Dossier Historia de América
El relato oficial de las guerras de independencia hispanoamericanas está jalonado de gestas épicas y de líderes como Bolívar o San Martín que, en la mayoría de ocasiones, ensombrecen la figura de los militares llamados ‘realistas’; y muchos de ellos eran
Retrocedamos apenas dos siglos atrás, hasta las guerras de independencia hispanoamericanas. Sin duda, pocos acontecimientos históricos han influido tanto en el devenir de América latina. La historia oficial de las repúblicas americanas ha consagrado como padres de la patria a líderes independentistas como José de San Martín, Simón Bolívar o Antonio José de Sucre. Al fin y al cabo, es bien sabido que la historia la escriben los ganadores, pero ni aquellas fueron simples guerras de americanos contra invasores ni ellos fueron los únicos protagonistas de la contienda.
La adhesión al proceso independentista no fue unánime, menos aún entre las clases más populares: campesinos, indígenas y descendientes de esclavos. Buena prueba de ello es que en múltiples zonas de América –como Ecuador, Perú, Bolivia o el sur de Colombia– hizo falta la presencia de los ejércitos de San Martín y Bolívar para aplacar la resistencia ‘realista’ (a favor del rey de España).
De hecho, en sentido estricto las guerras de independencia no fueron tales, sino guerras civiles entre americanos, y la adscripción de los contendientes a uno u otro bando no vino determinada en ningún caso por su origen social. Muchos de los caudillos independentistas eran descendientes de conquistadores, mientras que en los ejércitos realistas combatieron miles de voluntarios indígenas. Tadeo Choque, Reyes Vargas, Bernardo Inga, Pascual Arancibia, Francisco Curo,
Andrés Guanaco o los hermanos Pedro y Prudencio Huachaca fueron algunos de los caudillos militares que combatieron a favor del rey Fernando VII, junto a Antonio Huachaca y Agustín Agualongo. Todos ellos eran indígenas, lucharon por España... y perdieron.
UN INDIO IQUICHANO CONTRA SUCRE
Entre los caudillos realistas más importantes de lo que hoy es el Perú sobresalió Antonio Huachaca, un campesino indígena de San José de Iquicha, en Huanta, Ayacucho.
En 1813 este jefe indio ya se había enfrentado al intendente regional, que pretendía aumentar el impuesto indígena en la región contraviniendo así las medidas decretadas por las Cortes, al que advirtió que “si el señor intendente es Juez yo también tengo buena vara, él manda en la ciudad y yo mando en mi aldea”.
Un año después, mientras un ejército rebelde procedente de Cuzco pretendía derrocar al virrey del Perú, Huachaca se alistó voluntario al ejército realista, destacando a partir de entonces y en todo momento por su valor, gallardía y fidelidad a la causa española. En recompensa por sus servicios, no tardó en alcanzar el grado militar de general de Brigada de los Reales Ejércitos del Perú. Sin duda, aquel habría sido un ascenso militar impresionante incluso para un noble, así que podemos imaginar la importancia que tuvo para el que hasta un año antes no era más que un anónimo campesino de Ayacucho. De hecho, su lealtad y compromiso a la causa realista era tal que se hizo llamar José Antonio Navala de Huachaca, en réplica invertida al que consideraba su mayor enemigo y contrincante, el líder rebelde Antonio José de Sucre. Navala hacía referencia a la Marina de Guerra española: naval.
TRAS LA INDEPENDENCIA, REBELIONES ARMADAS
Tras el triunfo de los independentistas, muchas de las regiones que habían apoyado férreamente la causa realista se vieron castigadas por nuevos tributos e impuestos, como el que ordena Sucre a los iquichanos por “haberse rebelado contra el sistema de la Independencia y de la libertad”. Y es entonces cuando Huachaca pasa a liderar la primera rebelión armada contra la recién instaurada República Peruana. Al grito de “¡Viva el Rey y viva España!”, en 1825 una alianza de comerciantes, curas, arrieros, campesinos, criollos, indígenas y antiguos soldados del disuelto ejército realista se alzó con el fin de derrocar a las autoridades republicanas y restablecer el gobierno español en el Perú. Huachaca llegó a liderar un ejército de entre 2.000 y 4.500 soldados, la mayoría indígenas, y su estrategia no era otra que la de conseguir una sublevación general realista que allanara el camino a las tropas de refuerzo que, creía, no tardarían en llegar desde España.
La adhesión popular que consiguió fue enorme en la región, aunque el militar indígena no dudó en castigar la más mínima disidencia, como queda en evidencia con la orden que manda al subdelegado Manuel Leandro en mayo de 1827, en la que le conmina a “reunir gente y cada cual concurra con sus lanzas a este punto del Pucará al
Muchos caudillos independentistas eran descendientes de conquistadores y pertenecían a las oligarquías
socorro bien entendido de cada hacienda con sus capataces... pues en este se conocerán si son nobles al rey hasta tres días... con pena de ser pasados por las armas al que se retracte”. La respuesta del ejército republicano, comandado por Andrés de Santa Cruz, no se hizo esperar. La represión, los fusilamientos y la quema de cultivos se sucedieron hasta que la rebelión fue completamente sofocada en 1828, cuatro años después de haberse iniciado.
LA CONTUMAZ INSUMISIÓN IQUICHANA
A pesar de la derrota militar, los iquichanos mantuvieron su lealtad a España durante decenios, bien negándose a aceptar la autoridad de los representantes de la República Peruana, bien negándose a contribuir con tributos al Estado. En fecha tan tardía como 1847, el fiscal enviado a Huanta aún se lamentaba de esta manera: “Me propuse empadronar los pueblos de Iquicha reticentes hasta hoy en prestar su obediencia al gobierno legítimo y en pagar sus contribuciones respectivas... sin otro resultado que el de permanecer contumaces en su sistema de no contribuir en nada al Estado”. Por su parte, Antonio Navala Huachaco sobrevivió a la guerra, participó más tarde en las batallas que enfrentó la Confederación Peruana-Boliviana entre 1836 y 1839 y llegó a ser juez de paz y gobernador de Carhuaucran, aunque como reprochaban representantes del gobierno peruano en la región, el antiguo Brigadier General del ejército español ejercía realmente como “Jefe Supremo de la República de Iquicha, con insulto del gobierno peruano y de sus leyes”.
EL ORGULLO PASTUSO
Para las clases populares, el rey tenía una imagen protectora frente a las oligarquías criollas, por lo que en muchas otras zonas de América los campesinos e indígenas tomaron también las armas a favor de los realistas. Iquichanos, guajiros, samarios, ayacuchanos, hasta los antaño acérrimos enemigos de los españoles, los mapuches, tomaron partido a favor de Fernando VII y de Espa
A pesar de la derrota militar, los iquichanos se mantuvieron leales a España durante decenios
ña. Aunque mención aparte merecen los pastusos y su líder, Agustín Agualongo.
La región de Pasto, montañosa y aislada, ocupa el centro y el oriente de la cordillera andina y estaba habitada, al momento de la conquista europea, por la tribu de los pastos y los quillacingas. A inicios del siglo XIX, controlar Pasto militarmente era de una importancia estratégica vital para Bolívar, ya que la región era paso obligado en la ruta que conectaba los territorios de la Nueva Granada con el sur del continente, y tras la batalla de Boyacá el libertador deseaba contribuir a la independencia del Ecuador, el Perú y Bolivia, territorios aún firmemente realistas.
Con lo que no contaba Bolívar era con que, desde el inicio de las guerras de independencia, los pastusos se posicionaron inequívocamente a favor del rey español enfrentándose una y otra vez a los ejércitos ‘ libertadores’. Ya en una fecha tan temprana como 1809, en Chapal de Funes, se enfrentaron a las fuerzas independentistas enviadas desde Quito. Simón Bolívar, en una carta a Francisco de Paula Santander, dejó clara la opinión que le merecían esos irreductibles realistas: “Porque ha de saber usted que los pastusos son los demonios más demonios que han salido de los infiernos... Deben ser aniquilados y sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando aquel país a una colonia militar. De otro modo, Colombia se acordará de los pastusos cuando haya el menor alboroto, aun cuando sea de aquí a cien años, porque jamás se olvidarán de nuestros estragos, aunque demasiado merecidos”.
AGUALONGO, AZOTE DE BOLÍVAR
Dicen de Agualongo que, en el momento de su nacimiento, el frío y el viento eran inusualmente extremos y que su potente llanto quebró el cielo pastuso. Hacía aquel 24 de agosto de 1780 una noche clara, premonitoria, en San Juan de Pasto, Virreinato de la Nueva Granada ( actual Colombia).
Hijo de Manuel Agualongo y de Gregoria Cisneros, aquel indio pastuso aprendió a leer, a escribir y a pintar al óleo en la Escuela de Artes y Oficios
de Pasto, profesión esta última a la que se dedicaría durante sus años de civil. De hecho, uno de sus cuadros, LahuidaaEgipto, aún se conserva en el Monasterio de las Conceptas de su ciudad natal. Era, además, un excelente orador.
En 1811 ingresó al ejército realista, deseoso de luchar “en defensa del amado Fernando VII, de la religión y de la Madre Patria”, y muy pronto tuvo ocasión de entrar en batalla.
Fue ese mismo año, cuando el ejército realista de Pasto se enfrentó a las tropas independentistas quiteñas que acabaron conquistando la ciudad. Las tropas pastusas huyeron a la región vecina de Patía, uniéndose allí a un ejército de negros realistas. Ese ejército, formado por indígenas y descendientes de africanos, lograría un año más tarde reconquistar la ciudad.
En 1813 fue ascendido a cabo y durante los dos años siguientes luchó a lo largo del Valle del Cauca contra las tropas republicanas, y ya en 1815 participó en la toma de la ciudad de Popayán. Entre 1816 y 1819 fue ascendido una y otra vez, hasta llegar al grado de teniente agregado del Virrey, y participó de manera muy destacada en la batalla de la Cuchilla del Tambo, con la que el ejército realista dio por finalizada la reconquista de la Nueva Granada.
En 1819, Agualongo luchó en la batalla de Boyacá y tras la derrota española tomó parte en el sitio a las ciudades de Popayán y Pitayó. Poco después, el presidente de la Real Audiencia de Quito, Melchor Aymerich, con quien Agualongo había luchado anteriormente, solicitó una división pastusa que acudiera en ayuda de los realistas del Perú
Bolívar, harto de tanta insolencia, ordenó a Sucre “exterminar a la raza infame de los pastusos”
que en ese momento luchaban contra las tropas de Sucre, y el caudillo de Pasto acudió sin dudarlo. En tierras incas combatió gallardamente en las batallas de Yaguachi, Guachi y Pichincha. Tras las duras derrotas realistas, Agualongo fue licenciado y regresó a Pasto, ciudad ya tomada por fuerzas republicanas, aunque desde entonces participó en diversas rebeliones populares que le valieron el ascenso a coronel del Ejército Real.
LA NAVIDAD NEGRA
Bolívar, harto de tanta insolencia, ordena a Sucre “exterminar a la raza infame de los pastusos”, y el 24 de diciembre de 1822 las tropas republicanas entran a sangre y fuego en la ciudad de San Juan de Pasto, dejando a su paso más de 500 muertos. Daniel Florencio O’Leary, cronista de las tropas republicanas, dejó escrito: “En horrible matanza que siguió, soldados y paisanos, hombres y mujeres fueron promiscuamente sacrificados y se entregaron los republicanos a un saqueo por tres días y a asesinatos de indefensos, robos y otros desmanes”. Agualongo, sediento de venganza, jura muerte a Bolívar y marcha con casi mil soldados indígenas hacia la ciudad de Ibarra, donde el Libertador enfrenta una enésima rebelión realista. A mitad de camino, el que ya era conocido como el León de Pasto se topa con un ejército republicano, en Catatumbo, al que derrota.
En la batalla de Ibarra, Simón Bolívar se impuso militarmente a Agualongo, aunque el choque fue feroz como siempre y dejó en el bando pastuso unos 800 muertos. “Logramos, en fin, destruir a los pastusos. No sé si me equivoco como me he equivocado antes otras veces con esos malditos, pero me parece que ahora no levantarán más su cabeza los muertos. Yo he dictado medidas terribles contra ese infame pueblo; las mujeres mismas son peligrosísimas... Desde la conquista acá ningún pueblo se ha mostrado más tenaz que ese”.
Pero lo que desconocía aún el Libertador era que unos pocos realistas habían logrado escapar, entre ellos Agualongo, que contra todo pronóstico regresó a Pasto y reorganizó su ejército. Los generales Salom y Flores, enviados por Bolívar, parten de nuevo hacia Pasto y derrotan a Agualongo en desigual batalla. Este, fiel a su temperamento irreductible, escapa hacia Túquerres con los restos de su ejército, derrota a las tropas republicanas allí acantonadas y captura al general Herrán, que le implora clemencia por su vida. Agualongo, con altivo desprecio, le contesta que él, a diferencia del ejército de Bolívar, no mata jamás a rendidos.
LA HEROICA MUERTE
Durante los meses siguientes, Agualongo inicia una guerra de guerrillas por toda la región y se convierte en una auténtica pesadilla para las nuevas autoridades. El mismísimo general Santander, encargado del gobierno republicano, le ofrece una paz decorosa que rechaza.
El 31 de mayo de 1824, Agualongo y sus hombres atacan la ciudad de Barbacoas, donde se custodiaba un importante cargamento de oro destinado al ejército de Bolívar. Fracasan en el intento, aunque durante la batalla el León de Pasto consigue romper la mandíbula del coronel Cipriano Mosquera, líder militar de los republicanos, que posteriormente llegaría a ser cuatro veces presidente de Colombia.
El 24 de junio Agualongo es traicionado por José María Obando, uno de los suyos, cuando tra
taba de reconstruir su ejército, y es capturado y llevado preso a Popayán. Su muerte fue más heroica, si cabe, que los trece largos años en los que combatió sin tregua a los ejércitos republicanos. Ante el pelotón de fusilamiento rechazó jurar fidelidad a la República de Colombia y a su Constitución, a pesar de que se le ofreció perdonarle la vida e ingresar en el ejército republicano. Agualongo, leal a sus ideales, no dudó en regar con su sangre el último territorio español de la América continental, afirmando con gallardía pastusa que “si tuviera veinte vidas, todas las daría por el rey de España y la religión católica. ¡ Que viva la religión católica y que viva el Rey!”.
Digno hasta la muerte, antes de ser pasado por las armas rechazó que le taparan los ojos: “Quiero morir mirando a la muerte de frente. Soy hijo de mi estirpe, quiero morir con mi uniforme. No me venden los ojos, quiero morir de frente”. Altivo ante el pelotón de fusilamiento, lanzó un “¡ Viva el rey!” antes de caer. Murió así un 13 de julio de 1824, vistiendo las ropas de coronel realista, a los 44 años, sin saber que había sido nombrado ya General de Brigada. Aquella tarde de julio, la España americana, mestiza e india expiraba junto al general Agualongo.
Fernando VII era el rey lejano de una España débil económica y militarmente que apenas pudo resistir
EL FIN DE UN IMPERIO
Navala Huachaca, Agustín Agualongo y tantos y tantos otros indígenas que combatieron y murieron por preservar el Imperio español han sido silenciados por la historia oficial de las repúblicas hispanoamericanas. ¿Héroes o traidores? Bolívar, como buena parte de la oligarquía criolla, se rebeló ante Fernando VII, un rey lejano de una España debilitada económica y militarmente que no pudo hacer frente por sí sola al levantamiento armado orquestado por sus élites americanas. Agualongo y muchos otros hicieron lo propio ante el proyecto de Bolívar. No esperaban nada bueno de la segregación, como afirmó Agualongo, y desconfiaban profundamente de las élites criollas independentistas.