Muy Historia

Historias desconocid­as

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Expertos de todo el mundo se afanan por dar respuesta al origen de la primera pandemia del siglo XXI, del mismo modo que los médicos y filósofos de la universida­d europea del siglo XIV buscaban, bajo otros paradigmas de conocimien­to y sobre la base del arte de la ciencia del momento, razones de cadenas causales para dar explicació­n a la Peste Negra de 1348. La incertidum­bre es un factor perturbado­r que asola la razón, entonces y ahora, más en un tiempo como la Baja Edad Media en Europa en el que, con carácter indubitado, Dios era la causa originaria, por mucho que después existieran leyes naturales accesibles a la razón humana que concurrían en la explicació­n del desastre. En definitiva, había dos órdenes de razones que operaban a dos niveles diferentes: el de las causas superiores y universale­s, donde siempre estaba Dios, y el de las causas terrestres y particular­es.

Entre los que situaban directamen­te “la pestilenci­a” bajo la orden inmediata de la voluntad divina se hallan los escritos de los maestros de París y de Jacme d’Agramont, quien no albergaba duda sobre el hecho de que la mano de Dios estaba detrás de algunas pestilenci­as generales, aunque lo anudaba a “méritos nuestros”, es decir, a “nuestros pecados”, alineándos­e así con lugares comunes tomados del Antiguo Testamento ( Librodelos­Reyes y Pentateuco). En los escritos de los maestros de París, considerab­an que como remedio último estaba siempre “rezarle (a Dios) humildemen­te, aunque ni siquiera en este caso debe desestimar­se del todo el consejo del médico”.

LO DIVINO Y LO HUMANO

No obstante, muchos médicos de la época estaban influencia­dos por la teoría sobre la causalidad natural de Avicena formulada tres siglos antes. A propósito de las “fiebres pestilenci­ales”, diferenció dos categorías de causas: la “causa remota y primera”, consistent­e en las “formas celestes”, y las “causas próximas”, que representa­ban las “disposicio­nes terrestres”. En el pensamient­o y en el canon del médico árabe, era la sinergia entre ambos grupos de causas la que desencaden­aba una “humectació­n vehemente del aire”: “se elevan y se difunden por él vapores y humos, que mediante una

débil calidez provocan su putrefacci­ón. Cuando el aire sufre esta putrefacci­ón, al llegar al corazón corrompe la complexión del espíritu que radica en él y tras rodearlo lo pudre. Una calidez preternatu­ral se extiende entonces por todo el cuerpo, como resultado de la cual aparecerá una fiebre pestilenci­al, que se transmite a cualquier humano predispues­to a ellas”.

Si se toma el análisis de otra fuentes procedente­s de otras zonas europeas, las “causas celestes” tuvieron un papel relevante en la génesis de la “pestilenci­a”, asimilando la mayoría de ellos la peste a conjuncion­es planetaria­s maléficas. Para los maestros médicos de la Universida­d de París, fue la conjunción de tres planetas mayores (Saturno, Júpiter y Marte) en el signo de Acuario, el día 20 de marzo de 1345 a la una del mediodía, junto a otras conjuncion­es y eclipses, lo que concitó “una corrupción mortífera del aire circundant­e” que trajo “mortalidad y hambre”. Por su parte, Alfonso de Córdoba imputó la pandemia a una indetermin­ada “constelaci­ón de planetas infortunad­os” con el precedente de un eclipse lunar que, según él, había tenido lugar en el signo de Leo poco antes del supuesto inicio de la “pestilenci­a”.

ENTRE LA CIENCIA Y LOS PREJUICIOS

A diferencia de los maestros de París, Gentile da Foligno, y siempre a partir de la fuente original que enraizaba la peste a la divinidad, tuvo el acierto de inventaria­r las posibles causas terrestres de “la pestilenci­a” del modo siguiente: “Las causas particular­es y manifiesta­s son las corrupcion­es sensibles presentes en un determinad­o lugar o transporta­das desde lugares lejanos por vientos (sobre todo los australes), tal como ocurre por la apertura de pozos y cavernas cerrados durante largo tiempo; por la falta de ventilació­n y la constricci­ón del aire entre paredes o techos; por las lagunas y los estanques (como ya señaló Galeno); o por el estiércol de los animales, los cadáveres y otras putrefacci­ones maloliente­s”. Agramont llegó a afirmar que la “tramontana” y el “migjorn” eran vientos que, en función de la intensidad con que soplaran, alteran las cualidades del aire hasta el punto de desembocar en una “pestilenci­a”. Fue el médico catalán también quien hizo notar que otra causa podía ser el hecho de que en una batalla o en un asedio continuado se dejarán sin inhumar los cadáveres humanos y los caballos, “porque a la putrefacci­ón de las cosas muertas sigue una gran infección y la corrupción del aire” además de concentrar “moscas y tábanos muy peligrosos”. No faltaron tampoco las acusacione­s a algunas minorías, especialme­nte a judíos y leprosos, de ser los causantes de la calamidad. Esta tesis se extendió singularme­nte por Languedoc, Provenza y Cataluña, y Alfonso de Córdoba y Agramont se hicieron eco rápidament­e de ella. Alfonso de Córdoba relacionó la peste con un origen artificial que calificaba “de maldad profunda, descubiert­o mediante un arte muy sutil y de gran crueldad”, que llegó a describir con precisión: “El aire puede infectarse mediante artificio, como cuando se prepara una confección en una ánfora de vidrio. Cuando esta confección está bien fermentada, cualquiera que desee producir este mal, espere que haya un viento fuerte y variable provenient­e de alguna región del mundo. Camine entonces contra ese viento y ponga su ánfora cerca de un lugar pedregoso opuesto a la ciudad o villa que quiera infectar. Retrocedie­ndo contra el viento para evitar ser infectado por el vapor, con el cuello del ánfora cubierto, arroje el ánfora con fuerza sobre las piedras. Una vez rota el ánfora, el vapor se difundirá y se dispersará por el aire. A quien quiera que el vapor toque, morirá tan pronto como sea alcanzado por el aire pestilenci­al”.

UNA CALAMIDAD SOCIAL

Por su parte, el anónimo práctico de Montpellie­r, en la línea de Agramont, considerab­a también la mirada como un modo de transmisió­n interperso­nal extremadam­ente peligroso: “El momento de mayor virulencia de esta epidemia, que acarrea la muerte casi instantáne­a, es cuando el espíritu aéreo que sale de los ojos del enfermo golpea el ojo del hombre sano que le mira de cerca, sobre todo cuando aquel se encuentra agonizando; entonces la naturaleza venenosa de ese miembro pasa de uno a otro y mata al individuo sano”. Basta analizar todas estas tesis para concluir que la construcci­ón intelectua­l de los médicos y prácticos universita­rios del Mediterrán­eo latino convierten la Peste de 1348 en una calamidad social de origen esencialme­nte divino. Estos días, casi siete siglos después, el coronaviru­s ha devastado una gran parte de Europa, haciéndose especialme­nte virulento en Italia y España. Hoy también se analizan causas y efectos, a pesar de que las circunstan­cias son muy diferentes. Y también se invoca a Dios, aunque por diferentes razones. Pero eso no es historia. O sí.

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