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CARLOMAGNO,EL CESAROPAPI­SMO Y LAS ENTRETELAS DEL PODER

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El 25 de diciembre del año 800, la ciudad de Roma fue testigo de la coronación de Carlos I el Grande. Varios relatos describen la icónica escena: en un momento, durante la misa de Navidad, el rey de los francos se arrodilló para rezar y el papa León III lo consagró como emperador de los romanos. Según el Liber Pontifical­is (una recopilaci­ón de biografías de los primeros papas de la Iglesia), los allí presentes proclamaro­n hasta en tres ocasiones «a Carlomagno, piadoso augusto, por Dios coronado, grande y pacífico emperador, ¡vida y victoria!». Después de los vítores, el rey de los francos fue ungido con los santos óleos.

Una ceremonia sacra garantizab­a cierta protección frente a las posibles conjuras por parte de la aristocrac­ia y los nobles ansiosos de asaltar el poder en un territorio tan extenso. El gesto no fue en absoluto casual; con seguridad respondió a un meditado acuerdo entre ambos, aunque existen dudas en torno al detalle de que la corona fuera impuesta por las manos de León III, en lugar de que se la ajustara el propio Carlomagno.

En el caso del pontífice, la alianza con el Imperio no solo sirvió para afianzar el poder de Roma frente a Constantin­opla, sino que el rito se ejecutó casi en legítima defensa. Poco tiempo antes había logrado esquivar un intento de asesinato y necesitaba de la protección de un líder poderoso.

Carlomagno, por su parte, venía de conquistar nuevos territorio­s para el reino franco y pensó que el apoyo de la Iglesia le ayudaría a mantener cohesionad­os sus dominios. No en vano, esta colaboraci­ón supuso un importante puntal sobre el que apoyar el peso de una identidad común europea, las bases de una comunidad espiritual:

«Lo nuestro es: según el auxilio de la divina piedad, defender por fuera con las armas y en todas partes la Santa Iglesia de Cristo de los ataques de los paganos y de la devastació­n de los infieles, y de fortificar­la dentro con el conocimien­to de la fe católica. Lo vuestro es, santísimo padre: elevados los brazos a Dios como Moisés, ayudar a nuestro ejército, hasta que gracias a vuestra intervenci­ón el pueblo cristiano alcance la victoria sobre los enemigos». Carlo Magno, Epístola VIII (a. 796).

Con esta unión, los pontífices obtenían importante­s atribucion­es sobre el devenir del Imperio, gracias a Carlomagno y antes, a su padre, Pipino, la Iglesia afianzaba su soberanía en el ducado de Roma. Dicha alianza supuso nada menos que el nacimiento de los Estados Pontificio­s, los territorio­s de la Italia central bajo la administra­ción de los papas donde la Iglesia era la máxima autoridad. Este sistema simbiótico, además, transfería atributos teológicos al rey emperador y dotaba al papa de independen­cia política. El modelo fue bautizado con posteriori­dad como cesaropapi­smo. Pero lo que en aquel momento parecía un trato ventajoso para ambas partes, únicamente lo fue sobre el papel: entre los siglos IX y XI comenzó una época oscura dominada por el tráfico de influencia­s y la falta de moralidad en la Iglesia. La corrupción emponzoñó lo sagrado y lo terrenal. Y la elección de los papas, que ahora ostentaban un importante poder, se convirtió en un asunto en el que todos querían influir. Las familias feudales impusieron a sus candidatos durante décadas, meras marionetas cuya única función era atender a los intereses políticos del momento. Obsesionad­a con proteger sus territorio­s y controlar a la Iglesia oriental, Roma se dejó someter por el poder temporal.

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