UNA ACADÉMICA SIN SILLÓN
Ser autora de un diccionario cuya claridad, utilidad y acierto fueron reconocidos unánimemente no pareció mérito suficiente a los académicos de la Real Academia Española para designarla miembro de sus filas – habría sido la primera sin contar a Isidra de Guzmán, enamorada de las letras a la que Carlos III nombraría “académica honoraria” a los 17 años–. Dámaso Alonso, Rafael Lapesa y Pedro Laín Entralgo la postularon para que fuera la primera mujer en entrar en la Academia, en 1972, pero el elegido fue Emilio Alarcos Llorach.
En junio de 1973, la Real Academia Española le otorgó, por unanimidad y como una suerte de premio de consolación, el Premio Lorenzo Nieto López “por sus trabajos en pro de la lengua”, galardón que ella rechazó, siendo nuevamente criticada por la mayoría de los académicos –varones, por supuesto–. La escritora Carmen Conde, que sería miembro de la Academia muy pocos años después, en 1978 (la primera mujer admitida), siempre reconoció que ocupaba el puesto que habría debido corresponder a María Moliner, y no olvidó mencionarlo indirectamente en su discurso de ingreso. El académico Miguel Delibes, tras el fallecimiento de Moliner, afirmó: “Es una lástima que, por esas circunstancias especiales en que se han desenvuelto siempre los temas que rodean a la presencia de mujeres en la Academia, María Moliner no haya podido ocupar un sillón en la entidad”.