¿MUJERES ENTERRADAS EN EL VATICANO?
Haberlas, haylas», son cuatro y todas laicas. Pero ¿por qué comparten ese espacio reservado a los papas y a otras personalidades relevantes de la Iglesia?
En la basílica de San Pedro, entre el altar mayor y el centro de la nave, bajando a la altura de las estatuas de santa Elena y san Andrés, se encuentran las grutas vaticanas, que albergan la morada final de más de noventa papas, entre ellos Juan Pablo I y Benedicto XVI (Juan Pablo II yace en la capilla de san Sebastián, contigua a la de la Piedad de Miguel Ángel). Junto a todos esos pontífices, nos encontramos con la tumba de cuatro mujeres, a saber, Carlota de Chipre, Cristina de Suecia, María Clementina Sobieska y Matilde de Canossa (abajo, de izda. a dcha.). Las dos primeras fueron reinas, la tercera princesa y la última, una noble que vivió a caballo de los siglos XI y XII. Todas se significaron por su apoyo incondicional al papado, en ocasiones en trances muy peliagudos. Por orden cronológico, la primera sería Matilde de Canossa (1046-1115), aliada de Gregorio VII frente al emperador Enrique IV en la Querella de las Investiduras. El mismo Bernini esculpió su monumento funerario en el siglo XVII, cuando sus restos fueron trasladados al Vaticano.
La reina Carlota de Chipre (14441487) conoció a varios papas y mantuvo una relación bastante estrecha con dos de ellos, Sixto IV e Inocencio VIII, quien costeó su funeral. Su hermano bastardo le disputó la Corona y la empujó a su exilio romano, donde, con el apoyo de los Estados Pontificios, trató sin éxito de recuperar el reino.
La princesa polaca María Clementina Sobieska (1702-1735), esposa del «viejo pretendiente» Jacobo Estuardo, fue enterrada con todos los honores en la basílica de San Pedro, y el gran Pietro Bracci se ocupó de su monumento funerario. Para los papas Clemente XI e Inocente XIII, Jacobo y ella eran los verdaderos reyes de Inglaterra, Irlanda y Escocia, y no los protestantes Guillermo III, María II y Ana I. Finalmente, Cristina de Suecia abjuró de su fe, se convirtió al catolicismo y vivió varios años en los palacios vaticanos, donde se instaló definitivamente en 1668. No dudó en criticar la persecución de los hugonotes en Francia ni la de la Inquisición, y amparó a los judíos de Roma. Aun así, Inocencio XI, que falleció unos meses después que ella, le organizó un funeral de Estado.