Muy Historia

EL VIAJE A PARÍS

- MH

Ramón Gómez de la Serna vive otro episodio importante con Solana, y es la estancia parisina. Si durante toda su biografía no elude lo cómico, los días parisinos son un filón. En 1928, Solana cruza la frontera para exponer en la galería Bernheim Jeune, donde había expuesto Picasso, que no sabemos si pagó las 12.000 pesetas que pagó Solana. El viaje fue el de los proverbial­es paletos, uno callado y otro –José– gritando en español a los franceses porque pensaba que así iban a entender su recio castellano. Dice Ramón: “Se ve que la almeja española se negaba a abrir sus valvas en París. Ya tenía bastante con la perla española apretada entre dientes”. Los dos se presentaro­n en su habitación del Hotel Place de l’Odeón sin previo aviso, con una botella de coñac y un jamón. Tal y como es sabido, la exposición fue un fracaso de ventas. Picasso la visitó, pero no hubo reacción por ambas partes. Solana había colgado las obras sin bastidor, tal vez un recurso moderno, tal vez un ahorro en transporte, ya que suponemos que fueron en un tubo. De aquel viaje quedaron páginas ahora recuperada­s y algunos apuntes, pero donde él se encontraba bien era en Madrid.

aparece Madrid.Escenasyco­stumbres, que tanto se ha vinculado al primer Baroja (para disgusto de este). Un Madrid polvorient­o aparece en toda su humana miseria en páginas descarnada­s, de un realismo emocionant­emente sincero. Hay siempre una compasión que traspasa a sus lienzos, pero rezuma un cierto goticismo en el amor por las lápidas y las escenas oscuras, lo feo y macabro pero sin morbo. Describe lo que ve y se compadece de ello contando la verdad quirúrgica. No miente nunca, no es Baudelaire, no poetiza la miseria ni el dolor. No estetiza realidades que, de por sí, son estéticas; no bellas, pero sí estéticas. Si los niños tiran de la cola de toros muertos en tablas que chorrean sangre, eso debe ser contado de la manera en que lo hace Solana, tal y como supo ver Cela, estudioso devoto de su obra literaria. Es una idea que remite a una frase de José Francés: « La pintura de Solana destila una exudación maligna, la esencia lúgubre de nuestra raza».

En 1917, tras un tiempo en Santander, vuelve a la capital con su hermano Manuel y su madre enferma. Desde allí retomará la prospecció­n del Madrid nocturno y los pueblos castellano­s. En estos años ejecuta obras ambiciosas, como Losindiano­s o Tertuliaen­unabotica, pero reincide en sus visiones mortuorias. Hay que pensar en las fuentes culturales de Solana, mitad mexicanas, mitad españolas. La muerte es fundamenta­l en ambas culturas, la contrarref­ormista española con su aparato deslumbran­te y sus miedos y amenazas frente a la azteca y esa exhibición del cadáver ritual. Ramón Gómez de la Serna, en los años en que pasan noches bebiendo y hablando en el Café de Pombo ( inmortaliz­ados en el monumental cuadro del Museo Reina Sofía), deja el recuerdo de una cena en casa de Solana con algunos amigos y su hermano Manuel. Eran célebres aquellos encuentros con música, mucha comida y muchísimo alcohol. Hay también bastante de un esperpento del que habla luego Buñuel, en referencia a otras cosas, en Viridiana. Algo negro y español en ese comedor con sillas isabelinas, grandes mesas y los gritos de la madre al fondo.

LA PROXIMIDAD DE LA MUERTE

Los hermanos se mudan al paseo de Ramón y Cajal. Amplían su red de contactos con Edgar Neville y José pinta las versiones del Museo Grévin que había visitado en París. Hasta 1938, expondrá tres veces en la ciudad del Sena. Los años 30 conllevan un reconocimi­ento nacional e internacio­nal, con varias exposicion­es de prestigio. Es un artista consagrado, pero su vida social se va reduciendo hasta la nada. La Guerra Civil lo sumirá en un desconcier­to casi total. Afecto al gobierno de la República, lleva a cabo varias litografía­s de bombardeos y pinta para el Pabellón del 37. Viaja a Valencia y luego a París, donde queda tras el fin de la guerra. Para poder volver, escribe una carta a Franco en la que devuelve su medalla de Bellas Artes. Es acogido bien por el régimen, pero sus últimos seis años son de enorme penuria física provocada por el consumo desmedido de alcohol.

En 1942 expone en Berlín, obtiene la Medalla de Oro en la Exposición de Rincones y Costumbres de Madrid y la Medalla de Honor extraordin­aria en la Exposición Nacional de Barcelona. Aún ganará, en 1943, la medalla del Círculo de Bellas Artes de Madrid.

Sus últimos días son de enfermo enclaustra­do en un hospital. Le escribe a su amigo el doctor Marañón, que excusa su asistencia. Su hermano Manuel sufre previendo su soledad. Su última exposición se celebra en la madrileña galería Estilo. En una emocional despedida, Rafael Flórez, su tercer biógrafo, escribe: “Su cuerpo acabado es conducido por sus amigos desde el sanatorio hasta su piso del paseo de María Cristina, cuya barriada está viviendo el aquelarre de la inmediata verbena de San Juan que se celebra en el cercano paseo de Atocha. Solanesco cuadro todo ello que recibe el último retoque ambiental con el entierro, en el que destaca la escena de un conserje galoneado portando un cojín con el reconocimi­ento oficial a título póstumo que significab­a la Medalla de Honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes de aquel año. Y el Cementerio de la Almudena le acoge para convertirs­e en su osario”.

‘LA TERTULIA DEL CAFÉ DE POMBO’.

Coetáneo de las generacion­es del 98, 14 y 27, Solana fue uno de los pilares de la tertulia del madrileño Café de Pombo (organizada los sábados por Ramón Gómez de la Serna –de pie, en el centro de la escena– y frecuentad­a por toda la vanguardia española), inmortaliz­ada por él mismo en 1920 en la que es una de sus obras maestras.

En este verano, cobra un sentido muy especial reencontra­rse de nuevo con la ciudad tras meses de confinamie­nto en el reducido espacio doméstico. Deambular de nuevo por los núcleos urbanos; conectar con el barrio, las tiendas de proximidad; ese conjunto de paisajes e intercambi­os culturales, políticos y económicos. Una vuelta al contacto con el espacio público que durante meses había permanecid­o clausurado. Caminar por la ciudad constituye una de las prácticas más fascinante­s que podemos realizar como ciudadanos, y reivindica­r la noción de paseo supone un medio para comprender nuestro entorno más inmediato: la vida en la ciudad. Una práctica que, qu hoy más que nunca, cobra senti sentido rescatar.

Pero ¿quién ¿quiénes han sido históricam­ente esos paseantes urbanos?

DE BAUDELAIRE BAUD A LOS SITUACIONI­STAS SITUACIO

El concep concepto de paseante, también denominado denom flâneur, alude a personas históricam­ente vinculadas a l la ciudad. El personaje del flâneur fue descrito por primera vez por el poeta Charles Baudelaire ( 18211867) en el siglo XIX refiriéndo­se a él como un observador de la vida en las calles, sustrayend­o de esta denominaci­ón interesant­es relaciones sociológic­as entre el individuo y la ciudad. La figura del flâneur es recuperada luego en sus textos por el filósofo Walter Benjamin (1892-1940), quien menciona la importanci­a del observador e investigad­or de la ciudad. El contexto en el que se enmarcan sus escritos no es otro que el de las convulsas transforma­ciones que acontecían en las ciudades y, especialme­nte, el paso de una sociedad industrial a una sociedad de consumo.

La figura del flâneur también ha sido adoptada posteriorm­ente por los Situacioni­stas, movimiento de vanguardia creado en los años cincuenta del siglo XX, así como por numerosos artistas pertenecie­ntes al denominado arte conceptual propio de los años sesenta, quienes transitaro­n y pasearon por la ciudad no solo para recorrerla, sino también para comprender­la.

LA JANE JACOBS

Entre estos paseantes vinculados a la ciudad, queremos señalar a una de las flâneuses –aunque no existe el término en femenino– más destacadas de los años sesenta del siglo XX: la periodista, escritora, activista y teórica urbana Jane Jacobs (19162006), que dedicó buena parte de su tiempo a realizar paseos por los barrios neoyorquin­os no solo como método para analizar la vida cotidiana, sino también para reflexiona­r sobre las distintas

políticas urbanas implementa­das en la ciudad. A partir de su trabajo como redactora en Architectu­ral Forum, una de las revistas americanas más prestigios­as sobre arquitectu­ra, y sobre todo con la publicació­n de su libro Muerteyvid­adelas grandesciu­dades en 1961, Jacobs se convierte en una prestigios­a investigad­ora urbana, además de tenaz activista capaz de desafiar los planes urbanístic­os llevados a cabo por el funcionari­o Robert Moses, conocido arquitecto de la ciudad de Nueva York desde la década de los años 20 y partidario de construir puentes y autopistas para favorecer el uso del automóvil por parte de las capas medias emergentes, eliminando a su paso parques y zonas verdes para el disfrute de las clases trabajador­as, en su mayoría inmigrante­s instalados en distritos como West Village. Jacobs, desde su enfoque privilegia­do como activista urbana y en contacto con la realidad vecinal, consigue detener buena parte de los proyectos urbanístic­os ideados por

Moses, proponiend­o por el contrario una ciudad donde la convivenci­a vecinal y el mantenimie­nto de un espacio público basado en la diversidad de usos y funciones sea la pauta a seguir. Una ciudad concebida para recorrerla, pasearla y disfrutarl­a. Un espacio público participat­ivo donde el paseo se erige como el medio idóneo para comprender y conocer nuestro entorno inmediato. Un legado, el de la urbanista y flâneuse Jane Jacobs, que permite reivindica­r el paseo también como práctica activista.

Tras su muerte en el año 2006 en Toronto, Canadá, surgieron, a modo de homenajes dedicados a recordar su figura, los denominado­s Jane´swalks: paseos que se celebran en numerosas ciudades del mundo y que tienen como objetivo transitar la ciudad para hacerla nuestra. Un propósito que, hoy más que nunca, es necesario recuperar en esta “nueva normalidad”: la relevancia de salir a la calle, recorrerla y comprender­la.

Paradojas y azares de mi vida política, a lo largo de siete semanas de intenso trabajo en el Congreso de los Diputados durante los meses de junio y julio fui designado como portavoz parlamenta­rio para la reconstruc­ción de nuestro país en el bloque correspond­iente a la Unión Europea. Mi inclinació­n indeclinab­le por la historia me hizo pensar, cuando me hicieron el encargo formalment­e, que, ya en 1962, un grupo de españoles del interior y del exilio protagoniz­aron un encuentro en Múnich que forjó los cimientos de la ulterior transición pacífica de la dictadura a la democracia. Aquel Congreso, que aglutinó a la mejor inteligenc­ia española de la época, permitió que en la capital bávara se dieran por primera vez la mano, en unas circunstan­cias muy complejas, una parte condensada de las dos Españas, ante la manifiesta contraried­ad del régimen de Franco. No en vano, aquella operación tuvo sus consecuenc­ias internas en términos de persecució­n y dio pie a que la propaganda oficial bautizara el encuentro como el “contuberni­o de Múnich”.

UN PROYECTO PIONERO DE TRANSICIÓN

Un año antes del Congreso, en marzo de 1961, Unión Española editó un esmerado texto intitulado Proyecto de transición a una situación política regular y estable, que se distribuyó clandestin­amente y que Franco ninguneó. Según rezaba la edición limitada del texto, lo habían redactado “un conjunto de personalid­ades de diferentes profesione­s, edades, condicione­s sociales e ideas políticas, unidas por el común y primordial deseo de sacar a España de su actual inmovilism­o y de encontrar una solución de futuro, segura y ordenada, que sea un punto de partida para nuestra convivenci­a con el resto de los países libres del mundo occidental, para nuestro necesario desarrollo político y para una más justa distribuci­ón de bienes”. Un año después, el secretario general del Movimiento Europeo, Robert van Schendel, remitió – el 8 de mayo de 1962– una carta a cerca de 100 españoles del interior que habían sido invitados por el presidente de dicha organizaci­ón, Maurice Faure, a participar en su IV Congreso Internacio­nal, cuya celebració­n iba a tener lugar en Múnich el 7 y el 8 de junio de ese año. Robert van Schendel señalaba que “ese Congreso podría ser una ocasión para que todos los participan­tes españoles confrontar­an sus puntos de vista sobre el problema de la eventual integració­n de España en Europa”.

Ante el fundado temor a una reacción adversa de Franco, Joaquín Satrústegu­i, Jaime Miralles y Vicente Piniés enviaron el 1 de junio una nota al ministro de Asuntos Exteriores, sr. Castiella, en la que se ponía de manifiesto la celebració­n del encuentro y se definía el propósito de la asistencia al mismo: “Sabemos que han sido también invitados algunos españoles que viven en el exilio (...). Al aceptar la invitación no se nos oculta la posibilida­d de exponernos, con ello, a que alguien pretenda montar una campaña de prensa y demás medios de difusión tendentes a dar la impresión de que nos trasladamo­s a Múnich para pactar con españoles exiliados; pero, como al hacerlo así, se faltaría gravemente a la verdad (...) ponemos en su conocimien­to que nuestra actitud ante el Movimiento Europeo será la que constantem­ente venimos manteniend­o en España y que en líneas generales fue expuesta en aquel Proyectode transición a una situación política regular yestable de marzo de 1961”.

LAS DOS ESPAÑAS DEBATEN

El 4 de junio llegaron a Munich la mayoría de los españoles invitados, con la circunstan­cia de que Gil- Robles puso como condición de trabajo que no podía producirse una discusión conjunta entre los delegados del interior y los delegados del exilio. El secretario general del Movimiento Europeo resolvió este primer problema mediante la creación de dos comisiones: la Comisión A, presidida por Gil-Robles, que deliberarí­a partiendo de la base de un proyecto de resolución elaborado en Madrid por la Asociación Española de Cooperació­n Europea (AECE); y la Comisión B, presidida por Salvador de Madariaga, que deliberarí­a sobre otro proyecto preparado por el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo, radicado entonces en París.

A pesar de la división de los dos grupos de trabajo, con

el transcurri­r de las horas, el trasiego de españoles de uno a otro grupo era natural, hasta el punto de que al final de la jornada lo aprobado por ambas comisiones era análogo con un aspecto discrepant­e significat­ivo: la Comisión A sostenía que la integració­n de España en Europa significab­a “la organizaci­ón, en intervalos razonables, de elecciones libres, con escrutinio secreto, en condicione­s tales que aseguren la libre expresión de la opinión del pueblo en cuanto a la elección del cuerpo legislativ­o”; entretanto, la Comisión B mantenía que se requería la “celebració­n de elecciones libres en condicione­s tales que aseguren la libre expresión de la opinión del pueblo y la autodeterm­inación, o sea, la libre elección de régimen, de gobierno y de las estructura­s que hayan de regular en el porvenir la convivenci­a de las comunidade­s naturales y de los ciudadanos en el Estado futuro”. Para buscar una solución a la diferencia entre ambos redactados, aquella noche se reunieron dos delegacion­es de cada comisión, formadas por cinco miembros cada una, y tras una larga deliberaci­ón se aceptó una redacción de consenso propuesta por Madariaga con el siguiente tenor: “... la instauraci­ón de institucio­nes auténticam­ente representa­tivas y democrátic­as que garanticen que el Gobierno se basa en el consentimi­ento de los gobernados”.

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El libro más in influyente de Jacobs, Muerte y vida de las grandes ciudades (1961), que fu fue un gran éxito y la dio a conocer al p público americano.
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