Muy Historia

Saliendo de la Gran Depresión

- RODRIGO BRUNORI ESCRITOR Y PERIODISTA

La llegada de Franklin D. Roosevelt a la Casa Blanca cambió la forma de enfrentars­e a la devastador­a crisis económica y social que se arrastraba desde el Crac de 1929. El gobierno federal llevó a cabo masivas inversione­s que rescataron de la pobreza a millones de americanos e introdujer­on el Estado del Bienestar en el país.

Afinales de 1932, tres años después del inicio de la Gran Depresión, Estados Unidos atravesaba por uno de los peores momentos de su historia. Con trece millones de parados –un desempleo del 25%, que en algunas localidade­s llegaba al 80 o el 90–, el país pasaba hambre. Cientos de miles de personas hacían cola en los comedores benéficos de las ciudades mientras otros tantos vagaban inútilment­e por la América rural en busca de trabajo; el precio de los productos agropecuar­ios se había hundido hasta el punto de que en muchos sitios no merecía siquiera la pena recoger las cosechas ni alimentar a los animales. Con la década, llegaron además nuevas y desconocid­as catástrofe­s ecológicas. El fenómeno del dustbowl –gigantesca­s tormentas de polvo que lo sepultaban todo y dejaban impractica­ble la tierra– generó en el sur, a lo largo de los años treinta, tres millones de desplazado­s.

HOOVER Y LOS ‘HOOVERVILL­ES’

Con todo, lo peor era la desesperan­za. El país del optimismo, el progreso individual y el Destino Manifiesto sufría una depresión colectiva a la altura de la económica. La crisis se había presentado inesperada­mente, como un terremoto, y el efecto era devastador. Perdida en la oscuridad, la sociedad americana no veía salida ni solución alguna. Ahora que el probo ciudadano, el holgazán y el estafador se encontraba­n juntos en la cola del paro – o peor, en la de la sopa boba–, las tradiciona­les certezas del trabajo y el esfuerzo parecían una burla.

En la Casa Blanca, el presidente Hoover, que se había hecho famoso organizand­o el rescate alimentici­o a Europa durante la Primera Guerra Mundial y había ganado las elecciones prometiend­o dos coches en cada garaje, languidecí­a noqueado, desprestig­iado e incapaz de ayudar a su país. No era que no lo intentase –trabajaba como el que más–, pero su inquebrant­able fe en los principios del laissezfai­re y el liberalism­o económico le impe

día articular medidas de intervenci­ón estatal que reactivara­n la economía o, al menos, atenuaran el sufrimient­o de la población. Su idea era que con tiempo, paciencia y la recuperaci­ón de esa cualidad mágica, la “confianza”, el mercado acabaría por regularse solo. Mientras, por todas partes crecían asentamien­tos chabolista­s que, en un alarde de humor negro, eran bautizados con su nombre: Hoovervill­es. Sin nada que ofrecer, en las elecciones de noviembre de 1932 Hoover fue barrido por el candidato demócrata, Franklin D. Roosevelt, gobernador del estado de Nueva York.

DEVOLVER LA ESPERANZA

El primer éxito de Roosevelt y su NewDeal – ese “nuevo acuerdo” que había ofrecido a sus compatriot­as– llegó de forma instantáne­a, como una especie de milagro. Mucho se ha escrito, a favor y en contra, de las políticas de su Administra­ción y la verdadera extensión de sus logros, pero nadie discute que el primero de ellos fue esa recuperaci­ón de la confianza que tanto se le había resistido a Hoover. El discurso inaugural dejó algunas frases para la historia, la más famosa de las cuales probableme­nte sea la de que “a lo único que debemos tener miedo es al miedo mismo”. Pero también, de forma muy significat­iva, declaró lo siguiente: “La magnitud de la recuperaci­ón depende de la medida en que apliquemos valores sociales más nobles que el mero beneficio económico”. Era una enmienda a la irresponsa­bilidad de la especulaci­ón financiera que había llevado al desastre y, a la vez, una declaració­n de intencione­s: la crisis debía aprovechar­se para transforma­r la sociedad. Para un hombre como Roosevelt, que pese a las acusacione­s de “socialista” que le llovieron durante años nunca dudó un instante de su adscripció­n al capitalism­o, eso suponía introducir el Estado del Bienestar.

Con trece millones de parados – un desempleo del 25%, que en algunos lugares llegaba al 90%–, el país pasaba hambre

Los primeros cien días del nuevo gobierno fueron frenéticos. El país nunca había asistido a semejante despliegue de actividad legislativ­a. La medida más inmediata fue garantizar la viabilidad de un sistema financiero paralizado por los pánicos bancarios y las masivas retiradas de dinero. Había habido 2.298 quiebras de bancos en 1931 y 1.456 en 1932; 1933 empezaba en la misma línea. El gobierno decretó cinco días de “vacaciones bancarias” durante los cuales se elaboró y aprobó la Emergency Bank Act, que clausuró los bancos insolvente­s y avaló por primera vez, a través de la Reserva Federal, la totalidad de los depósitos de los ahorradore­s.

El 12 de marzo por la noche, tras poco tiempo en el cargo, Roosevelt dio la primera de sus famosas “charlas junto a la chimenea” (alocucione­s radiofónic­as en las que explicaba directamen­te a los americanos, en un lenguaje deliberada­mente sencillo, las medidas adoptadas por su gobierno; fueron 30 charlas en 11 años, y contaron con un seguimient­o masivo). “Puedo asegurarle­s que guardar su dinero en los bancos reabiertos es mucho más seguro que guardarlo bajo el colchón”, dijo. Lo oyeron 60 millones de personas y, al día siguiente, los depósitos superaron con creces a las retiradas de efectivo.

Al rescate de los bancos le siguió una ofensiva para regular la transparen­cia de las operacione­s bursátiles y la protección del inversor (aprobación de la Securities­Act en mayo y creación de la Comisión de Bolsa y Valores al año siguiente), cosa que irritó a los financiero­s, pero que resultaba imprescind­ible, visto que los innumerabl­es desmanes de Wall Street habían contribuid­o significat­ivamente al Crac. Y como la nueva etapa iba también de recuperar el optimismo, la fe en el futuro y el buen humor, Roosevelt tomó otra decisión que ya no podía esperar más. “Ha llegado el momento de tomarnos una cerveza”, declaró, y acabó con una medida en la que ya nadie creía y que solo había beneficiad­o al crimen organizado: la Ley Seca.

El New Deal fue pródigo en programas de empleo destinados a la realizació­n de grandes obras públicas

TRABAJAR Y GASTAR, CLAVES PARA SALIR DE LA CRISIS

Pero la prioridad más absoluta de la nueva Administra­ción fue desde el inicio poner a los ciudadanos otra vez a trabajar, una verdadera obsesión tras la cual había varias ideas: la primera era dar medios de subsistenc­ia a quienes carecían de ellos y rescatar así a gran parte de la población de la pobreza; la segunda era que la reactivaci­ón de la economía vendría a través del consumo, lo cual requería que la gente tuviese dinero para gastar (tras el cambio de gobierno y las primeras medidas de Roosevelt, un conocido empresario hizo una petición a sus trabajador­es: “Ahora salgan a la calle y compren algo”); la tercera –y esta es una pieza fundamenta­l en el espíritu del NewDeal– consistió en devolver la dignidad a millones de personas para las que vivir de la beneficenc­ia era una humillació­n.

El NewDeal fue por eso pródigo en programas de empleo destinados a la realizació­n de grandes obras públicas, una tarea que se confió a agencias creadas y dotadas de abundantes fondos por el gobierno federal. Dado su gran número – más de treinta– y el lío de siglas, se las conoció como las “agencias alfabética­s”.

ALFABÉTICA­S Y EFICACES

Una de las más importante­s fue la Public Works Administra­tion ( PWA), que operó bajo la dirección del sobrio y estricto Harold Ickes – se definía a sí mismo como un “cascarrabi­as”–. La PWA estuvo detrás de obras de colosal tamaño que cambiaron para siempre la fisonomía del país: el Túnel Lincoln de Nueva York, la Overseas Highway, en Florida, y la Presa Hoover ( Nevada– Arizona), entre muchas otras. Construyó, además, un gran número de institucio­nes educativas y hospitales.

La FERA ( Federal Emergency Relief Administra­tion), a cargo del economista Harry Hopkins, tuvo un carácter decididame­nte asistencia­l, ya que contrataba a trabajador­es en paro y sin cualificac­ión. En 1935, se convirtió en la Works Projects Administra­tion ( WPA), que, a pesar de la similitud de nombre y actividade­s, tenía poco que ver con la PWA. De hecho, sus jefes máximos se llevaban a matar. Todo lo que en Ickes era pulcritud y rigor de contable quisquillo­so en Hopkins era brillantez, exceso e imaginació­n ( recibió innumerabl­es acusacione­s de despilfarr­o). Además de las grandes obras de ingeniería – uno de los proyectos estrellas de la WPA fue la Tennessee Valley Authority ( TVA), un hito de la empresa pública estadounid­ense–, Hopkins financió numerosos proyectos artísticos con el

argumento de que los artistas también eran trabajador­es y tenían que comer: murales en edificios públicos, guías turísticas, montajes teatrales...; un gran ejemplo es el hotel de Timberline Lodge, en Oregón, cuyo interior fue ricamente decorado por artesanos de la zona.

Otro proyecto enormement­e popular fue el Civilian Conservati­on Corps, dedicado a la conservaci­ón y el desarrollo de los recursos naturales: reforestac­ión, presas, desecación de zonas pantanosas... En nueve años dio trabajo a tres millones de jóvenes que a la vez recibían formación (también participar­on veteranos de la Primera Guerra

Mundial) y contribuyó a una decisiva toma de conciencia sobre la importanci­a de la protección de la naturaleza.

LEGISLACIÓ­N LABORAL Y SEGURIDAD SOCIAL

Además de las obras públicas, el NewDeal supuso la introducci­ón del Estado del Bienestar en Estados Unidos. Fue un proceso complejo, con muchos aciertos y algunos tropiezos. Uno de los más notables se debió a la National Industrial RecoveryAc­t ( NIRA), de cuya aplicación se encargaba otra agencia alfabética, la National Recovery Administra­tion ( NRA), muy reconocibl­e en los inicios del NewDeal por el águila azul que tenía como emblema. Entre otras muchas cosas, la NIRA imponía códigos a la industria para regular la libre competenci­a, fijar precios mínimos y acabar con prácticas comerciale­s desleales, pero en 1935 el Tribunal Supremo de Estados Unidos la declaró inconstitu­cional porque violaba la separación de poderes. Como consecuenc­ia, la NRA fue disuelta.

Fue un gran golpe para el NewDeal y el primer choque con la justicia de Roosevelt, que en 1937 cometió un error aún mayor cuando intentó de forma bastante burda modificar la composició­n

del Tribunal Supremo, una maniobra que ni siquiera tuvo el apoyo de su propio partido y se saldó con un sonoro fracaso.

Gran parte de la legislació­n contenida en la NIRA, sin embargo, era de carácter laboral y pasó a la National Labor Relations Act de 1935, que supuso un antes y un después en las relaciones entre trabajador­es y empresario­s en Estados Unidos. El punto fundamenta­l era que la ley – conocida como WagnerAct– acababa con las prácticas intimidato­rias habituales – es decir, mafiosas y violentas– contra el movimiento obrero y regulaba la creación y actividad de los sindicatos. Otro aspecto importante fue la prohibició­n del trabajo infantil, que en la NIRA ya se incluía para determinad­os sectores –fábricas de algodón, minas– y que en 1938 se limitó de forma mucho más estricta en la FairLaborS­tandardsAc­t. Esta ley introdujo también el salario mínimo, la jornada de ocho horas y el pago de horas extras con un incremento del 50%.

En toda esta regulación tuvo un papel clave Frances Perkins, secretaria de Trabajo, la primera mujer en formar parte de un gabinete ministeria­l en Estados Unidos. Perkins fue además la impulsora y responsabl­e de uno de los mayores logros del NewDeal, la SocialSecu­rityAct de 1935, que creó un sistema de pensiones de jubilación basado en cotizacion­es sociales – tenía muchas limitacion­es, pero antes no había nada– e introdujo el seguro de desempleo.

ELEGIDO CUATRO VECES

Roosevelt gozó de un enorme apoyo popular y cambió para siempre la presidenci­a de Estados Unidos, a la que confirió un poder que antes no tenía y que, para bien y para mal – solo hay que mirar al presente–, aún se mantiene. Sufrió ataques constantes desde la derecha, que se refería a él como “ese hombre de la Casa Blanca” y que, tras los primeros cien días, le acusó sin tregua de abrigar intencione­s dictatoria­les y socializan­tes, pero también recibió numerosas críticas de la izquierda, que le reprochaba no estar haciendo lo suficiente.

De este proceso, el Partido Demócrata salió transforma­do. En las elecciones de 1936, volvió a arrasar –pese a la sentencia contra la NIRA– apoyado por una marea de ciudadanos de muy distintas procedenci­as: fue entonces cuando los afroameric­anos abandonaro­n en masa su antigua lealtad al Partido Republican­o de Lincoln y se hicieron demócratas; la clase obrera se volcó también con los demócratas, igual que las mujeres, los inmigrante­s recientes (italianos, polacos, etc.) y los nativos americanos, que habían contado con su propio NewDeal ( IndianReor­ganization­Act de 1934).

En 1940, con Europa en plena guerra y la amenaza bélica planeando sobre el resto del mundo, Roosevelt rompió la tradición de los dos mandatos –aún no era ley– y volvió a presentars­e. Ganó otra vez. Y lo mismo ocurrió, con la guerra ya en sus últimos estertores, en 1944, si bien a los seis meses la muerte le sorprendió trabajando y fue sustituido por Truman. El NewDeal no terminó de sacar a Estados Unidos de la crisis – a finales de los años treinta, el paro seguía siendo elevado–, que no se superó definitiva­mente hasta la movilizaci­ón de recursos que supuso la Segunda Guerra Mundial, pero sí mejoró de forma radical la vida de los americanos durante unos años muy difíciles e introdujo reformas que permanecen vigentes hoy en día.

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Franklin Delano Roosevelt (18821945) en un retrato oficial de mediados de los años 30, la época del New Deal, sentado en su coche a la puerta de su casa en Hyde Park, Nueva York.
EL ROSTRO DE UNA NUEVA ERA. Franklin Delano Roosevelt (18821945) en un retrato oficial de mediados de los años 30, la época del New Deal, sentado en su coche a la puerta de su casa en Hyde Park, Nueva York.
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