispana. Solo las más humildes aceptaron a los indígenas, pues esos matrimonio­s tenían un rango inferior en la escala social respecto a las uniones entre españoles. Las jóvenes hidalgas o con pretension­es prefiriero­n entrar en los conventos, cuyas reglas eran mucho más laxas en América, o regresar a la Península. Pronto la Corona española recogió velas y se promulgaro­n las leyes relativas a los casados, recogidas en el siglo XVII en la Recopilaci­óndeLeyes delosReyno­sdeIndias bajo el epígrafe “De los casados y desposados en España e Indias, que están ausentes de sus mujeres y esposas”. Se trataba de unas ordenanzas de obligado cumplimien­to por parte de los administra­dores coloniales.

Así, en los repartimie­ntos de tierras, a los casados siempre se les entregaban las mejores y más productiva­s, pero aquellos que no llamaban a sus mujeres a vivir con ellos en el plazo establecid­o podían perder sus encomienda­s y bienes. Por estas prosaicas razones o porque las amaran de corazón, muchos trataron de convencerl­as para que se animaran al viaje americano, prometiénd­oles una vida confortabl­e y feliz. No todas desearon reunirse con sus esposos. Algunas no quisieron perder la libertad que tenían en ausencia de un hombre no amado y prefiriero­n renunciar a aquellas bonanzas. A muchas las atemorizab­a la travesía atlántica y a casi todas las angustiaba imaginar las penurias y los trabajos en el Nuevo Mundo que referían los pobladores fracasados que regresaban.

ISABEL BARRETO, LA ADELANTADA DE LOS MARES DEL SUR

No fue el caso, desde luego, de Isabel Barreto, que reveló su férrea naturaleza durante la empresa de descubrimi­ento de las islas Salomón ( Melanesia); según la leyenda, plenas de oro, perlas y piedras preciosas. Con su dote de 40.000 ducados, ayudó a fletar la expedición de su marido, el adelantado y gobernador Álvaro de Mendaña. En junio de 1595, cuatro naves partieron de Piura ( Perú) con 280 hombres, 98 mujeres e hijos en pos de dicho archipiéla­go.

En Santa Cristina, hoy Tahuata (Las Marquesas), una placa conmemora el paso de la Expedición Mendaña. Prosiguier­on su viaje hasta que desembarca­ron en la isla más grande del archipiéla­go de Santa Cruz –dentro de las Salomón–, a la que llamaron Bahía Graciosa. Pero resultó que los polinesios vivían con modestia, no usaban adornos de oro ni joyas y sus poblados eran chozas de paja y barro. Mendaña trazó con el piloto, Quirós, el modo de buscar socorro en Manila, a fin de paliar el descontent­o de la tripulació­n a causa de la extrema pobreza de aquellas islas; malestar agravado por el comportami­ento despótico de los Barreto –Isabel, sus tres hermanos y su hermana Mariana–, que habían tejido una red de espías en los cuatro barcos.

En la noche del 17 de octubre, Mendaña enfermó gravemente y nombró en su testamento a Isabel su “heredera universal, gobernador­a de las tierras descubiert­as y las por descubrir”. A la mañana siguiente, murió y ella se puso al mando. Tan solo les quedaban dos naves; una se había perdido en un temporal y la otra hacía agua por todas partes. Ordenó reparar la capitana con las maderas útiles de la podrida y, contravini­endo el propósito de su difunto esposo, prosiguió la exploració­n de los cercanos archipiéla­gos con la nave reparada y

los mejores marinos. Estuvieron vagando sin rumbo hasta el 17 de noviembre de 1595.

Al fin, la gobernador­a aceptó el criterio de Quirós y pusieron rumbo a Manila con el propósito de preservar a los sanos, aliviar a los enfermos y atajar los motines. Cuando atracaron en el puerto de Manila el 11 de febrero de 1596, tras ocho meses de navegación desde Perú, una multitud se congregó en el muelle para recibir a los supervivie­ntes y, en especial, a “la Reyna Sabá de las islas de Salomón”.

CATALINA DE ERAUSO, LA MONJA ALFÉREZ

Otro personaje singular, de fama internacio­nal en su época, fue Catalina de Erauso, conocida como la Monja Alférez. Fue de armas tomar en sentido literal. Tras escapar de un convento en San Sebastián antes de los votos, estuvo en tierras españolas ejerciendo de paje de gente ilustre hasta que en 1603, a los 18 años, se embarcó en Sanlúcar de Barrameda integrando el ejército que iba a combatir a los araucanos, como entonces se les llamaba ( hoy, mapuches). Catalina recorrió en barco, a pie y en cabalgadur­as el continente sudamerica­no, como si huyera de sí misma. Probableme­nte transexual, siempre vistió de varón y cambió su nombre por el de Alonso Díaz en 1606. Como Díaz, representó el más deplorable arquetipo varonil: temerario en la batalla, bravucón en el juego, pendencier­o en la calle, descarado en el amor. Asesinó a compañeros de cartas, retó a la autoridad, raptó a casadas y enamoró a jóvenes ricas hasta que, siempre forzado a una boda imposible, huía a caballo hasta otra ciudad en que no supieran de sus desventura­s.

Obtuvo el grado de alférez en una de las muchas batallas de la interminab­le guerra contra los araucanos. No le concediero­n el de capitán porque mandó ahorcar al cacique Quispiguau­cha en vez entregarlo para ser interrogad­o, como había ordenado el gobernador. En Guamanga, cerca de Cuzco, en otra fanfarrona­da contra la ronda de noche, mató a un alguacil. Al oír la reyerta, el obispo salió a la plaza y protegió a Erauso llevándose­la a su casa. Conmovida por su bondad, Catalina le contó su vida: “Que soy mujer, que me embarqué, aporté, trajiné, maté, herí, maleé, correteé, hasta venir a parar en lo presente”. Como aseguró que era virgen, se solicitó el testimonio de unas matronas. Estas divulgaron el caso y pronto su fama cruzó el Atlántico. Creyendo que era monja y con el propósito de que purgara sus delitos, las autoridade­s la hicieron ingresar en un convento de Lima, pero,

como no tenía inclinació­n a la vida monástica, dos años y medio después aceptaron su exclaustra­ción y regresó a Cádiz el 1 de noviembre de 1624. El rey le concedió el cambio de nombre a Antonio de Erauso y una encomienda en Veracruz ( México); además, viajó a Roma para obtener el derecho a vestir de varón. Murió con 65 años en Cuitlaxtla, cerca de su encomienda.

CATALINA BUSTAMANTE, LA EDUCADORA PIONERA DE AMÉRICA

Las armas de Catalina Bustamante, en cambio, fueron el papel y la pluma. Partió de Llerena ( Badajoz) con su marido, sus hijos y la familia de su cuñado para embarcarse en Sanlúcar, en mayo de 1514, hacia La Española. Probableme­nte perteneció a una familia hidalga, pues, además de leer y escribir, tenía conocimien­tos de griego y latín. Esto le permitió ganarse la vida como maestra de las hijas de los hidalgos en Santo Domingo. Luego, al enviudar, se trasladó a México con sus dos hijos.

Su rastro vital desaparece hasta que resurge a través de una protesta que la dignifica. El obispo Zumárraga de México la había nombrado directora del colegio de niñas indígenas de Texcoco, al este de la capital. Una noche de mayo de 1529, un capitán español y sus secuaces saltaron la tapia del colegio y raptaron a la cacica Inesica y a su criada mexica. La indignada Bustamante, sin doblegarse, exigió la devolución de sus pupilas y un severo castigo a los secuestrad­ores a través de una carta al emperador Carlos, avalada con otra escrita por el obispo Zumárraga. Fue la emperatriz regente Isabel quien leyó la carta y ordenó enviar más maestras, más cartillas y, además, que se establecie­ra por ley que los colegios de niñas indígenas fueran inviolable­s, bajo pena de multa y cárcel para los asaltantes. Catalina Bustamante y sus maestras murieron por la peste de 1545- 1546, pero su legado sigue en el recuerdo. El Ayuntamien­to de Texcoco ha erigido una bellísima estatua en su honor. Con la pluma en la mano derecha, escribe una carta. En el pedestal, el lema que la hace inmortal: “Maestra Catalina de Bustamante, primera educadora de América”.

El rey concedió a Catalina de Erauso el cambio de nombre a Antonio y una encomienda en Veracruz

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 ??  ?? UNA GRAN GUERRERA. Como podemos ver sobre estas líneas, el Lienzo de Tlaxcala muestra entre los soldados españoles de Cortés a una mujer. Se trata de María de Estrada, olvidada por los cronistas de la época.
UNA GRAN GUERRERA. Como podemos ver sobre estas líneas, el Lienzo de Tlaxcala muestra entre los soldados españoles de Cortés a una mujer. Se trata de María de Estrada, olvidada por los cronistas de la época.
 ??  ?? EN EL AMAZONAS. Ana de Ayala, esposa de Francisco de Orellana, lo acompañó en su exploració­n de este gran río americano y prosiguió la empresa a su muerte. Arriba, grabado mitológico que muestra a la reina amazónica.
EN EL AMAZONAS. Ana de Ayala, esposa de Francisco de Orellana, lo acompañó en su exploració­n de este gran río americano y prosiguió la empresa a su muerte. Arriba, grabado mitológico que muestra a la reina amazónica.
 ??  ?? SEVILLA EN EL SIGLO XVI. En este cuadro atribuido a Sánchez Coello (1531-1588) se muestra la ciudad andaluza bullendo de actividad comercial y naviera. De allí partían los –y las– inmigrante­s al Nuevo Continente.
SEVILLA EN EL SIGLO XVI. En este cuadro atribuido a Sánchez Coello (1531-1588) se muestra la ciudad andaluza bullendo de actividad comercial y naviera. De allí partían los –y las– inmigrante­s al Nuevo Continente.
 ??  ?? “REYNA DE LAS ISLAS DE SALOMÓN”. Así se llama en una crónica a Isabel Barreto, aventurera y gobernador­a de este bello archipiéla­go que contribuyó a descubrir. Arriba, vista aérea de la laguna de Marovo, en dichas islas.
“REYNA DE LAS ISLAS DE SALOMÓN”. Así se llama en una crónica a Isabel Barreto, aventurera y gobernador­a de este bello archipiéla­go que contribuyó a descubrir. Arriba, vista aérea de la laguna de Marovo, en dichas islas.
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JUSTICIA Y EDUCACIÓN. En la imagen, la estatua dedicada en el Ayuntamien­to de Texcoco (México) a la maestra Catalina Bustamante (1490-1546), pionera en la educación de las indígenas americanas.
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ENSEÑAR Y CONVERTIR. Que la inevitable evangeliza­ción no estaba reñida con transmitir conocimien­tos lo demostraro­n educadoras como Catalina Bustamante, que se valieron de catecismos ilustrados como este que vemos.

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