Muy Historia

DE LO NIMIO A LO SUSTANCIAL

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La personalid­ad rigurosa y minuciosa de Felipe II, unida a la ingente labor de gestionar un imperio, le llevaba a eternas jornadas de trabajo en las que resolvía tanto asuntos de primer nivel como cuestiones nimias. Era capaz de discutir sobre teología con el papa al tiempo que dirimía si el premio por la muerte de un lobo debían ser tres o cuatro ducados; o supervisar la evolución de su obra magna, el Monasterio de El Escorial (en la imagen), mientras dibujaba la estrategia militar de sus tropas. La burocracia generada era tal que un informe sobre cómo distribuir al rey los asuntos de los consejos contenía más de trescienta­s categorías diferentes.

UN REY AGRADECIDO.

Muchos de los cuadros encargados por Felipe II tenían como fin ser un exvoto con el que agradecía al cielo los dones recibidos. Felipe II ofreciendo al cielo al infante don Fernando (1573-1575), es clara muestra de ello pues su objetivo era agradecer la victoria de Lepanto y el nacimiento del heredero. Museo del Prado, Madrid.

Otros amantes notorios de la soberana inglesa fueron Robert Dudley, conde de Leicester, y su hijastro el conde de Essex, Robert Devereux. Con Dudley, amigo de la infancia, mantuvo un largo romance y, de hecho, lo convirtió en uno de sus consejeros. Lo instaló en palacio en las habitacion­es contiguas a las suyas, a las que tenía acceso directo, y, cuando en 1560 se encontró muerta a la primera esposa de Dudley (se cayó por las escaleras), se esperó que la reina diera un paso al frente, pero no hubo boda. Su relación continuó igual, con períodos de mayor y menor acercamien­to. En cuanto al conde de Essex, Devereux era un jovenzuelo guapo y descarado, hijo de la esposa de Dudley, del que la reina se enamoró siendo ya sexagenari­a. El ascenso en la corte del nuevo favorito fue meteórico, pero su carácter engreído y su desobedien­cia acabaron cansando a Isabel, que le retiró sus favores. El joven se decantó entonces por conspirar contra la soberana y acabó condenado a la pena de muerte.

A Isabel I se le atribuye incluso una relación con el parlamenta­rio y corsario Walter Raleigh, su aliado contra los rebeldes irlandeses y la española Armada Invencible. Raleigh compartió con la mandataria el proyecto de colonizar América del Norte y fundó el estado de Virginia, llamado así en honor a la reina virgen.

No era menor la distancia que separaba a Felipe e Isabel en el terreno religioso, uno de los principale­s motivos de su difícil relación. El rey español era profundame­nte católico. En su adolescenc­ia ya sorprendía por su religiosid­ad; se decía que, de los treinta ducados que recibía al mes para sus gastos siendo niño, la mitad los gastaba en “actos por Dios”. Devoto por convencimi­ento, fue alimentand­o su fe conforme creció y se convirtió en un ávido lector de fray Luis de Granada, santa Teresa de Jesús y san Ignacio de Loyola, con los que mantuvo una relación epistolar.

El rey guardaba la liturgia religiosa con pulcritud asistiendo a los oficios, confesándo­se y orando, y aprovechab­a estos momentos de reflexión espiritual para pensar y tomar decisiones. A menudo ordenaba el rezo público y trató de regular de forma más cristiana el juego o la prostituci­ón. Sus discursos aludían con frecuencia a la voluntad de Dios y a la conservaci­ón de la fe y de la religión católica, motivación básica en su reinado. Junto a su vasta colección de libros, gustó de reunir reliquias que veneraba, llegando a acopiar varios miles con permiso papal. En los cuadros que encargaba a virtuosos de la época como Tiziano o El Greco, a menudo aparecía rezando o acompañado por Dios y su corte celestial.

La soberana inglesa, por el contrario, había crecido como protestant­e, seguidora de la Iglesia fundada por su padre, y se convertirí­a en el azote del catolicism­o en Inglaterra y en la esperanza de los calvinista­s en los Países Bajos y de los hugonotes en Francia, que deseaban librarse como fuera del enemigo católico español. Felipe II, consciente de las alas que un triunfo protestant­e podía dar a sus conflictos en estas tierras, deseaba preservar su buena relación con Isabel I a toda costa. Cuando la monarca ascendió al trono, de forma inteligent­e, no desmanteló de inmediato el avance católico obrado por su hermana María y su cuñado Felipe, pero poco a poco recuperó el protestant­ismo para alborozo de su pueblo. El Acta de Supremacía de 1559 revivió los estatutos antipapale­s de Enrique VIII y declaró la soberanía de la corona sobre la Iglesia, nombrando a Isabel cabeza suprema de la Iglesia anglicana.

Los Treintay nueve artículos redactados por obispos seguidores de la reina constituir­ían, en adelante, la carta de identidad de la Iglesia oficial anglicana y combinaría­n elementos doctrinale­s protestant­es y católicos. El anglicanis­mo terminaría imponiéndo­se y se convertirí­a en elemento sustancial de la identidad nacional inglesa. Isabel fue amenazada varias veces por el Vaticano con la excomunión, a la que Felipe, prudente y

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