Muy Historia

LA ROMA DEL SIGLO IV. DE CAPITAL DE UN IMPERIO PAGANO A SÍMBOLO DEL CRISTIANIS­MO

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La Ciudad Eterna ha sido siempre una ciudad en constante evolución y cambio. A pesar de las pestes del siglo II y III, del gran terremoto que supuso la terrible crisis del siglo III la Roma del siglo IV, al igual que el conjunto del mundo romano, salió reforzada de estas vicisitude­s gracias a una transforma­ción profunda en casi todos los aspectos. Las reformas de Dioclecian­o a principios de la cuarta centuria hicieron posible una respuesta más ágil a los peligros externos que amenazaban las fronteras del Imperio y aportaron la estabilida­d necesaria que hizo posible salir de la recesión con fuerzas renovadas.

A pesar del traslado de la capital, primero a Milán y después a Rávena, Roma seguía siendo la sede del orgulloso Senado, compuesto por las más antiguas y ricas familias del Imperio. En sus calles seguían, como testigos mudos de la grandeza de su historia, los grandes edificios como el Coliseo, el Circo Máximo, los templos de los antiguos dioses y las iglesias dedicadas al culto de la nueva religión cristiana que, favorecida por Constantin­o y sus sucesores, aumentó de manera muy rápida su influencia. Seguía siendo, a nivel simbólico al menos, la ciudad más importante de su tiempo. Muchos espacios públicos se destinaban ahora a fines distintos, otros lugares habían caído en desuso y sus materiales se reutilizab­an en los nuevos edificios y monumentos que la nueva realidad demandaba. Por ejemplo, la impresiona­nte Basílica de Majencio en pleno centro de la ciudad. La nueva construcci­ón se elevaba justo sobre el lugar donde se encontraba un gran edificio conocido como los Horrea piperiana (almacenes de pimienta) de época de Domiciano. Otro caso curioso es el Arco de Constantin­o que está decorado con relieves y paneles tomados del foro de Trajano, de un monumento de Adriano y de un arco triunfal de Marco Aurelio, etc.

Roma se comenzó a poblar de lugares de culto que generalmen­te se construían aprovechan­do viejos templos paganos y propiedade­s donadas por cristianos ricos. También se levantaron iglesias de planta basilical, que resultaba perfecta por su capacidad de albergar a grandes masas de fieles. De esta época destacan la Basílica de San Juan de Letrán, consagrada en el 324 por el papa Silvestre sobre unos terrenos cedidos por Constantin­o. Este emperador también encargó la construcci­ón de la Basílica de San Pedro en la Colina Vaticana, sobre el lugar en el que la tradición decía que estaba la tumba de san Pedro. No fueron las únicas, de esta época son también Santa María de Aracoeli, edificada entre el siglo IV y el VII, en una vieja residencia imperial de César Augusto o la Basílica de Santa María en Trastevere, la primera en ser dedicada a la Virgen María.

En un mundo tan cambiante, Roma en el siglo IV era una ciudad que mantenía gran parte de su grandeza, aunque era muy distinta de la antigua capital de los dioses paganos.

esta. En torno a la tumba de santa Agnes, de nuevo, los fieles a Ursino que se encontraba­n orando fueron atacados sin piedad por la turba que Dámaso había creado para defender sus aspiracion­es.

EL INJUSTO JUICIO DE LA HISTORIA

La suerte de los vencidos nunca es buena. Ursino fue derrotado en toda regla y, a pesar de la apelación al emperador Valentinia­no I, fue expulsado de Roma. Parece que primero se le envió a Colonia. Después se le desterró a Milán desde donde, junto con sus fieles, siguió tratando de ser reconocido como papa y de oponerse a su enemigo Dámaso, que ya era reconocido como el legítimo sucesor de san Pedro. Un grupo de seguidores del desterrado llegó a lanzar una acusación de adulterio contra Dámaso en el 378, ante la corte imperial. Sin embargo, primero fue exonerado del cargo por el emperador Graciano y después por un sínodo de 44 obispos que además, decidió excomulgar a aquellos que habían promovido la falsa acusación.

Ni siquiera con la muerte de Dámaso en el 384 las aspiracion­es de Ursino serán reconocida­s. Nunca se le permitió volver a Roma y acabó siendo desterrado de manera perpetua por Valentinia­no II. La suerte de Dámaso, del que unos dicen que su familia procedía de Galaecia y otros de Mantua Carpetanor­um (probableme­nte Villamanta, Madrid), fue muy distinta. En las fuentes, la lista de delitos que se le atribuyen a Dámaso es larga: además de como responsabl­e supremo de muchas muertes, se le acusa de múltiples sobornos a las facciones del Circo, a gladiadore­s y a enterrador­es que se convirtier­on en su «brazo armado», también al prefecto de la ciudad y al de la annona (distribuci­ón de grano a bajo precio entre los ciudadanos más pobres), Juliano, para que desterrase­n a Ursino. Además, se le acusa de pagar a todo el palacio imperial para que sus faltas quedasen impunes y de enriquecer a muchos obispos para que condenasen a su rival Ur

A Ursino nunca se le permitió volver a Roma y acabó desterrado de manera perpetua por Valentinia­no II

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SANTA MARÍA LA MAYOR. El patricio Juan comunica al papa Liberio el su sueño sobre la fundación de la basílica. Obra de Murillo (h.1664-1665).
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El emperador Valentinia­no I se identifica­ba como un cristiano ortodoxo, sin embargo, adoptó una postura de total libertad religiosa para sus súbditos.
VALENTINIA­NO EL GRANDE. El emperador Valentinia­no I se identifica­ba como un cristiano ortodoxo, sin embargo, adoptó una postura de total libertad religiosa para sus súbditos.

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