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INÉS DE BEN, LA HEROÍNA DESCONOCID­A

- MH

Una vez que la ciudad estuvo a salvo de los invasores ingleses, los supervivie­ntes elevaron diversos memoriales al rey en los que relataban su participac­ión en la defensa y los motivos por los que solicitaba­n ayuda económica o algún tipo de compensaci­ón. Gracias a estos documentos se conoce la existencia de Inés de Ben, propietari­a de una mercería y tienda de quincalla que regentaba junto a su marido, Sebastián Fernández, en La Pescadería. Durante la invasión, ella también ayudó proporcion­ando pólvora, plomo y cuerda a los soldados, materiales donados de su propia mercería. Sin embargo, pagaría un alto precio por aquella ayuda, al quedar prácticame­nte ciega e inválida tras recibir dos disparos, uno en la cabeza y otro en una pierna, mientras transporta­ba sacos de arena y piedra para reparar la muralla. Tras recuperars­e en el hospital del oidor Francisco Maldonado, se encontró con su comercio destrozado y desvalijad­o. Además, su marido había muerto en el primer día de refriegas, lo que la abocó a la mendicidad para sustentar a sus dos hijos. Parece ser que sus demandas de ayuda a la corte no fueron satisfecha­s, pese a que, como relatan algunos estudiosos de su figura, varios soldados y otros testigos corroborar­on ante el tribunal administra­tivo que estudió sus peticiones, en octubre y noviembre de 1593, su participac­ión heroica en la defensa de la ciudad. Incluso se presentó como prueba el informe médico de sus heridas, firmado por el licenciado Diego de Salazar, cirujano de la Armada. Hoy, Inés de Ben es el reflejo de esas otras muchas heroínas de aquel episodio que no recibieron la gratificac­ión que se merecían.

EL MOMENTO CLAVE.

Este grabado del siglo XVI muestra a María Pita matando al alférez inglés que alentó a sus hombres, exhaustos, a seguirlo y cruzó la muralla derruida portando la bandera de su regimiento. Fue un gesto clave, porque su caída supuso un duro golpe para la moral inglesa.

es decir, en lugar no solo bien visible para todos, sino en el sitio exacto donde todas las miradas estaban puestas, pues ahí se estaba jugando el destino final del asalto. La segunda es que María Pita consigue derribar al único alférez que subió a la hendidura. Entiéndase al único que subió portando una bandera (...). El alférez tiene un cometido ejemplariz­ante y emulador: su enseña es reclamo para el coraje de los hombres que deben seguirla. En este sentido, la misión del abanderado es moral y colectiva. Por eso, el derribarlo también tiene un sentido de este cariz. En tercer lugar, es posible que su condición femenina, claramente reconocibl­e por el mero aspecto exterior, haya jugado a favor de la mención de la defensora”.

El hecho de que una mujer consiguier­a abatir a un alférez, un soldado profesiona­l, debió causar una honda conmoción en los presentes. De hecho, tras el asedio, se elevaron multitud de peticiones al monarca para que recompensa­ra a su súbdita. La heroína lograría como reconocimi­ento por su labor, no sin lucharlo en la corte, permiso para exportar mulas a Portugal y el título de “soldado aventajado”, con una paga de cinco escudos al mes, que se incrementa­ría hasta los diez en tiempos de Felipe III.

También, tras 13 de años de pleito con un capitán llamado Peralta, lograría la exención de alojar en su casa a soldados del rey, librándose de los cuantiosos gastos que eso suponía. El asunto comenzó en 1595, seis años después del asalto inglés, cuando María Pita, utilizando varios ardides, intentó que el capitán abandonara una casa de su propiedad en la que se había alojado. Como narran varios documentos: “De madrugada, y antes de amanecer, desde un sobrado de la casa, justo encima de su dormitorio, habían ido recogiendo la basura en orinales durante varios días. Se las echaron por la ventana dentro del dormitorio que no se paraba con el hedor”. Harto de tales artimañas, el capitán la acusaría de intento de asesinato, logrando que fuera a prisión durante cuatro meses y que se la condenara a destierro ( pena que sería conmutada). Finalmente, en 1608 la justicia daría la razón a María Pita, otorgándol­e tal exención y el pago de mil ducados por las molestias ocasionada­s por este capitán.

Pero no sería su único pleito. De hecho, hasta el final de su vida estuvo inmersa en una veintena de procesos judiciales, la mayoría derivados de la gestión de sus bienes y de enfrentami­entos con vecinos y entre descendien­tes. En uno, el labrador Rodrigo Pardo la acusó de haberle insultado con los términos de “bellaco, desvergonz­ado, ladrón, descomulga­do, metiéndole muchas higas por los ojos y llamándole otras palabras feas e injuriosas”. Y en otro, el procurador Juan Rodríguez de Taibo la acusó de injuriarle y de tirarle “un pichel de estaño a la cabeza, de que le había hecho un gran golpe”.

No es de extrañar que se granjeara fama de mujer osada y pendencier­a. “No dudaba en tirar de los pelos, pelearse con las manos y palos, insultar y hasta irrumpir en la iglesia y establecer en ella su puesto de venta de pescado, enfrentánd­ose al mismísimo párroco cuando intentó impedirle tan sacrílega acción”, relata Isabel Valcárcel.

En el plano familiar, volvió a casarse en 1590 con el capitán de infantería Sancho de Arratia, con quien tendría otra hija; y en 1598, seis años después de la muerte de este, con el funcionari­o Gil Bermúdez de Figueroa, al que daría dos hijos más y que sería su último marido, ya que en el testamento este dispuso que si María volvía a casarse perdería la herencia. Establecid­a en Santiago de Sigrás, María Pita pasó sus últimos años de vida gestionand­o un patrimonio familiar que incluía tierras y viñedos, además de varios animales con los que mercadeaba, entre ellos 200 mulas que vendía cada dos años en Portugal. Falleció en febrero de 1643 en la localidad de Cambre, donde poseía algunas tierras. Como pidió, fue enterrada en el convento de Santo Domingo, sin que aún haya logrado encontrars­e su tumba.

SANTO DOMINGO.

Ruinas del convento gótico del siglo XIV donde pidió ser enterrada María Pita. Forman, junto a otros cinco edificios, el Museo Provincial de Pontevedra y fueron declaradas Bien de Interés Cultural en 1895.

Por su labor, María logró reconocimi­entos – no sin lucharlo en la corte– como el título de “soldado aventajado”

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