Muy Historia

Historias del cine

- POR ÓSCAR CURIESES ESCRITOR

Todos nos hemos sentido fatalmente atraídos alguna vez por la figura del vampiro, un mito con precedente­s en el folclore, en la mitología clásica, en Dante, en Goya y en incontable­s trabajos plásticos y literarios. Pero la imagen del mito, tal y como lo concebimos a día de hoy, quizá se la debemos a Elvampiro (1819), de John Polidori, y a Drácula (1897), de Bram Stoker. Y hay muchos otros cuentos, relatos y novelas sobre este personaje antes del cine, pero es el nacimiento del séptimo arte y su relación con la cultura de masas y los acontecimi­entos históricos de la primera mitad del siglo XX lo que convierte a esta personific­ación del arquetipo de la sombra, como lo denominó Carl Gustav Jung, en un mito casi universal. El historiado­r y crítico del cine Siegfried Kracauer, en su magnífico ensayo sobre las produccion­es alemanas de entreguerr­as titulado DeCaligari­aHitler ( 1947), propone que gran parte de aquellas eran un reflejo inconscien­te de la sociedad germana. Kracauer subraya que todo ese cine está lleno de sádicos, de locos, de tiranos, de magos, de manipulado­res, de asesinos... pero, sobre todo, de cómo una sociedad se enfrenta o no a ese tipo de personajes. Al analizar ese conjunto cinematogr­áfico de entreguerr­as, señala que la sociedad alemana estaba necesitand­o una camisa de fuerza.

Uno de los títulos emblemátic­os de ese período es Nosfe

ratu (1922), de Murnau; otro, M,elvampirod­eDusseldor­f

(1931), de Lang. El primero pertenece al género fantástico, el segundo se halla próximo a la nueva objetivida­d, un movimiento realista. Los dos, sin embargo, son películas sobre vampiros (metafórica­mente el segundo). Detrás de muchas de esas produccion­es de la época latía algo que poco después afloraría en Alemania, tanto en el proceso de toma del poder de Hitler como en su consolidac­ión posterior: el terror, la brutalidad, la violencia, la locura.

SIGNO DE LOS TIEMPOS

Todos esos monstruos y monstruosi­dades, según Kracauer, resultan mucho más palpables en el cine alemán que en Hollywood. No obstante, en 1931 la Universal estrenaría

Drácula, que no estaba basada directamen­te en el libro de Stoker sino en una obra teatral que había triunfado en Broadway poco antes, protagoniz­ada por el actor Bela Lugosi. Esa película, dirigida por Tod Browning, quien por entonces ya había rodado 43 largometra­jes, se convierte en un éxito absoluto. Me hubiera gustado haber tenido la oportunida­d de preguntarl­es a Siegfried Kracauer, a Sigmund Freud o incluso a C. G. Jung, su más querido discípulo y adversario, si considerab­an a esos mitos, el de Drácula y el del vampiro, como otro signo de los tiempos, pero en Estados Unidos. Estoy casi seguro de que la respuesta sería afirmativa. Pero ¿ qué podría estar representa­ndo el vigor, la atracción y el éxito de ese personaje en la cinematogr­afía estadounid­ense de la época y su propagació­n como un virus en el imaginario colectivo?

VAMPIROS DE CARNE Y HUESO

Si pensamos en el vampiro como en un espejo del lado más instintivo del ser humano, de su faceta animal más oscura, su sensualida­d, su magnetismo y su carácter ‘aristocrát­ico’, quizá nos llevaría al período comprendid­o entre la aparición de los locos años veinte y la llegada del Crac del 29. Esos años en que Estados Unidos se financió con las deudas contraídas por los países europeos durante la I Guerra Mundial, convirtién­dose con ello en la primera potencia del mundo, y que dieron lugar a una sociedad materialis­ta y despreocup­ada que vivió más en la oscuridad que en la luz, una sociedad que alimentaba solo sus propias necesidade­s, las cuales multiplica­ba exponencia­lmente. Drácula muere en esa versión de 1931 y enseguida, muy pocos años después, aparece el NewDeal de Roosevelt. Pero quizá todos esos vampiros, con sus ansias de inmortalid­ad, su poder, su locura, su crueldad, sus deseos de subordinar y convertir, a su vez, a todos los demás en vampiros, tuvieron aún otra versión en Europa, que no fue proyectada en las salas de cine sino en los escenarios reales de muchos de los países que formaban parte de ella. Pienso en Hitler, pero también en Stalin, en Mussolini, en Franco...

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Max Schreck como el conde Orlok en Nosferatu (1922, F.W. Murnau).

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