24 DE JULIO, POTSDAM
Truman no tenía interés en darles a los rusos mucha información sobre secretos militares americanos, pero había dos poderosas razones para dejarle entrever algo a Stalin. Desde 1942, el Ejército Rojo era la fuerza terrestre más grande y potente del mundo y la confianza de los soviéticos estaba en su punto álgido, como reflejaban sus exigencias en las duras negociaciones que estaban teniendo lugar tras la victoria aliada en Europa. Por eso, era útil que EE UU pusiese un as sobre la mesa, pero además había que mantener una buena relación con la URSS, que había sido un socio crucial en la lucha contra los alemanes y probablemente se sumaría a la batalla final contra Japón. Si Truman usaba la bomba sin comunicárselo antes a los rusos, se sentirían gravemente ofendidos.
Truman y Stalin habían hecho un alto en las conversaciones y el segundo estaba de pie, fumando un cigarrillo tras otro. El presidente americano se le acercó. “Tenemos un arma de una fuerza destructiva completamente inusual”, le dijo sin preámbulos, convencido de que sus palabras causarían una reacción inmediata. Pero Stalin no se mostró impresionado en lo más mínimo. “Espero que hagan buen uso de ella contra Japón”, replicó escuetamente. No había razón para la sorpresa: los espías soviéticos tenían a Stalin puntualmente informado sobre la evolución de la bomba. Sabía del Proyecto Manhattan desde mucho antes que Truman [ver artículo en página 46].