SUICIDIO ANTES QUE RENDICIÓN
La mañana del 15 de junio de 1944, navíos de transporte americanos llegaron a la costa suroeste de Saipán para que desembarcaran 8.000 marines. Aunque la isla había sido previamente bombardeada por barcos y aviones, en la playa quedaban intactos varios emplazamientos de artillería. Asimismo, los japoneses habían instalado minas y vallas con alambre de espino al borde del agua. Los americanos fueron recibidos con una lluvia de balas y explosiones que produjo un infierno de cadáveres, lanchas de desembarco carbonizadas y olor a pólvora. Esta agresiva defensa dejó 2.500 marines muertos, pero no fue capaz de frenar el avance aliado. Al día siguiente, la Marina llevó refuerzos del ejército que comenzaron a avanzar tierra adentro. A lo largo de esa semana, los japoneses fueron retrocediendo cada vez más hasta que los aproximadamente 5.000 hombres que quedaban se encontraron con la espalda contra el mar y comprendieron que la única opción que tenían era un ataque a la desesperada. Pero además, una vez concluidas la carga banzai y la batalla de Saipán, cientos de soldados y civiles japoneses se escondieron en los acantilados y cuevas de la isla. Cuando los americanos les conminaron a que se rindieran, casi todos prefirieron el suicidio. Las madres saltaban abrazadas a sus hijos desde los acantilados. Debajo les esperaba el mar, bajo cuya superficie se extendían afifififififilados afilados corales.
mero de pérdidas. Un piloto por barco era un precio que cualquier oficial estaría dispuesto a pagar, obviando, claro está, la dimensión ética y moral de la nueva táctica. La única pega era la necesidad de reclutar suficientes voluntarios como para que los vuelos suicidas acabaran convirtiéndose en una amenaza real y duradera para el enemigo y minaran su moral hasta el punto de renunciar a la rendición japonesa.
La realidad era que Japón estaba perdiendo la guerra estrepitosamente en el aire ( y no solo) y que las pérdidas de pilotos convencionales superaban a esas alturas de la contienda el 50%. El país del Sol Naciente tenía dos opciones: la más sensata era asimilar esa realidad y rendirse; la otra, seguir luchando hasta la última sangre pero dando un golpe de efecto que pudiera compensar la abrumadora superioridad estadounidense en todos los frentes. Venciendo sus reticencias iniciales y su firme convicción de que enviar a jóvenes japoneses al matadero de esa forma no era ético ni razonable, el almirante Takijiro Onishi, un piloto excepcional y un oficial de enorme experiencia, cedió a las presiones de su entorno y finalmente, en el otoño de 1944, dio luz verde a la formación de unidades de Ataque Especial con el apoyo unánime y sin fisuras del Alto Mando.
PILOTOS INEXPERTOS, AVIONES OBSOLETOS
En un principio, Onishi pretendía que el uso de pilotos suicidas se limitara al marco de la Operación Sho, en Filipinas, entre otras cosas porque la escasez de aviones en el bando nipón era a esas alturas realmente alarmante, lo que a priori excluía la posibilidad de hacer de los ataques especiales un procedimiento regular y permanente. Sin embargo, la entusiasta acogida de la propuesta no solo entre los oficiales sino por parte de los propios pilotos pronto llevó a centrar todos los recursos y esfuerzos de la guerra en el aire en el adiestramiento y empleo de las unidades kamikazes. Onishi sabía que la aviación japonesa no era rival de la estadounidense en el cuerpo a cuerpo, por lo que el objetivo, a partir de octubre de 1944, fue evitar el despegue de los cazas americanos inutilizando sus pistas: para ello se cargaba cada aeroplano con doscientos cincuenta kilogramos de explosivos y se estrellaba contra la cubierta del portaaviones, generando así graves daños materiales y un devastador impacto psicológico en las filas del ejército estadounidense.
Los ataques suicidas tenían otra valiosa ventaja: la experiencia en vuelo de los pilotos reclutados para el programa era irrelevante. La mayoría de ellos recibía una instrucción precaria de no más de cincuenta horas de vuelo, cuando en los buenos tiempos de la aviación japonesa se consideraba que el mínimo indispensable para pilotar con destreza un caza de combate era de unas cuatrocientas horas. Muchos de ellos apenas habían recibido mínimas nociones sobre técnicas de aterrizaje; al fin y al cabo, no se esperaba de los kamikazes que volvieran a la base. Su trabajo consistía en seguir al jefe de escuadrón y lanzarse en picado contra el objetivo. Contra todo pronóstico, la acogida del nuevo programa de Onishi fue extraordinaria. Había, de hecho, más voluntarios dispuestos a inmolarse por la patria y por el emperador que aviones disponibles. Otra evidente ventaja de los vuelos suicidas era que el ejército japonés podía utilizar incluso sus aparatos más obsoletos, inservibles para el combate convencional. Lo realmente importante era salvar las vidas de los pilotos más expertos, los únicos capacitados para pilotar con garantías en una batalla aérea; todos los demás eran sacrificables.
En el otoño de 1944, el almirante Onishi creó las unidades de Ataque Especial o kamikazes ‘oficiales’