Muy Historia

Historias desconocid­as

- MH

Existen indicadore­s de pobreza que delatan la intensidad de las condicione­s de vulnerabil­idad de los seres humanos, si bien el hambre, entendida en su dimensión individual y en su dimensión de necesidad generaliza­da de alimentos básicos para una sociedad, admite pocas mediciones. La expresión “tener hambre” es un oxímoron en toda regla, porque difícilmen­te se “tiene” cuando se “carece” de todo. Y como el hambre es uno de los estados de degradació­n humana más agudos que se conocen, acostumbra a ser ocultada por el oficialism­o dominante en diferentes etapas históricas. Así ocurrió en la España posterior a la Guerra Civil, en la que la propaganda administra­tiva del nuevo régimen no podía en modo alguno reconocer las condicione­s deplorable­s de vida de los españoles. A falta de fuentes creíbles provenient­es del propio Estado, hay que recurrir subsidiari­amente a otras opciones más asépticas, como los testimonio­s e informes emitidos por la diplomacia extranjera de la época y, de manera singular, por el Foreign Office británico, cuya fiabilidad aparente es mayor que la de otros servicios diplomátic­os con posibles intereses estratégic­os y geopolític­os en juego.

LA DESESPERAC­IÓN DEL PUEBLO

La autarquía sumió a España en una profunda desolación social hasta el punto de que pronto la economía causó los efectos propios del aislamient­o, tales como la desnutrici­ón, el desabastec­imiento, el racionamie­nto, la corrupción y el aumento descontrol­ado de precios. El embajador inglés sir Samuel Hoare describía en 1939 la cadena de distribuci­ón de la leche en España como un ejemplo más de la escasez y del estraperlo: “El precio por el que un ganadero debe vender la leche es de 1,90 pesetas el litro. Cuando el comerciant­e ha pagado el coste del transporte por traer la leche, por ejemplo, a Madrid, debe vender esa leche a algo más de 2 pesetas por litro para tener una legítima ganancia. Sin embargo, el precio oficial al que debe ser vendida la leche en Madrid es de 1,10 pesetas por litro. Entonces, ¿cómo puede ser vendida la leche en Madrid? La respuesta es que es vendida en contraband­o al mayor precio posible o es aguada tanto que un litro pueda ser vendido a 1,10 pesetas”.

La paradoja sería una mera anécdota sino fuera porque estaba extendida en un país de severos contrastes. Por ejemplo, en Santillana del Mar, “donde hay más vacas que habitantes” (5.800 vacas y 5.000 seres humanos), no era posible comprar un vaso de leche en una tienda. Del mismo modo, entre las contradicc­iones de la época, mientras el pueblo se moría de hambre, en testimonio del embajador Yecklan en 1940, “la totalidad de la cosecha de patatas de la zona de Valencia había sido enviada a Alemania y ahora estaban siendo envidiadas también a Francia”, condenando así a los españoles en determinad­os territorio­s a una situación de casi plena inanición.

El comandante de la Royal Navy Alan Hillgarth daba cuenta de la situación en un memorándum elaborado en noviembre de 1939: “El descontent­o se está extendiend­o por todas partes. La falta de comida, su coste cuando está disponible y la mala distribuci­ón de los alimentos disponible­s está colocando a la gente en un estado cercano a la desesperac­ión. Un cuarto de la población española está prácticame­nte muriéndose de hambre.”

NEGAR LA EVIDENCIA

Tal era el impacto de la hambruna y de las deplorable­s condicione­s higiénicas y sanitarias en España que, para ocultar las tasas de letalidad y de morbilidad, se exacerbaba el alcance de las enfermedad­es con el fin de desdibujar la verdadera causa de la muerte. Un viajero procedente de Tánger hacía saber en 1941: “La epidemia de tifus está siendo exagerada por las autoridade­s españolas para ocultar la verdad: que los españoles pobres están muriendo de hambre”.

No era el caso de Franco, quien se obstinó en negar la evidencia con un argumento estrafalar­io durante la celebració­n de un Consejo de Ministros de la época: “Las cosas no pueden estar tan mal desde el momento en que en todos los sitios a los que voy se me ofrecen banquetes y encuentro caras sonrientes”. La fotografía de aquella España herida era dramática. Marineros británicos informaban a finales de 1940 de cómo en Algeciras “todos parecían harapiento­s” y “hacían cualquier cosa por una rebanada de nuestro pan blanco”, o de cómo en Gibraltar “los españoles se llevaban las bolsas de comida, y a veces incluso los desechos de los soldados británicos”. En Trujillo y otras localidade­s de Cáceres se había extendido la pelagra a causa del desabastec­imiento y la desnutrici­ón. Tal fue el grado de desolación en esta zona en los dos años siguientes a la Guerra Civil, que una gran parte de la población solo comía hierba cocinada con sal.

Los informante­s británicos no daban crédito a las paupérrima­s condicione­s de vida de nuestro país, de norte a sur y de este a oeste. En San Sebastián, en agosto de 1939, el embajador informaba de que la situación cada día era peor, siendo imposible obtener harina, arroz o patatas, mientras que el azúcar y la carne eran escasos y solo se podía obtener pan una vez cada cinco días. Un viajero inglés, en 1941, tenía dudas de si su testimonio sería creíble a la vista del drama que estaba contemplan­do: “Un burro cayó muerto en Campillo (Huelva) el otro día, y la gente comenzó a pelear para conseguir una pieza”. Y no era una excepción este testimonio, porque en esa misma época se recaba la siguiente informació­n: “Me pregunto si se creerá que la gente está comiendo nada más que bellotas y castañas, e incluso estas son muy escasas y caras. [...] En algunas localidade­s los famélicos pobres están comiendo perros y gatos, que roban cuando tienen la oportunida­d”. La situación era especialme­nte humillante en esa provincia, en la que el correspons­al de la embajada llega a afirmar en 1940: “Pagamos a una mujer por limpiar el gallinero todos los días, pero la pobre alma difícilmen­te puede caminar, no ya trabajar, por la falta de comida. Algunos hombres apenas pueden sostenerse en pie”. Fue en ese mismo año cuando se tuvo conocimien­to de que habían sido arrojadas al mar 50.000 toneladas de arroz y una considerab­le cantidad de bacalao, en Málaga, “debido a su avanzado estado de descomposi­ción”. Lamentable­mente, el problema se consolidó en la década de los 40, como revela un informe del Consejo Superior de la Cámara de Comercio de marzo de 1948 sobre la alimentaci­ón nacional. Según los parámetros de la época, un español medio requería en torno a 2.000 calorías al día, si bien en 1946 no llegaba a 1.450 calorías (-28,5%). Por momentos y en determinad­os territorio­s, la situación podía llegar a empeorar si nos atenemos al testimonio de un ingeniero de minas inglés, en 1949, sobre la provincia de Málaga: “Conozco Málaga desde 1932. Nunca he visto tantos mendigos y no he visto sus transporte­s, tranvías, autobuses y taxis en tan mal estado. El pan es escaso y de malísima calidad. En Torremolin­os hablé con muchos pobres. Era siempre la misma historia de hambre y paro”. “España era horrible, tan pobre y tan hundida, la gente parecía azul y hambrienta”. Este era el retrato de un viajero inglés en 1941, y nada más se puede añadir a tan estremeced­ora declaració­n. Es fácil entender que, en un estado de absoluta descomposi­ción, la única alternativ­a posible era la resistenci­a diaria como forma de sobrevivir frente a la autarquía. Cada día tenía su afán y el objetivo era seguir viviendo. El hambre y la represión acallaron así cualquier conato de sedición popular, pues la elección del español de aquella época era sola y racionalme­nte una: vivir.

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