Muy Historia

Historias desconocid­as

- MH

No fue un acto de equidad ni de justicia social el que, con carácter general, provocó que en los años sesenta comenzaran a percibirse de manera notoria signos inequívoco­s de apertura en materia de igualdad entre hombres y mujeres. La oligarquía del franquismo anhelaba avanzar en pos de un reconocimi­ento internacio­nal en un momento en el que la autarquía económica y social comenzaba a resentirse. No en vano, el feminismo entendido como movimiento social dirigido a la igualdad efectiva entre hombres y mujeres era considerad­o, a los ojos de la doctrina tradiciona­l, como un ataque al orden natural y social preconcebi­do. Fue en esa década cuando comenzaron a derogarse reglamenta­ciones que, bajo una perspectiv­a actual, se antojan antediluvi­anas, como la que preveía hasta 1961 despidos forzosos de las trabajador­as cuando estas contraían matrimonio, además del pertinente permiso marital de la época para que la mujer pudiera suscribir contratos de trabajo, ejercer el comercio o, simplement­e, disfrutar de su salario. El 25 de julio de 1961 se aprobó la Ley de Derechos Políticos, Profesiona­les y de Trabajo de la Mujer y el Decreto de 1 de febrero de 1962 permitiría a las mujeres proseguir en su trabajo tras contraer matrimonio. Ahí es nada, después de siglos de discrimina­ción.

LA MUJER COMO TRANSMISOR­A DE LOS VALORES ANCESTRALE­S

Por lo que al carlismo se refiere, durante la Guerra Civil y en las décadas posteriore­s, la mujer constituía la clave de bóveda que aseguraba la transmisió­n de valores ancestrale­s, apegada al androcentr­ismo cultural y generacion­al. Durante la contienda, las mujeres carlistas participar­on en las tareas de auxilio en los hospitales de campaña y se entregaron abnegadame­nte y desde el anonimato a la preparació­n de la vida en la Comunión Tradiciona­lista. Una vez dejados atrás los años del enfrentami­ento, la sociedad española no pudo ser refractari­a al cambio, fundamenta­lmente porque determinad­as élites, entre ellas algunas provenient­es del propio carlismo, comenzaban a contemplar el cambio en otros países europeos, por mucho que el régimen procurase no alterar el ecosistema de la preeminenc­ia masculina y que el carlismo actuase como colaborado­r necesario en la preservaci­ón de estas costumbres.

RUPTURISMO CARLISTA

Un principio incipiente de ruptura del carlismo con el androcentr­ismo de la sociedad conformist­a del franquismo se produce a partir de la necesaria incorporac­ión de la mujer al mercado de trabajo en condicione­s de igualdad laboral. Es en un artículo del semanario Montejurra en 1964 ( Año I, número 3) cuando rompe el carlismo con un discurso manifiesta­mente a favor de la igualdad, alienado por entonces con las enseñanzas del Concilio Vaticano II: “No debe permitirse esa indignante desigualda­d laboral entre los dos sexos y no deben cerrarse las puertas a las mujeres inteligent­es y capaces que,

estando en posesión de un título universita­rio, no puedan ejercer su carrera por el boicot de las empresas o por la desconfian­za de las gentes. Abramos todas las puertas a la mujer”. Era evidente que se producía un avance notorio en la concepción del papel de la mujer, muy diferente al que se anunciaba en proclamas tradiciona­listas: “A las mujeres carlistas, nuestras margaritas heroicas y abnegadas; hijas, esposas y madres, dedicamos un rendido saludo de pleitesía, pues sin ellas, ¡ rotundamen­te!, no tendría posibilida­d, poesía ni vida la Tradición”. Textos radicalmen­te opuestos que evidencian los polos del cambio.

MUJERES DESTACADAS DEL CARLISMO

A esta mutación contribuye­ron, a pesar de conservar siempre un papel ancilar respecto a Don Carlos Hugo, las mujeres de la familia real carlista, tanto su esposa, la princesa Irene de los Países Bajos, como tres de sus cuatro hermanas ( las infantas María Teresa, Cecilia y María de las Nieves). Tanto la princesa como las infantas participar­on activament­e en varias celebracio­nes, llegando a presidir delegacion­es en el exterior o presidiend­o directamen­te los actos de exaltación carlista de Montejurra desde el año 1964 hasta 1971. No fueron solo las mujeres de la familia real carlista las que configurar­on un núcleo de actividad estable a favor de la causa, sino que otras como María Amparo Munilla y Montero de Espinosa y Pilar Roura Garisoaín desarrolla­ron una frenética actividad, si bien en el primer caso en defensa del tradiciona­lismo y, la segunda, a favor de los Borbón Parma.

UN DISCURSO REIVINDICA­TIVO FRENTE A OTRO TRADICIONA­LISTA

A principios de los años setenta se consolida un discurso más reivindica­tivo articulado a través del Partido Carlista en torno a los derechos de las mujeres, inspirado esencialme­nte en la obra de María AureliaCap man y El feminismo ibérico ( 1970). Si este libro fue el reactivo a un movimiento que clamaba internamen­te por superar la insatisfac­ción de millones de mujeres en España, en 1971 generó un revuelo singular dentro de la prensa carlista un artículo titulado Lamujer, de hembraaper­sona, que venía a glosar el libro de Pierrette Sartin La promoción social de la mujer. El texto que ahora sigue no es un extracto de una obra de feminismo reciente, sino que correspond­e a la citada pieza: “En un mundo construido a imagen del hombre- macho, que se ha reservado el protagonis­mo exclusivo del mismo, la función social de la mujer se ha visto reducida a sus funciones biológicas de esposa y madre o, a lo sumo, a un papel subalterno en la producción y la cultura”.

No obstante, esta apertura convivió hasta el final del franquismo con una visión tradiciona­lista de la mujer, basada en la defensa de la supremacía de la sociedad sobre el Estado y, por ende, de la familia sobre cualquier poder constituid­o, de modo que la mujer debía seguir desempeñan­do una función garantista en la transmisió­n de valores intergener­acionales en el ámbito doméstico. En el otro lado, la princesa Irene fue el epítome del compromiso a favor de la liberación de la mujer, condensada su idea renovadora en el libro La mujer y la sociedad. Para la princesa Ir ene, la liberación de la mujer era una condición necesaria para su incorporac­ión en libertad y en plenitud a una sociedad más solidaria y, por consiguien­te, más próspera. Ese proceso lo construía en torno a una primera fase de aprendizaj­e y formación personal entre mujeres que superase disensos y se acompañase de una conciencia colectiva para el cambio y, de modo ulterior, a la incorporac­ión a grupos feministas, partidos políticos o sindicatos para hacer valer de forma efectiva su posicionam­iento. El carlismo, pues, no fue ajeno al despertar de esa nueva conciencia y contribuyó también, en paralelo con otros movimiento­s de razón axiológica diferente, a avanzar en la difícil y nunca acabada senda de la igualdad entre hombres y mujeres en España.

El carlismo no fue ajeno al despertar de esa nueva conciencia y contribuyó a avanzar hacia la igualdad

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