ELECCIONES IN NOMINE DOMINI
La Iglesia occidental aterrizó en el siglo XI sumida en una profunda crisis moral. El concubinato y la simonía (compraventa de cargos u oficios religiosos) eran faltas habituales entre el clero. La designación directa del papa por parte de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, la tónica habitual.
La llegada de Gerhard de Borgoña, obispo de Florencia, a la Silla de San Pedro fue bastante accidentada. La muerte inesperada de Esteban IX propició que las familias de la nobleza romana aprovecharan el desconcierto inicial para asegurarse, previo pago, la elección de su postulante, el obispo de Velletri, que se convertiría en el antipapa Benedicto X. Un mero títere puesto en el cargo por un senador romano.
El manoseo del procedimiento fue tan descarado y alejado de cualquier norma canónica que el candidato nunca llegó a contar con la aprobación del clero y, en seguida, surgió una corriente de cardenales disidentes que auparon al pontificado al obispo florentino bajo el nombre de Nicolás II. Según relató Per Damiani, cardenal reformista de la época, el nuevo papa gozaba de «viva inteligencia y buena cultura», cumplía con el voto de castidad y era generoso en su limosna. Tenía el respaldo de los círculos religiosos y laicos para continuar con la renovación espiritual de la Iglesia. En 1059, el palacio de Letrán fue testigo de una reunión clave para el futuro de la Iglesia. Al sínodo acudieron más de un centenar de obispos que recibieron las directrices de la nueva moralidad del clero. Se puso coto a la simonía y también se prohibió el nicolaísmo; los sacerdotes casados debían repudiar a sus esposas si querían esquivar la excomunión.
En la bula (en el nombre del señor) la pobreza se estableció como referente frente a la acumulación de bienes y se priorizó la defensa de los débiles y la vida en comunidad del clero. A esta importante regeneración espiritual se sumaría una redacción fundamental en el futuro del cristianismo: la definición del sistema de elección de los papas. Nicolás II estaba decidido a acabar con las injerencias del Imperio que habían llevado en los últimos años a la pérdida de prestigio y el deterioro de ambas instituciones, de la Iglesia y del Estado. El primer papa reformista estableció que el pontífice debía ser elegido por los cardenales obispos, consagrado por los obispos de la misma provincia y aclamado por los clérigos y el pueblo. Desaparecieron así la influencia de la nobleza romana y la mano del emperador, al que se reservaba, en todo caso, un derecho de confirmación (solo de consenso, nunca de oposición) que, además, podía ser revocado en cualquier momento.