¡AGUA A LAS CUERDAS!
Existe una historia apócrifa pero muy extendida, acerca de la erección del Obelisco Vaticano. Habría tenido lugar el 10 de septiembre de 1586, cuando, cinco meses después de su abatimiento y transporte, se llevó a cabo la delicada operación de alzarlo hasta la vertical.
El arquitecto Domenico Fontana había preparado la inmensa estructura de madera y hierro provista de cabrestantes desde la que, con ayuda de bestias y hombres, se tiraría de la guglia para colocarla en su destino y posición definitivos. Ese viernes, desde buena mañana, un inmenso gentío abarrotaba la plaza, frente a la nueva basílica en construcción. Entre la ruidosa multitud había un capitán mercante oriundo de Bordighera, cerca de San Remo, en Liguria. Se llamaba Benedetto Bresca, y miraba con ojo experto la gran cantidad de cuerdas atadas al obelisco. Según la fábula, la maniobra para alzar el obelisco era tan peligrosa que el papa había ordenado silencio absoluto. Aparte del arquitecto Fontana, nadie podría decir ni una palabra. Así que, llegado el momento, Fontana dio la orden y la plaza enmudeció. Los operarios guiaron a los caballos, que empezaron a tirar de las cuerdas. Los tornos chirriaban, las maromas pasaban por los rodillos y las fibras se estiraban. Fontana atendía a cada detalle, los dientes apretados, el corazón en un puño. El obelisco se levantó. Unos centímetros primero, un palmo después. Nadie se atrevía a respirar con fuerza, no fuera a ser…
Entonces, el capitán Benedetto Bresca dio un paso. Entornó los párpados y detectó una cuerda que se recalentaba a su paso por el torno. Se abrió camino entre la chusma. Eran varias cuerdas las que ya casi humeaban. El marino lo tuvo claro: las cuerdas iban a romperse, y la operación quedaría en un tremendo fracaso. Así que, desobedeciendo el mandato papal, gritó: —Aiga ae corde!
El santo padre se sobresaltó y buscó con la vista al infractor. Pronto lo detectó entre la muchedumbre, pues aquel animal lo repetía cada vez más alto. Varios guardias suizos se adelantaron, y muchos romanos abrieron espacio para que no hubiera confusiones. Que falta no hacía, porque aquel tipo con pinta de marino seguía señalando a lo alto de la enorme grúa y vociferando. —Aiga ae corde! Aiga ae corde!
Por fin Fontana comprendió qué ocurría. Lo que aquel hombre pedía en su dialecto ligur era la salvación para toda la maniobra.
—¡Agua a las cuerdas! —gritó también Fontana—. ¡Regad las cuerdas, o se romperán!
Los operarios obedecieron, los cántaros volaron de mano en mano. Enfriaron las cuerdas, que se compactaron, y la operación finalizó con éxito. La guardia suiza había arrestado ya al capitán Bresca y lo arrastraban a las mazmorras de Sant’Angelo, pero Fontana corrió a hablar con el papa. Ese hombre acababa de salvar el día.
—¿El día he dicho? ¡El siglo, santidad! ¡Ese hombre ha salvado el siglo y nos ha salvado a todos!
El resultado: Sixto V no solo perdonó al infractor, sino que le ofreció un premio a su elección. Bresca escogió el monopolio del envío de palmas para Pascua desde San Remo. Dicho y hecho, el papa concedió el privilegio no solo a Bresca, sino a sus descendientes, y además le permitió alzar el pabellón vaticano en las naves que comandara.