Sexo, mentiras y escándalo
La proliferación de denuncias de abusos sexuales a menores cometidos impunemente durante décadas por numerosos religiosos en todo el mundo –y del hipócrita encubrimiento de estos por parte de sus superiores– ha estallado como una bomba de alcance imprevisible en el seno de la Iglesia católica. Pero la doble moral de esta respecto a la sexualidad no es un asunto nuevo.
Basta un repaso somero de la historia para darse cuenta de que la oleada de casos de pederastia en la Iglesia católica actual no supone sino la apertura de unas compuertas que llevaban siglos bloqueadas. Los religiosos Thomas P. Doyle, Patrick J.WallyA.W. Richard Sipe, en su libro Sex,Priests andSecretCodes:T he Catholic Ch urch’ s 2.000 Ye ar PaperTrailof Sexual Abuse( Sexo, sacerdotes y códigos secretos: el rastro documental de 2.000 años de abuso sexual en la Iglesia católica, 2004), establecieron que “en prácticamente cada siglo desde el comienzo de la Iglesia, el problema del abuso clerical de menores no estaba solamente acechando en las sombras, sino que en ocasiones se mostraba de forma tan abierta que hubo que tomar medidas extraordinarias para apaciguarlo”, y sugirieron “un patrón consistente de comportamiento sin celibato por un significativo número de sacerdotes”, que incluiría “amplio concubinato, actividades homosexuales y sexo con menores”.
EL PECADO NEFANDO
No abundan los testimonios, pero sí las pistas, procedentes de los propios libros eclesiásticos. Entre ellos están los cánones penitenciales, libros que servían –antes de la unificación del derecho canónico– como guías para que los confesores supieran qué pena imponer a cada pecado. El escrito
por el religioso y erudito inglés san Beda el Venerable (672-735) establecía, para los que cometieran sodomía con niños, castigos cuya severidad se incrementaba según el rango: los seglares serían excomulgados y condenados a ayunar durante tres años; los clérigos que no pertenecieran a ninguna orden, durante cinco años; los diáconos y sacerdotes, durante siete y diez años, respectivamente, y los obispos, durante doce años.
Hay algunas dudas sobre si Beda fue efectivamente el autor de este penitencial, pero no sobre la época en que fue escrito; y unas penas tan definidas y clasificadas por rangos indican que este tipo de ‘pecado’ era cualquier cosa menos excepcional. Lo mismo sucede con la homosexualidad en general (sodomía, según la terminología eclesial). En su estudio de 1984 S ex andt he Pe ni ten ti als, el investigador Pierre J. Payer examinó un amplio número de recopilaciones canónicas hasta el año 1048 y en todas ellas encontró legislación sobre la homosexualidad. La persecución de los sodomitas por la Inquisición – en nuestro país, con un especial énfasis en Valencia– ha sido documentada por expertos como el periodista Jesús Ávila Granados o el historiador Albert Toldrá, que en su libro EnnomdeDéu. La In qui si cióil es se uesvíc times al País Valencià ( 2011) habla de 3.661 sodomitas juzgados por el Tribunal de Valencia, de los cuales 60 murieron en la hoguera y otros 700 fueron condenados a galeras. No se especifica qué pasó con los restantes, aunque las penas podían oscilar entre cárcel, fuertes penitencias y castigos pecuniarios no menos elevados. En El libro negro de la historia de España (2001), Ávila Granados ofrece numerosos ejemplos que acabaron casi siempre en pena de muerte, aunque con excepciones como el clérigo
de Barcelona Joan Antiogo Marchia, que en 1635 se libró de la pena máxima por haber mantenido relaciones sexuales con tres menores y fue condenado a destierro, ocho años de galeras y cuatro de servicio en un hospital.
DENUNCIAS Y OÍDOS SORDOS
Hubo, además, denuncias procedentes de algunas de las plumas más influyentes de la Iglesia, horrorizadas ante lo que oían y veían. Uno de los primeros y más notables acusadores fue Pier Damiani –posteriormente, san Pedro Damián (1007-1072) –, que en 1051 publicó su LiberGomorrhian uso Libro deGomorra dirigido al papa León IX, donde hacía una condena feroz de las prácticas homosexuales en la Iglesia, muy especialmente las que atañían a adolescentes: “El pecado contra natura repta como un cangrejo hasta alcanzar a los sacerdotes. (...) Y, a no ser que la Santa Sede intervenga cuanto
La Inquisición castigó la homosexualidad con cárcel y a veces pena de muerte
antes con contundencia, cuando queramos poner freno a esta lujuria desenfrenada, ya no habrá quien la detenga”. Damiani extendía su denuncia a la permisividad de los altos cargos que debían velar por la integridad moral de los religiosos: “Algunos, de quienes sabemos que han caído en esta aberración con ocho y hasta con diez personas más, sin embargo, permanecen en el ministerio”. La respuesta del papa –recogida en la traducción española a cargo de José-Fernando Rey Ballesteros– es, cuando menos, tibia. Aunque reconoce y aprecia la denuncia, decide excluir de la Iglesia solo a aquellos que hayan pecado “de forma habitual y con muchos”, mientras que para el resto dicta que, “si ponen freno a su lujuria, y reparan sus pecados con una digna penitencia, sean readmitidos a los mismos cargos en los cuales no hubieran podido permanecer si hubiesen persistido en su pecado”. No hizo mucho caso Leon IX, como se ve, de las advertencias del santo sobre el riesgo de proliferación del vicio; a tenor de lo que tres siglos después dejó escrito Francesco Petrarca, es fácil concluir que debería haberlo hecho. En la descripción del papado de Avignon plasmada en las 19 cartas que constituyen su Libersinenomine (Libro sin nombre) afirma que “las prostitutas abundaban en el lecho papal” y agrega: “No hablaré de adulterio, seducción, violación, incesto; eso no es más que el preludio de las orgías. No contaré el número de esposas robadas o de vírgenes desfloradas. No contaré cómo presionaron a los maridos y padres indignados para guardar silencio, ni la maldad de aquellos que voluntariamente vendían a sus mujeres por oro”.
UNA DOBLE MORAL
Petrarca tuvo la precaución de eliminar todos los nombres propios de su libro y de determinar que este solo se publicara tras su muerte. Sabia medida, pues en el siglo siguiente el ilustre teólogo y humanista Erasmo de Rotterdam escribió sobre la corrupción “universalmente reconocida” de la Santa Sede y describió a los sacerdotes como “vagabundos asquerosos, ignorantes e impúdicos” que, bajo un manto hipócrita de pobreza, se infiltraban en los hogares, donde contaminaban a las familias con su maldad –“y, avispas como son, nadie se atreve a echarlos por miedo a su aguijón”–,