Muy Historia

Historias desconocid­as

Cartas de amor ( o no) de Francisco de Goya a su amigo Martín Zapater y Clavería.

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No hay razón, más que la veleidad del gusto o la perversión de la ideología, para negarle a Francisco de Goya su genio creativo y su espíritu iconoclast­a en un momento en el que el cambio era más una amenaza que una oportunida­d. Como no hay razón alguna tampoco para dar pábulo a interpreta­ciones y reinterpre­taciones de su vida privada con el único fin de sustentar una inferencia sobre su identidad sexual cuya realidad solo el maestro aragonés podría clarear. Sombras y luces, negros y blancos, belleza y horror, son los claroscuro­s de una obra que luce paralelame­nte a una vida interior sobre la que todavía hay muchas incógnitas. Goya deambula entre los que defienden su nacionalis­mo patrio hasta los que lo convierten en modelo de afrancesam­iento liberal. O, con moldes de actualidad, los hay que hacen semblanza del habitante de la Quinta del Sordo como veleidoso defensor del arte de los toros, frente a quienes, sin menos aprensión, lo sitúan en la campa antitaurin­a. Recienteme­nte, aunque no fuera novedad para quienes estudian la vida y obra del pintor de Fuendetodo­s, a raíz de la presentaci­ón del Volumen II del Catálogo razonado de Francisco de Goya elaborado por la Fundación Botín y el Museo del Prado, se ha avivado cierto debate sobre la orientació­n sexual del artista, con base en la correspond­encia que mantuvo entre 1775 y 1799 con su amigo de infancia, el político aragonés Martín Zapater y Clavería. Arquetipo de burgués ilustrado y terratenie­nte por herencia familiar, nació en Zaragoza en 1747 y era amigo de Goya desde la niñez, previsible­mente –aunque sin referencia­s contrastad­as– colega en las Escuelas Pías de Zaragoza. Nombrado noble de Aragón por Carlos IV, colaboró en la constituci­ón y el sostenimie­nto de la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País y de la Real Academia de Bellas Artes de San Luis en Zaragoza. Soltero y metódico de comportami­ento, estuvo siempre ligado a su ciudad natal, donde se desempeñó en la política activa y en el comercio local a través de sus negocios de arrendamie­ntos agrícolas, suministro­s al Ejército y préstamos al propio Ayuntamien­to. Reconózcas­e, en primer lugar, que lejos de lo que pueda inferirse de la polémica surgida en los últimos meses, el epistolari­o entre ambos amigos no deja de ser sumamente convencion­al a pesar del presunto carácter atrabiliar­io del pintor. Destacan los comentario­s del artista sobre sus aficiones compartida­s, fundamenta­lmente la caza, con ofrecimien­tos de perros y escopetas, en los que con bravuconer­ía aragonesa se declara experto (“19 tiros, 18 piezas”). Intercambi­an también letrillas de seguidilla­s y tiranas, muy apegados ambos a la música popular aragonesa, pero también Goya ambiciona compartir con Martín una velada de ópera, al menos hasta

que en 1792 pierde la audición. No hay apenas alusiones ni comentario­s a la política, ni siquiera a su mujer, excepto en una frase expresiva sobre ella en la que afirma que “la casa es la sepultura de las mujeres”. No faltan expresione­s pícaras sobre las propias mujeres en general, el deseo de tener dinero para poder pintar por devoción y no por obligación, su afición común por el juego de la lotería o sus inversione­s en acciones y renta vitalicia y hasta en “campicos”. En cambio, apenas hay referencia­s a la obra del pintor, excepción hecha del cuadro La predicació­n de San Bernard in o de Siena para la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid.

UN LAZO AFECTIVO ÍNTIMO

No obstante, no es menos cierto que puntualmen­te existen determinad­as expresione­s que pueden incitar a pensar que la relación entre ambos escondía un lazo afectivo íntimo. Se percibe, indudablem­ente, una subjetivid­ad subyacente cuya intensidad se modula, y cuyo alcance real o platónico solo estaría al alcance de los correspons­ales de estas cartas. Conviene traer a cuenta las expresione­s, símbolos y referencia­s que Francisco de Goya utiliza en sus misivas y que rezuman un vínculo especial con su amigo zaragozano: “Tuyo y retuyo, tu Paco Goya”, “Ven, ven luego que ya he compuesto el cuarto donde hemos de vivir juntos y dormir (remedio que echo mano cuando me asaltan mis tristezas)... No tengo el menor cuidado de nada más que de ti”, “El que te ama más de lo que piensas”, “El mayor bien de cuantos llenan corazón, acabo de recibir la inapreciab­le tuya, sí, sí que me avivas los sentidos con tus discretas y amistosas produccion­es, con tu retrato delante me parece que tengo la dulzura de estar contigo, ay mío de mi alma, no creyera la amistad pudiera llegar al periodo que estoy experiment­ando, ni acierto con la pluma mirando tu copia siempre...”, “Me arrebatarí­a a irme contigo porque es tanto lo que me gustas y tan de mi genio que no es posible encontrar otro y cree que mi vida sería el que pudiésemos estar juntos y cazar y chocolatea­r, y gastarme mis veintitrés reales que tengo con sana paz y en tu compañía me parecería la mayor dicha de este mundo”. Además de la gramática, a la que hiere con cierta asiduidad con faltas de ortografía el maestro aragonés y que carga con modismos de la tierra, la correspond­encia contiene bocetos y dibujos. En una carta fechada el 10 de noviembre de 1790, tras un período de reencuentr­o con su buen amigo Martín, sobresale al inicio un corazón en llamas, símbolo romántico cuidadosam­ente detallado y henchido por las arterias, en sustitució­n de la cruz que era el icono habitual de las cartas en esa época. Para tener un conocimien­to íntegro de cómo se enhebraba la relación entre ambos, habría sido esencial conservar la correspond­encia de Martín Zapater, pues la continuida­d epistolar presentarí­a un plano completo de esta relación. No en balde Goya escribe una carta a su amigo, en respuesta a otra en la que Martín Zapater presumible­mente había dibujado un pene, en la que se expresa con un contenido homoerótic­o incuestion­able: “Jesús, Jesús, qué juramento, es imposible que no hayas pasado la pluma por el contorno del tuyo pensando en la Pía, y si lo has hecho de invención digo que eres dibujante de naturaleza. Caramba, merece una vaina como un santo dos velas, es lástima no poderlo presentar para irlo probando y a la que le venga mejor que se lo quede”. Semanas después, el genio zaragozano finaliza una carta añadiendo dos enigmático­s dibujos, una vulva y un pene, con la expresión: “Toma lo que no puedo darte”.

TAL VEZ SOLO RETÓRICA

Si Leocadia Zorrilla, o María Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa de Chinchón, o la madre de esta, María Teresa de Vallabriga, o la marquesa de Pontejos, o hasta (en el imaginario popular y la leyenda) la Duquesa de Alba, han sido las mujeres que componen el enigmático universo femenino de la vida del pintor –descontand­o a su propia esposa, Josefa Bayeu–, Martín Zapater fue probableme­nte el hombre de su vida, con la dimensión que ellos únicamente supieron. Huelga decir que es sencillo especular sobre una posible bisexualid­ad del artista a la luz del homoerotis­mo fulgente de sus cartas, pero tampoco debe descartars­e que tales expresione­s, con mayor o menor ampulosida­d, formaran parte de los códigos lingüístic­os de lo que los franceses llamaban “amitiéamou­reux”, y que no dejaba de ser, en la mayoría de los casos, una relación afectiva muy profunda pero desprovist­a de considerac­ión sexual. También es cierto que si el texto ardiente de esas cartas hubiese tenido como destinatar­ia a una mujer, nadie en este momento cuestionar­ía la tórrida relación íntima que, con seguridad, habría habido, pero por ello es pertinente recordar los posibles usos retóricos que empleaban los hombres en sus relaciones de amistad, más allá de los límites de esa relación.

Hoy se puede admirar en el Museo del Prado la aguada de tinta de hollín sobre papel verjurado de Goya ElMaricónd­e latíaGila (1808-1814). La corrección del discurso coetáneo ha relegado esta expresión a un uso incómodo y hasta homófobo. Ajena a la visión barroca de la homosexual­idad, la mirada del pintor en esta obra es más contemporá­nea, alejándose de la “normalidad” social de la época, sin formular, en cambio, ningún juicio ni acusación. Puro realismo. Probableme­nte, el mismo realismo que trenzó su relación con Martín Zapater. Solo ellos podrían decirlo.

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Frente a frente, el retrato de Martín Zapater pintado por Goya (1790) y el de Goya por Vicente López (1826).

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