INMUNIDAD PARA MARCINKUS
Paul Marcinkus fue presidente del Instituto para las Obras de Religión, también conocido como el Banco Vaticano, desde 1971 hasta 1989. Su labor era mantener el control del dinero de los fondos de la Santa Sede y sanear las maltrechas finanzas, que tras el Concilio Vaticano II se encontraban en números rojos. Eso lo convirtió en uno de los hombres más poderosos de la Iglesia católica. Desde el principio aplicó criterios que los críticos consideraron moralmente discutibles, pero su gran habilidad para el manejo financiero le hizo ganarse la admiración y el respeto de muchos representantes del poder económico.
Su popularidad se mantuvo intacta hasta que el papa Pablo VI lo nombró organizador de sus viajes y secretario de la Comisión Pontificia para el Estado del Vaticano. En ese momento, el Banco de Italia y la magistratura de Roma empezaron a sospechar de sus manejos financieros, hasta que se produjo la acusación pública del banquero Michele Sindona (en la imagen), que dañó seriamente su reputación.
A mediados de la década de 1980, las autoridades italianas intentaron arrestar a Marcinkus por su supuesta conexión con estos crímenes financieros, pero la Santa Sede reclamó inmunidad diplomática para él y lo protegió de las investigaciones. El arzobispo estadounidense negó cualquier delito y fue autorizado a regresar a su diócesis en Phoenix, Arizona. En su libro (Bantam, 1984), el escritor británico David Yallop también le señalaba como uno de los presuntos autores de la eliminación del ‘Papa de la Sonrisa’, pero Marcinkus se llevó todos los secretos a la tumba en 2006.
gunten sobre las circunstancias de su muerte —«porque esas historias eclipsan la grandeza de su vida», dijo en Roma—, no tuvo reparos en revelar los detalles del triste descubrimiento: «Nos levantamos como todos los días. Yo debía preparar la capilla para la misa mientras sor Vincenza le dejaba un café en la puerta de su habitación. Estábamos en la capilla y no venía. “Mira a ver qué pasa”, le dije a la hermana. Cuando se acercó, el café seguía allí, así que sor Vincenza llamó a su puerta y, como no respondía, la abrió y se le escaparon estas palabras: “¡Pero qué me has hecho!”. Ella lo conocía desde antes de que fuera obispo. Al oírla, entré corriendo. La luz estaba encendida y él estaba en la cama, con sus gafas puestas y las manos en el pecho, como si se hubiera dormido leyendo. Tenía unos folios en la mano. Llamamos a los secretarios y vino el camarlengo cardenal Villot. Tocamos los timbres que tenía junto a la cama para ver si funcionaban, pero nada. Vinieron entonces otros dos sacerdotes que yo no conocía y les oí decir que no sabían cómo anunciarlo... Uno repetía: “¿Qué le decimos al mundo ahora que lo había conquistado con su sonrisa?”». La elección de Juan Pablo I había traído consigo algún cambio, aunque fuera superficial, y muchas promesas de revolucionarlo todo que no gustaron a algunos miembros del Vaticano. Por ejemplo, eligió como lema de su pontificado la