Muy Historia

El esplendor de los maharajás

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REYES SIN CORONA.

En esta fotografía de 1890, Su Alteza el maharajá RajaI-Rajgan de Kapurthala (1872-1949), vestido de negro, preside el Consejo de Estado. Bajo el dominio británico, la India se convirtió en un país unitario, pero cada maharajá gobernaba su territorio junto con sus ministros y consejeros.

Rudyard Kipling ( 1865- 1936), narrador y poeta británico nacido en Bombay y autor de Ellibro delastierr­asvírgenes ( Ellibrodel­aselva), dijo en cierta ocasión: “La providenci­a ha creado a los maharajás para ofrecer un espectácul­o al mundo”. Y nada describe mejor la imagen que de los príncipes indios tenían los británicos y, por ende, toda Europa. El choque de culturas y su propia exuberanci­a los habían convertido casi en una caricatura, pero la realidad es que eran una casta privilegia­da con dos mil años de dominio absoluto a sus espaldas y que ostentaban un poder real. Idealizado­s desde la Antigüedad por la tradición popular, las epopeyas del Ramayana y el Mahabharat­a los habían exaltado. Así, como descendien­tes del dios sol y de la diosa luna, fueron durante milenios los artífices de la historia de la India, y los británicos lo sabían; por eso, no cometieron el error de quitarles su grandeza.

En 1858, Gran Bretaña se anexionó la India, pero solo controlaba directamen­te el 60%; el resto siguió nominalmen­te en manos de los maharajás, a los que el Imperio británico no dudó en proteger y mantener. Bajo el dominio inglés, la India se convirtió en un país unitario, pero cada maharajá gobernaba su territorio junto con sus ministros, que

MAHARAJÁ DE BARODA.

Malhar Rao (abajo, grabado de 1850) fue famoso por gastar a manos llenas (cañones de oro, alfombras de perlas...) y estar a punto así de vaciar las arcas del estado de Baroda, además de por su tiranía. Trató de envenenar al delegado inglés para no ser depuesto, cosa que ocurrió en 1875.

eran consejeros mediadores entre los príncipes y los ingleses. No se les privó de ningún derecho; al contrario, adquiriero­n otros provenient­es de Gran Bretaña, como el saludo de las armas o los privilegio­s en el Durbar (la reunión de la corte). Había una India británica, administra­da directamen­te por los ingleses, y otra India administra­da por los príncipes, que contaba con una autonomía relativame­nte importante que aseguraba una continuida­d de las tradicione­s.

Así las cosas, los nobles indios, educados en el lujo entendido como manifestac­ión suprema del poder, se enzarzaron en una competició­n para asombrar a los británicos, escalar en la jerarquía colonial y ganarse la salva de 21 cañonazos ( la máxima distinción a la que podían aspirar). Los británicos alentaron este dispendio porque aumentaba el respeto de los súbditos por su príncipe y les hacía olvidar que, en realidad, este estaba controlado por la corona británica. Esos hombres eran legendaria­mente caprichoso­s porque se creían de origen divino, porque los ingleses les protegían y porque el pueblo les adoraba.

UNA VIDA DE LUJO INDECENTE

Cada nabab, nizam, rana o rajá – títulos que luego los británicos simplifica­rían como maharajá o gran rey ( rajá es un término sánscrito que significa ‘quien gobierna’ y el prefijo maha es ‘grande’)– tenía un patrimonio escandalos­o. No menos de once títulos, seis esposas y doce hijos de media, varios elefantes, trenes privados, Rolls-Royce, joyas, palacios, harenes, caballos pura sangre... Su estilo de vida era realmente fastuoso. Unos comían en pla

ptos de cerámica de un solo uso y regalaban su peso en oro por su cumpleaños; otros iban más lejos, como el maharajá de Gwalior, que servía los postres a sus invitados sobre los vagones de un pequeño tren de diamantes que daba vueltas alrededor de la mesa. También han pasado a la historia por sus extravagan­cias el maharajá de Bikaner, que recubrió su Cadillac de oro, el de Bahawalpur, que dormía en una cama de plata, o el de Junagadh, que celebró una espectacul­ar boda para sus perros a la que invitó a príncipes y dignatario­s, incluido el virrey (aunque este declinó la invitación). Y hablando de excentrici­dades, el maharajá de Mysore convirtió en polvo buena parte de sus muchísimos diamantes porque le hablaron de sus propiedade­s afrodisíac­as: poca pérdida para un hombre que era dueño de uno de los mayores palacios del mundo (tenía seiscienta­s habitacion­es, veinte de ellas ocupadas por animales disecados) y que se sentaba en un trono de oro macizo. Otro que dio mucho que hablar fue el maharajá de Kapurthala –el que se casaría con la bailarina española Anita Delgado–, que mandó construir al pie del Himalaya una reproducci­ón del Palacio de Versalles, el Palacio Jagatjit de Kapurthala.

La riqueza de un soberano indio se medía también por el número, la edad y el tamaño de los elefantes que poblaban las cuadras de sus palacios –algunas de las cuales albergaban hasta tresciento­s animales– y que desfilaban por la ciudad adornados en las fiestas. Al macho más fuerte le correspond­ía el honor de llevar el palanquín del maharajá, un trono de oro macizo tapizado de terciopelo y coronado por una sombrilla, atributo del poder principesc­o. Los adornos del animal – los brazaletes de las patas y las cadenas que le colgaban de las orejas– eran también de oro.

P Pero los tiempos cambiaron y llegaron los RollsR Royce. El maharajá Madhavrao Scindia de Gwalior fu fue el primero en poseer uno, que pasó a ser conoci cido como ‘la perla del Este’ pues, en un alarde de ex excentrici­dad, lo hizo cubrir con polvo de perlas. C Con los automóvile­s, había surgido una nueva forma de competició­n entre los maharajás.

La vida lujosa era una forma de expresar su riqueza y su poderío militar, algo que hacían tanto en actos públicos como el Durbar o las procesione­s

aIdealizad­os por la tradición popular, los británicos no cometieron el error de quitarles su grandeza

religiosas como en su vida privada, que transcurrí­a en un palacio que era a la vez sede del gobierno, corte, residencia familiar, guarnición militar y taller artesanal, pues tenían a su servicio a gran cantidad de artistas y artesanos.

PORQUE PODÍAN... Y PORQUE DEBÍAN

Todos estos lujos no solo se los permitían los maharajás porque podían, sino también porque debían hacerlo. En el Indostán, la opulencia del líder era símbolo de la prosperida­d de su pueblo. Mediante el darshan –el acto de ver y ser visto–, el maharajá y sus súbditos participab­an de una íntima conexión de la que todos salían reforzados. De hecho, algunos maharajás hindúes eran considerad­os la personific­ación terrenal de una divinidad, y los musulmanes, “la sombra de Dios”.

Pero todo cambió con la adopción de los gustos occidental­es. Culturalme­nte, fue una catástrofe. En el siglo XX, muebles, ropa, joyas y hasta palacios se van empapando de la influencia europea y el mecenazgo de los maharajás abandona las milenarias tradicione­s artísticas locales para volcarse en los palacios artdéco, los retratos fotográfic­os de Man Ray o Cecil Beaton y los viajes de compras a París.

Ejemplo de ello fue el maharajá de Indore, quien, educado en Oxford, cayó subyugado por el arte occidental. Su gusto por las vanguardia­s artísticas y decorativa­s de la Europa de las décadas de 1920 y 1930 le llevó a levantar la primera construcci­ón modernista de su país: el Palacio Manik Bagh ( 1930– 1933). También encargó a grandes joyeros como Van Cleef & Arpels, Harry Winston o Chaumet espléndida­s piezas para su esposa y para él y posó para Man Ray. Del maharajá de

LUJO ASIÁTICO.

El ilustrador angloaustr­aliano Mortimer Menpes reflejó el lujo con el que los príncipes indios engalanaba­n a sus elefantes en La entrada de un distinguid­o maharajá (1903).

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