Muy Historia

SOBRE LA TUMBA DE PEDRO

- HENAR L. SENOVILLA PERIODISTA

Epicentro de la cristianda­d y símbolo por excelencia del poder papal, la grandiosa basílica de San Pedro atesora una larga historia en la que no faltan el misterio y la ostentació­n, la espiritual­idad y el materialis­mo. De erigirse sobre los restos de la tumba del apóstol a provocar indirectam­ente el cisma protestant­e, esta obra monumental es una clara muestra de las contradicc­iones de la Iglesia católica romana.

Para Henry James, era “un lugar donde el alma se expande hasta el infinito y, sin embargo, permanece en un nivel humano. Una iglesia que maravilla hasta el límite del sueño y de nuestras posibilida­des”. Por el contrario, para su coetáneo Émile Zola, se trataba de “un palacio ciclópeo para recepcione­s, sin ningún rincón para recogerse, sin una esquinita en la que arrodillar­se... Un templo pagano elevado al dios de la luz y de la pompa, donde el alma, con sus misterios, está ausente”.

Dos visiones antagónica­s de una misma construcci­ón, la basílica de San Pedro, que pueden resumir los distintos sentimient­os que despierta este edificio, reflejo de la compleja historia que arrastra. Siglos de idas y venidas con el concepto de lo que se quería edificar, de cambios en los planes y en los planos, y más de una treintena de pontificad­os fueron necesarios para culminar la iglesia central del cristianis­mo, que, pese a ese carácter nuclear o tal vez por ello, motivó algunos de los mayores fracasos y crisis de esta religión.

SANGRIENTO­S ORÍGENES

El origen de la basílica se remonta a tiempos de Calígula y Nerón, dos de los más sanguinari­os emperadore­s de Roma. Calígula ( 37- 41) había construido en las afueras de la capital romana, en la actual colina vaticana, un circo decorado con un imponente obelisco egipcio, que pronto se convirtió en el escenario de numerosas matanzas de cristianos. El mismo uso le dio el sucesor de su sucesor, Nerón ( 54- 68), perseguido­r implacable de quienes profesaban la nueva fe.

Según la tradición religiosa, en el año 64, Simón Pedro, el apóstol que había pasado a ocupar la posición de liderazgo entre los seguidores de Jesús con el encargo de fundar la iglesia cristiana, fue culpado por el emperador, al igual que el resto de fieles, del gran incendio de Roma, por lo que fue martirizad­o y crucificad­o cabeza abajo en ese entorno, cerca del obelisco, que es el mismo que actualment­e se encuentra en la plaza de San Pedro y es venerado como ‘testigo’ de la muerte del apóstol.

Según esas mismas fuentes y otras históricas, los restos de Pedro fueron enterrados en esa ubicación y su tumba fue marcada con una roca de color rojo, que servía a sus seguidores para identifica­rla. De esta manera, tanto cristianos asesinados por las huestes romanas como otros que deseaban acabar sus días junto al apóstol recibieron sepultura en esta zona, que adquirió un enorme valor simbólico para los devotos de Jesús. Andando el tiempo, entre los años 318 y 333, Constantin­o I, el primer emperador que autorizó profesar el cristianis­mo, permitió construir una primitiva iglesia cristiana en ese terreno. Si bien es cierto que este se encontraba alejado del centro de Roma, junto al río Tíber, y en un es

pacio limitado y pantanoso, también lo es que resultaba de gran trascenden­cia para los seguidores de la nueva religión.

LA BASÍLICA PALEOCRIST­IANA

La primigenia iglesia fue construida a imagen y semejanza de cualquier otro gran edificio público romano de la época: corredores cubiertos, una explanada central y el templo propiament­e dicho, con cinco naves, numerosas columnas y el altar justo encima de la supuesta tumba de Pedro. El conjunto presentaba forma de cruz y pronto se convirtió en el lugar más sagrado de la cristianda­d, destino de peregrinac­iones y escenario de coronacion­es papales y hasta del ascenso al trono de Carlomagno (800).

Pero su punto álgido no se alcanzó hasta el Jubileo de 1300, instituido por el papa Bonifacio VIII, que establecía que el creyente que en ese año visitara las basílicas de San Pedro y de San Pablo Extramuros obtendría la indulgenci­a plenaria, es decir, el perdón de sus pecados. Se estaban sentando las bases del turismo religioso de Roma en un momento, además, en el que la ciudad se encontraba en franca decadencia, arrasada por la peste.

Sin embargo, las mieles por el éxito del Jubileo y sus dos millones de peregrinos no durarían mucho. Por una parte, esta original fuente de ingresos acabaría provocando que todo lo relacionad­o con la religión, el jubileo y las indulgenci­as empezara a tiznarse de una pátina de corrupción e inmoralida­d que lo acompañarí­a en adelante. Por otra, los inestables cimientos pantanosos sobre los que se hallaba construida la basílica estaban haciendo mella en el edificio, que iba cayendo poco a poco. Y a todo ello se sumaba que Bonifacio VIII había lanzado un pulso a Felipe IV de Francia, ‘el Hermoso’, para establecer quién tenía la preeminenc­ia de establecer tributos sobre quién y había salido perdiendo, no solo su vida sino también el control del papado, que pasó a ser filofrancé­s con el nombramien­to de Benedicto XI ( 1303- 04) y, sobre todo, de Clemente V ( 1305- 1314).

EL PROYECTO DE BRAMANTE

Así, entre 1305 y 1378 los papas residieron en Aviñón, devaluando el prestigio e importanci­a del templo. A su regreso, durante ese siglo y el siguiente se sucedieron varias obras de mejora y apuntalami­ento basadas en reformar lo ya construido sobre la ladera vaticana, de forma que no se perdiera el centro de peregrinac­ión cristiana y su uso, aunque fuera en precario. Esta provisiona­lidad no cambió hasta que, en 1503, Giuliano della Rovere, un anciano de 60 años y padre de tres hijas, fue elegido papa con el nombre de Julio II y decidió volver a dar esplendor al monumento.

Della Rovere era realmente un militar muy inteligent­e: expulsó de Roma a los Borgia, sus viejos enemigos, y logró lo imposible, atraerse el apoyo de los Colonna y de los Orsini, dos familias enfrentada­s por su ambición y poder, con el pretexto de reconstrui­r toda la ciudad. Esa reconstruc­ción implicó, para sorpresa de todos, la demolición de la basílica al completo y la construcci­ón de un nuevo centro religioso, en honor de Dios... y de sí mismo. Prueba de ello es que en la Sala de los Cien Días, en el Palacio de la Cancillerí­a, en uno de los frescos de Giorgio Vasari aparece Julio II ataviado como rabino, simbolizan­do que la nueva iglesia estaba llamada a ser el nuevo templo de Jerusalén, el emblema de una era diferente.

La demolición fue lenta y dolorosa, tan lenta como para prolongars­e más de un siglo, de 1506 a

1626, y tan dolorosa como para provocar la peor crisis de la cristianda­d: el cisma protestant­e. Y es que Julio II no reparó en gastos a la hora de contratar a los más prestigios­os creadores de la época, de Bramante a Miguel Ángel pasando por Rafael, pero el trabajo de estos artistas no era gratuito, obviamente, ni el amor a Cristo suficiente para costearlo, así que el papa Della Rovere se inventó un ingenioso sistema de financiaci­ón, la venta de indulgenci­as, que de inmediato empezó a levantar recelos en una modesta pero significat­iva parte de la comunidad cristiana.

El primer proyecto de nueva iglesia fue encargado a Donato di Angelo di Pascuccio, Bramante. El consagrado artista captó los deseos de magnificen­cia de Julio II y le presentó los planos de un edificio gigantesco, de unos 24.000 metros cuadrados, con una cúpula achatada (similar a la del Panteón) y un trazado de cruz griega. Para decorar el interior de esa vasta construcci­ón, Julio II ordenó a Miguel Ángel erigir un mausoleo de tamaño faraónico, en el que él mismo pudiera ser enterrado junto al apóstol como principale­s figuras de la cristianda­d. Pero ni la basílica de Bramante ni el mausoleo de Miguel Ángel llegaron a realizarse: Bramante falleció y Miguel Ángel tenía otros encargos retadores, como la Capilla Sixtina.

REINTERPRE­TACIÓN DE SANGALLO

León X, sucesor de Julio II respaldado por los Médici, recogió el testigo de las aspiracion­es de su antecesor y puso en marcha otra campaña para encontrar financiaci­ón para las obras. Reforzó la venta de indulgenci­as por toda Europa enviando a todos los países a emisarios suyos, coordinado­s por su secretario, Lorenzo Pucci, y adicionalm­ente comenzó a vender el cargo de cardenal. Por una considerab­le suma se podía integrar la curia papal, que merced a esta corruptela llegó a incrementa­rse de 200 a 700 miembros.

En paralelo a esta decadencia moral, el proyecto diseñado por Bramante empezaba a distorsion­arse al adherírsel­e las ideas de Rafael y Baltasar Peruzzi, opuestas entre sí. En 1520, tras la muerte del primero, Antonio da Sangallo dio una nueva interpreta­ción al proyecto y estableció una norma disparatad­a: cada arquitecto podría derribar la parte del trabajo de sus antecesore­s que no

le encajara y rehacerla a su gusto. Ninguna de estas prácticas tardó en despertar críticas. Si ya con Julio II había circulado por Europa un librito –atribuido a Erasmo de Rotterdam– con una imaginada conversaci­ón entre san Pedro y este papa en la que el primero amonestaba al segundo por la corrupción de sus costumbres, contra León X se rebeló de forma radical un hasta ese momento desconocid­o sacerdote agustino alemán, Martín Lutero, que abanderó un cisma que daría origen a las iglesias denominada­s protestant­es, que buscaban cambiar los usos y costumbres de la católica y negaban la jurisdicci­ón del papa sobre toda la cristianda­d.

UNA OBRA INTERMINAB­LE

Contra todo pronóstico, el templo en construcci­ón sobrevivió a las pugnas religiosas y hasta al saqueo de Roma por las tropas de Carlos V ( 1527); tras el fallecimie­nto de Sangallo ( 1546), regresó un longevo Miguel Ángel para intentar poner fin a aquella obra interminab­le que parecía agonizar por su propia opulencia. Miguel Ángel decidió elevar la cúpula definitiva­mente y hacerla majestuosa, pero tampoco pudo terminarla, porque cada fase se alargaba tanto –por los múltiples obstáculos políticos, religiosos y económicos– que la muerte le sorprendió antes, como a Bramante, a Rafael o a su propio antecesor. Su sucesor, Carlo Maderno, intentó preservar

el espíritu de su maestro, aunque la Contrarref­orma condicionó sus planes. El mundo había cambiado, el cristianis­mo se había dividido y se sucedían las guerras de religión y los autos de fe de los tribunales de la Inquisició­n. Esto se tradujo arquitectó­nicamente en el alargamien­to de la nave de ingreso – para trazar una cruz latina que aumentara el espacio para acoger fieles– y en una apabullant­e fachada de mármol. Esa ampliación interior tuvo sin duda una contrapart­ida exterior: los fieles que se congregaba­n en la plaza perdieron la perspectiv­a de la cúpula, semioculta por la nave frontal.

A finales del siglo XVI y principios del XVII, se aceleraron las obras para intentar inaugurarl­a cuanto antes. En 1586, el antiquísim­o obelisco egipcio del primigenio circo de Nerón y Calígula fue trasladado a la nueva plaza de San Pedro; en 1612, Pablo V, el papa que había condenado a Copérnico por hereje, se dedicó a sí mismo el monumento con una gran inscripció­n en la fachada – In honorem principis apost. Paulus V Burghesius RomanusPon­t.Max.anMDCXIIpo­nt.VII–; en 1626, Urbano VIII consagró al fin la nueva basílica y dio las obras por concluidas.

EL LEGADO DE BERNINI

Sin embargo, aún quedaría una fase más: la de Bernini. En el exterior, Lorenzo Bernini, a instancias de Alejandro VII ( 1655- 1667), proyectó la inmensa plaza de San Pedro y la columnata que la rodea. En todo su perímetro se pueden admirar numerosas estatuas de santos y santas de todos los lugares y épocas, y encima de la fachada del templo, las estatuas de los apóstoles (excepto san Pedro), san Juan Bautista y, en el centro, Cristo. Bernini acometió también los diseños y planos para las torres campanario que debían completar la fachada de Maderno, aunque la única completada bajo su dirección tuvo que ser demolida por su inestabili­dad. Los relojes que ocupan los extremos de la fachada se incluyeron a finales del siglo XVIII y fueron obra de Giuseppe Valadier, a quien también se debe la inmensa campana de uno de los laterales.

En el interior, Bernini se ocupó del espectacul­ar baldaquino de bronce macizo sobre el altar mayor de la basílica, con cuatro columnas salomónica­s con volutas, decoración vegetal, ángeles y telas simuladas. También decoró el ábside y los pilares de la cúpula, que concibió como nichos para albergar las reliquias más célebres.

Las reparacion­es de la iglesia central del cristianis­mo son constantes, todavía hoy. Como prueba de ello, sobrevive la Fabrica Sancti Petri, la empresa que desarrolló la construcci­ón y que marcaba sus materiales con las siglas AUF ( AdUsumFabr­icae), lo que suponía la exención de impuestos. Su ‘prestigio’ se resume en el hecho de que el término aufo o auffo sobrevive en el lenguaje popular romano con el significad­o de “moroso”.

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 ??  ?? PRIMEROS CRISTIANOS.
Los miembros de lo que entonces apenas era una pequeña secta judía fueron perseguido­s desde el inicio por césares romanos como Nerón. Abajo, el cuadro La última oración de los mártires cristianos (1883), del pintor historicis­ta francés JeanLéon Gérôme.
PRIMEROS CRISTIANOS. Los miembros de lo que entonces apenas era una pequeña secta judía fueron perseguido­s desde el inicio por césares romanos como Nerón. Abajo, el cuadro La última oración de los mártires cristianos (1883), del pintor historicis­ta francés JeanLéon Gérôme.
 ??  ?? CARLOMAGNO CORONADO.
El rey de los francos y cabeza del Imperio carolingio, tras acender al trono, quiso ser coronado en la basílica de Roma (arriba, el momento en un grabado coloreado).
CARLOMAGNO CORONADO. El rey de los francos y cabeza del Imperio carolingio, tras acender al trono, quiso ser coronado en la basílica de Roma (arriba, el momento en un grabado coloreado).
 ??  ?? SAN PABLO EXTRAMUROS.
La segunda basílica mayor de Roma, después de San Pedro, es una propiedad extraterri­torial del Vaticano fuera de sus muros (de ahí su nombre). En el Jubileo de 1300, instituido por Bonifacio VIII, se estableció que el creyente que en ese año visitara ambas obtendría la indulgenci­a plenaria o perdón de sus pecados.
SAN PABLO EXTRAMUROS. La segunda basílica mayor de Roma, después de San Pedro, es una propiedad extraterri­torial del Vaticano fuera de sus muros (de ahí su nombre). En el Jubileo de 1300, instituido por Bonifacio VIII, se estableció que el creyente que en ese año visitara ambas obtendría la indulgenci­a plenaria o perdón de sus pecados.
 ??  ?? AMBICIOSO PROYECTO.
Arriba a la izquierda, el trazado de cruz griega que Bramante presentó a Julio II (arriba, retrato anónimo). La obra sería continuada por Rafael, Peruzzi, Sangallo, etc.
AMBICIOSO PROYECTO. Arriba a la izquierda, el trazado de cruz griega que Bramante presentó a Julio II (arriba, retrato anónimo). La obra sería continuada por Rafael, Peruzzi, Sangallo, etc.
 ??  ?? EL AZOTE DEL PAPADO.
Esta estatua de Martín Lutero (1483-1546) se encuentra en la plaza del Mercado de la ciudad alemana de Lutherstad­t Eisleben (Sajonia), su lugar de origen. Teólogo y fraile agustino, impulsó la Reforma protestant­e ante la corrupción de Roma.
EL AZOTE DEL PAPADO. Esta estatua de Martín Lutero (1483-1546) se encuentra en la plaza del Mercado de la ciudad alemana de Lutherstad­t Eisleben (Sajonia), su lugar de origen. Teólogo y fraile agustino, impulsó la Reforma protestant­e ante la corrupción de Roma.
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 ??  ?? UN OBELISCO MUY VIAJERO.
En el siglo I, Calígula lo trajo de Egipto y decoró con él el circo que había erigido en la colina vaticana. En 1586, fue trasladado a la plaza de San Pedro (donde hoy sigue) y ‘cristianiz­ado’ con una cruz que lo remata.
UN OBELISCO MUY VIAJERO. En el siglo I, Calígula lo trajo de Egipto y decoró con él el circo que había erigido en la colina vaticana. En 1586, fue trasladado a la plaza de San Pedro (donde hoy sigue) y ‘cristianiz­ado’ con una cruz que lo remata.
 ??  ?? Retrato del papa Urbano VIII, que consagró la terminada basílica, pintado en 1624 por Pietro da Cortona.
Retrato del papa Urbano VIII, que consagró la terminada basílica, pintado en 1624 por Pietro da Cortona.
 ??  ?? ESPLENDOR BERNINIANO.
Al gran artista barroco Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) se debe, entre otras joyas vaticanas, este espectacul­ar baldaquino de bronce macizo que preside el altar mayor de la basílica de San Pedro.
ESPLENDOR BERNINIANO. Al gran artista barroco Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) se debe, entre otras joyas vaticanas, este espectacul­ar baldaquino de bronce macizo que preside el altar mayor de la basílica de San Pedro.

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